“¿Cómo es que de pronto nos miramos al espejo y nos hemos convertido en ‘gente grande’?”, se pregunta la autora Elsa Drucaroff en el prólogo que escribió para Cómo me convertí en una persona mayor, el nuevo libro de la psicóloga y escritora argentina Mónica Berjman.
En esta novela editada por Modesto Rimba, Berjman repone una profunda ausencia que, a pesar de algunas pocas excepciones, todavía impera en la literatura tanto argentina como universal: la voz de una mujer mayor. Pero, lejos de la nostalgia simplificadora que idealiza una vida ya pasada, la voz de la autora se planta con astucia y picardía para producir, como afirma Drucaroff, “relatos extrañados e implacables”.
“Para el capitalismo los viejos son un gasto inútil y para el patriarcado, la mujer vieja es la cáscara de una fruta consumida: ya no es un objeto deseable, tampoco puede ser madre, ¿por qué habría de ser interesante?”, plantea la autora de El infierno prometido y La patria de las mujeres. Irreverente, ácida y brillante, Mónica Berjman ofrece múltiples respuestas en Cómo me convertí en una persona mayor, sin perder el tiempo en inútiles protestas contra un mundo que le da la espalda.
Así empieza “Cómo me convertí en una persona mayor”
En la cocina, mientras lavo los platos, Theo se acerca y se apoya por detrás. Simulo distracción y me froto contra él.
¡No, así no!, me dice. ¡Te tenés que resistir! Y se va. Quedo sola frente al detergente y la pila de platos. La radio transmite Melodía desencadenada.
—¡Theo! Llamo con urgencia. —Él se apresura ante mis gritos—. Juguemos a que estamos en un baile y vos me sacás a bailar.
Erguida, apoyada en la mesada de la cocina, cruzo los brazos y recorro la pista con los ojos. Veo acercarse a un hombre muy atractivo, con un traje de lino beige. Me invita y acepto.
¡Oh my love, my darling!
I be hungered for your touch
A long, lonely time
Bailamos abrazados, entrecierro los ojos.
I need your love
God speed your love
Over me
I’ll be coming home
Wait for me.
Pero Theo, quien tiene más aguzado el sentido del ridículo, desciende sus manos hasta tocarme el culo.
—¿Qué hacés? ¡No juego más!
—Perdón, madame, je m’excuse. ¡Perdón, perdón!
Esa tibia cocina iluminada.
Hoy, la intemperie.
De chica jugaba a los novios. Besaba la almohada, la revoleaba dándole besos, caía sobre ella enamoradísima. Mi hermano desde su cama preguntaba: ¿Estás jugando a los novios?
Supe del ridículo en primer año del colegio secundario. Me pusieron en el cuadro de honor. Fue un suplicio. Como escolta debía estar en medio del patio y, a veces, me tocaba izar la bandera. Pero yo carecía de inteligencia práctica, era tímida y algo atolondrada. Solo veía en mis manos un menjunje indiscriminado de piolines y no lograba acertar entre aquellos que la harían ascender majestuosa o atascarse a los tumbos. Los chicos cantaban: «Alta en el cielo un águila guerrera, audaz se eleeeva en vuelo triuuunfal». Mi águila daba saltitos agónicos para, luego, desplomarse sin gracia. Percibía a mis espaldas una corriente festiva que disfrutaba de mis tironeos nerviosos hasta que, ya exhausta, los piolines se acomodaban y la bandera, airosa, alcanzaba la cima.
Un día pasó algo, no, eso prefiero callarlo, ¡bah! ¿por qué? Solo diré que fue algo con las medias de nailon: una de ellas se escapó de la liga y fue descendiendo sigilosamente desde el muslo al tobillo para quedar allí agazapada mientras la otra continuaba tiesa en su sitio. Los chicos la pasaban regio a mi costa. Ser escolta era una maldición.
Y para terminar con la bandera, resultó que tuve que ir al Te Deum por el 25 de Mayo en la iglesia del pueblo y, como la abanderada tenía sarampión, me tocó a mí cargar con la enseña patria a paso marcial. Yo era una niña judía y se me presentaba una serie de interrogantes: cuando el cura desde el púlpito ordenaba arrodillarse, yo ¿qué debía hacer? ¿Arrodillarme ante Cristo? ¿Y si a Jehová le caía mal y se vengaba? Por lo que sabía, no tenía buen carácter. Opté por quedarme de pie y, antes de plantarme agarrotada, con la vista al frente, me crucé con la mirada incrédula y burlona de mi amiga Mary Fernández.
En las clases de Religión, a mí me sacaban afuera para asistir a las clases de Moral. No sé qué era eso, porque la maestra nunca venía y yo me quedaba cuarenta y cinco minutos sentada en un murito mirando el declive del patio de tierra donde jugábamos en el recreo. Tenía un lío. Porque no era cien por ciento judía, sino un setenta y cinco. El otro veinticinco venía de una abuela católica muy devota. Ese veinticinco me hacía confiar en las afirmaciones de Mary, que decía que si en la víspera de Navidad caminabas con los brazos en alto y en posición de recibirlo, el Niño Jesús ¡zas! caía del cielo y aterrizaba en tus brazos. Perseverantes, íbamos y veníamos de una esquina a la otra hasta que yo, que era ansiosa y tenía la influencia de ese setenta cinco por ciento que no creía en El Niño proponía jugar a otra cosa.
El padre de Mary era dueño de la casa de Repuestos del Automotor de Necochea. Ella era flaquísima y, para que engordara, la mamá le hacía cócteles de yema de huevo batido con oporto. Yo la envidiaba. A veces nos poníamos delante de la vidriera del negocio del padre y las figuras reflejadas eran una Mary muy flaca y yo, que alta y robusta, la doblaba en perimetraje. ¡Qué desgracia!, gritaba al verme. ¡Soy inmensa!
Los Fernández eran españoles, y su mamá, obviamente, se llamaba Carmen. Cada familia tenía sus manjares: nosotros los varenekes y ellos, algo solemne llamado: «Empanada Gallega». Un día, mirándome fijo, Mary me anunció que había sido invitada a comer la Empanada Gallega. Me di cuenta de que era una ocasión especial. Fui corriendo a contarle a mamá y me quise poner el vestido de cumpleaños, pero no me dejó. Entonces me cepillé el pelo y me puse dos preciosas hebillas.
Los Fernández comían en silencio. En esa mesa no se discutía ni era bulliciosa como la de casa. Quizás así debía comerse la Empanada Gallega. Antes de irme no olvidé decir que ese me había parecido uno de los más deliciosos manjares que había comido en toda mi vida y que jamás jamás jamás iba a poder olvidarme de ella. Y así hubiera continuado hasta que Mary me codeó y me callé. Haber sido la única invitada me hizo sentir especial.
Fui amiga de Mary muchos años, y después ella se cambió al colegio de monjas y yo fui al nacional. Años después nos mudamos a Buenos Aires. Al volver al pueblo, pregunté por ella y me dijeron que se había muerto. Me quedé helada. Con tantos cócteles que la madre le había preparado. Muerta. Pero claro, no era ella la única, también mi mamá, su mamá, el señor Fernández, mi papá, su abuelo, desde ya… Pero Mary, ¿muerta? ¡Si tenía mi misma edad!
***
Los miércoles tengo el veinte por ciento de descuento en el súper si pago con American Express, más un diez por ciento como jubilada, lo que significa un treinta por ciento. Tengo algunos conocidos que quieren quitarme esa alegría: Seguro que en la noche anterior remarcan los precios, me dicen. Indignada, prometo hacer una cuidadosa investigación al respecto. Voy a ir el martes a copiar los precios, me digo. Pero no llego a hacerlo, y lo más probable es que no lo haga nunca.
***
Anoche soñé con Theo. Tan lindo, me abrazaba.
Quién es Mónica Berjman
♦ Nació en Necochea, Argentina.
♦ Es psicóloga y escritora.
♦ Publicó los libros Las Marrapodi, Cómo me convertí en una persona mayor y Prueba de resistencia, novela con la que ganó el premio Salvador María Aguilar.
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