En la década de 1990 Bogotá estaba sumida en una ola de violencia sin precedentes. La tasa de homicidios era alarmante y el terror se había apoderado de sus calles. En medio de este panorama desolador, un hombre muy particular se hizo cargo de la Alcaldía: Antanas Mockus. Mockus, un filósofo y matemático de formación, asumió en 1995 con una promesa casi imposible de cumplir: eliminar la violencia de la ciudad.
Lejos de la tradicional política de mano dura, Mockus decidió llevar a cabo una agenda diferente. El nuevo Alcalde contrató a un grupo de payasos y mimos para que patrullaran las calles de la ciudad. Vestidos con trajes coloridos y narices rojas, estos personajes provocaban el mismo efecto sobre los ciudadanos que los artistas de subte: una mezcla de vergüenza y empatía. Pero los discípulos de Marcel Marceau no estaban allí para hacer reír o pedir dinero, sino para reprender con humor a los automovilistas que cometían infracciones, que con tal de no quedar en ridículo empezaron a respetar las normas de tránsito.
Más de Mockus. Lanzó una campaña para que los ciudadanos entregaran voluntariamente sus armas de fuego, a cambio de cursos de formación, entradas para eventos culturales y dinero en efectivo. Convirtió áreas de la ciudad en enormes fiestas callejeras, entre las que descata la “Noche de las Mujeres”, instando a los hombres a quedarse en casa y cuidar a los niños mientras 700 mil esposas y madres salían a celebrar.
Para algunos estas eran ideas absurdas e infantiles. Pero Mockus rió último, y estas políticas empezaron a crear un cambio cultural que se tradujo en una reducción espectacular de la violencia. Entre 1994 y 2003 Bogotá pasó de 4.352 asesinatos por año a 1.604, una caída del 75%. Los delitos contra la propiedad se redujeron cerca del 50%, y los secuestros anuales se redujeron de 174 a 21, y los robos cayeron de 376 en 1997 a 14 en 2001.
La lección más general de la estrategia de Mockus, luego replicada en otra ciudades violentas, es que la conexión empática entre los seres humanos puede tener éxito allí donde fallan las reglas basadas en la autoridad y en el miedo al castigo. Probablemente Mockus no tuviera idea de si este plan funcionaría o no, y seguramente lo motivaba su intuición. Menos aún podía entender las razones precisas detrás de la relación entre el comportamiento empático de las autoridades para con cada ciudadano y la cohesión social.
Paul Zak, uno de los fundadores de la neuroeconomía, explora una razón muy concreta para el plan de Mockus en su libro La Molécula de la Felicidad. El origen del amor, la confianza y la prosperidad. El autor propone que la conexión entre empatía y cohesión social proviene esencialmente de la oxitocina, una molécula que se libera en nuestro cerebro cuando nos conectamos emocionalmente con otros seres humanos.
Según Zak, la oxitocina no solo nos hace sentir bien, sino que también es la clave de la moralidad humana. “¿Acaso estoy diciendo que una simple molécula –una sustancia química que científicos como yo, por cierto, podemos manipular en el laboratorio- es responsable de que algunos individuos se entreguen generosamente y otros sean unos bastardos insensibles, que algunas personas engañen y roben y a otras les puedas confiar tu vida, que algunos maridos sean más fieles que otros y, ya que estamos, que las mujeres tiendan a ser más generosas y agradables que los hombres?”, desafía Zak. Y contesta sin palidecer ni dudar que sí.
Zak propone que la moral es un regalo evolutivo, y como tal cuestiona la base del homo economicus, aquella construcción de la economía tradicional que postula que las decisiones humanas están guiadas por el egoísmo y la pura racionalidad. Para demostrar el rol de la oxitocina, en los primeros capítulos el autor recrea el “juego de la confianza”, donde una actitud colaborativa permite a los participantes ganar mucho dinero, pero una actitud avara se traduce en menores ganancias para todos.
Zak encuentra que los más generosos son los que más oxitocina habían segregado. Pero claro, correlación no es causalidad y entonces Zak presenta más experimentos para intentar encontrar una dirección causal que vaya de la molécula a la moral.
El libro consta de nueve capítulos, y en los últimos cuatro el autor pasa de lo individual a lo social. Tras describir las conexiones entre oxitocina y religión en el capítulo seis, Zak discute la relación entre la molécula y los mercados. Pese a la presunción común de que los mercados, con su impersonalidad y sus reglas del todo vale, minan la moralidad, Zak remarca que existe un rol socializante que permite dar lugar al círculo empático.
Y como imaginará el lector, de aquí a proponer que la oxitocina es una oportunidad para el crecimiento económico hay solo un paso, y Zak lo emprende. El vínculo que propone es el de la confianza en el prójimo. Varios trabajos han tendido a mostrar que la prosperidad de una nación está directamente relacionada con la confianza, a su vez asociada con el compromiso y la colaboración con los demás.
La misma hipótesis permite identificar cuáles son los obstáculos al desarrollo. La confianza, y por lo tanto la prosperidad, disminuye cada vez que las fuertes inequidades crean barreras entre las personas. Lo mismo ocurre cuando las diferencias étnicas, religiosas o lingüísticas son fuente de división. La pobreza también representa otra restricción potente para la confianza, porque el estrés que genera estar permanentemente al borde de la subsistencia inhibe la acción de la oxitocina.
Y es posible incluso que las sociedades que se ven amenazadas también se vuelvan menos tolerantes, haciendo más difícil liberar la molécula moral y así defenderse más coordinadamente. La Molécula de la Felicidad es, por sobre todo, una hipótesis que sugiere que la oxitocina puede servir para despertar la empatía y la conexión social a nivel individual, pero que explica cómo este fenómeno puede propagarse al funcionamiento social.
Es importante entender que existen factores personales que limitan la acción de la oxitocina, lo que impide que la solución a todos nuestro problemas sea una inoculación generalizada de la droga. Zak dedica tiempo a explicar varios de ellos. Hay un rol para los genes, para las situaciones traumáticas, y también para la dependencia excesiva del razonamiento en detrimento de las emociones positivas.
Pero quizás el mayor culpable de todo los obstáculos tenga que ver con el género: la testosterona y su repertorio conductual de ira, hostilidad y castigo hace que sean a los hombres a quienes les cueste ejercer la confianza en el prójimo.
Las ideas profundamente arraigadas, típicamente en materia política, son otro posible factor. Quienes piensan sin matices que “el gobierno es el enemigo”, por ejemplo, no exhiben cambios de actitud aún cuando se les inyecte la molécula mágica. En otro experimento discutido en el libro, Zak muestra que la oxitocina aumentó la confianza en las instituciones cívicas, incluyendo al gobierno.
Además, en Estados Unidos, los sujetos con ideas demócratas exhibieron sentimientos más positivos respecto de los candidatos republicanos, aunque la reversa no ocurrió. La posición ideológica más extrema de los republicanos impidió que incrementaran su confianza en los candidatos demócratas, o en el Congreso.
¿Cuán concluyentes son las investigaciones de Zak? Es difícil dar una opinión definitiva, y es cierto que las explicaciones reduccionistas no han sido suficientes para entender el comportamiento humano y sus resultados sociales. Pero Zak reconoce que la oxitocina opera en un contexto.
Varios observadores sociales han abogado por construir capital humano creando comunidades interconectadas, y el diseño de las ciudades es un factor importante para permitir que las personas se conozcan entre sí como trabajadores, vecinos y padres, de modo que todos los aspectos de sus vidas se unan de un modo integrado.
Quizás involuntariamente, La Molécula de la Felicidad establece recomendaciones para la acuciante realidad de la Argentina presente. En particular, nos puede dar algunas pistas acerca de cómo encarar el problema de la violencia creciente que se apodera de algunas ciudades, como casi sin pretenderlo lo consiguió Mockus en Bogotá hace un cuarto de siglo.
O también guiarnos en el diagnóstico del origen de la grieta política y su eventual moderación para propiciar una mayor colaboración social. Y eventualmente, si tenemos suerte e inteligencia, podría ayudarnos a encontrar el camino del crecimiento económico y la prosperidad, tan esquiva en las últimas décadas.
“La Molécula de la Felicidad” (fragmento)
Pero aquí está la merecida recompensa a las investigaciones que mi laboratorio ha llevado a cabo. Tras siglos de especulación acerca de la naturaleza humana, el comportamiento humano y el cómo decidimos lo que es adecuado, finalmente disponemos de algunos datos que podemos usar.
Se trata de sólida evidencia empírica que ilumina el mecanismo central del sistema de guía moral. Como diría cualquier ingeniero, entender el mecanismo básico es el primer paso hacia la mejora del rendimiento de un sistema. Lo cual, cuando el rendimiento es la conducta moral, no es un asunto nimio.
Sólo en los últimos años nuevas percepciones acerca de por qué la gente se comporta como lo hace han estado surgiendo de campos como la economía conductista, la neurociencia social, la neuroteología, los estudios evolutivos sobre altruismo y cooperación e incluso investigaciones sobre la felicidad. Toda esa información sugiere que, en tanto que especie somos mucho menos egoístas y en general, más amables y cooperativos de lo que el conocimiento imperante haya reconocido nunca.
Pero hasta ahora, esta percepción científicamente reforzada de la naturaleza humana -el bien y el mal- todavía planteaba otra cuestión. Dado que los humanos pueden ser racionales e irracionales, despiadadamente depravados e inmensamente amables, desvergonzadamente egoístas así como completamente desinteresados, ¿qué determina específicamente qué aspecto de nuestra naturaleza se expresará y cuando? ¿Cuándo confiamos y cuándo desconfiamos? ¿Cuándo nos entregamos y cuándo nos echamos atrás? La respuesta reside en la producción de oxitocina.
La oxitocina aumenta cuando a la gente se le da una muestra de confianza y/o algo pone en marcha lo que antaño se llamaba “nuestras simpatías” y que es lo que actualmente llamamos empatía. Cuando aumenta la oxitocina la gente se comporta de forma más amable, generosa, servicial y cariñosa. Pero cuando los científicos denominan esas conductas prosociales, es una forma de decir en su jerga que siguen la regla de oro: “Trata a tus congéneres igual que tú quisieras ser tratado”. Este libro demostrara por qué tiene lugar el efecto oxitocina, cuándo ocurre y cómo podemos hacer que ocurra más a menudo.
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