A los 11 su papá le dio a leer el Manifiesto Comunista. Su mamá, por rebeldía, se casó “con un judío del PC”, cuenta. Se fue a vivir a Francia en la dictadura, volvió, se fue otra vez y otra más. Vivió en París, en el campo, ahora en un edificio histórico levantado por el mismo Barón que salvó a sus abuelos en Ucrania y los ayudó a llegar a la Argentina. Después de migrar tres veces de Argentina a Francia y de múltiples mudanzas, viajes y traslados, Alicia Dujovne Ortiz siempre supo encontrar la calma para sentarse a escribir. “Tengo una escritura hedonista –dice-, me divierte empalmar las palabras, me divierte el lenguaje”.
De esta manera produjo numerosas crónicas periodísticas y su célebre biografía de Eva Perón, escrita en francés y convertida en best seller internacional. También escribió un libro sobre Diego Maradona (Maradona soy yo, 1993) y otro sobre su padre (El camarada Carlos, 2007), pero sobre todo ha abordado vidas y voces de mujeres que, “por un motivo u otro, me despertaban reminiscencias, yo sabía lo que habían vivido, lo podía entender desde adentro”.
En 2012 publicó una autobiografía ficticia de Teresa de Ávila (Un corazón tan recio); en 2014, un libro sobre la Primera Dama del Paraguay, La Madama Elisa Lynch, entre otros textos, novelas y biografías, que abarcan las vidas de María Elena Walsh, Dora Maar y muchas más.
En su juventud publicó tres libros de poemas que dan cuenta de su gran interés por la observación de la naturaleza. Por aquel tiempo se dedicó también a la pintura y ahora se propone retomarla, luego de finalizar Andanzas, su última obra, que considera a su vez la más relevante “aunque no significa que sea lo más importante objetivamente -aclara-, estoy hablando de mi sensación personal”. En ella reescribe dos de sus novelas anteriores, El árbol de la gitana (1985) y Las perlas rojas (2005), a las que agrega una tercera parte, Aguardiente. Todas juntas forman Andanzas, una trilogía de autoficciones.
Sus más de 600 páginas se explayan sobre sus experiencias de vida, sus amores y desencuentros, reflexiones, episodios de la historia familiar, tales como la llegada de sus antepasados desde Europa del Este de la mano del Barón de Hirsch o de la invitación del presidente Bernardino Rivadavia que trajo a la rama genovesa para remontar el Paraná hacia el Paraguay.
Cuenta también sobre el viaje de estudios de su padre, Carlos Dujovne, cuando siendo un joven afiliado al Partido Comunista Argentino desanduvo el camino hacia Europa, yéndose a Moscú, donde fue entrenado como agente secreto soviético. Su madre, profesora de castellano y también afiliada al PC, supo conjugar su militancia con profundas convicciones feministas y una prolífica obra sobre la historia de la literatura.
Pero Andanzas narra a su vez la desilusión de los padres frente a los crímenes del estalinismo, las dificultades e incertidumbres de la supervivencia en un país extranjero, los amores y desencantos, además de los amigos, colegas y la relación con el círculo de escritores latinoamericanos que en la década del ‘70 buscaban refugio en esa París que no se acababa nunca, -parafraseando el título de la novela de Enrique Vila-Matas-, como Héctor Bianciotti, Severo Sarduy y Manuel Scorza. Y la historia continúa con las siguientes generaciones: la hija, las nietas, los bisnietos y un sauce fulminado por un rayo que siempre volvió a brotar y a alargar sus ramas por encima de los demás habitantes del jardín.
Ahora por zoom, desde París, habla con Infobae.
-Creciste en una familia comunista y nunca militaste en el peronismo, ¿cómo fue lo de hacer la biografía de Eva Perón?
-Fue una propuesta. Bianciotti, gran escritor argentino, miembro de la Academia Francesa y mi hada madrina en París, fue de una extraordinaria generosidad conmigo. Llamaba una vez por semana para hablarme de Eva Perón y yo pensaba que se había vuelto loco. Yo soy un poco inclasificable políticamente: hija de comunistas que dejaron el partido en 1947, pioneros de la disidencia a causa del estalinismo, no soy peronista ni tampoco antiperonista. Entonces, ¿por qué Bianciotti me hablaba de Evita? Además, tampoco soy historiadora. Hasta que largó; me preguntó si quería escribir la biografía.
-¿Cómo tomaste la decisión?
-Yo tragué saliva durante una semana porque me di cuenta de que era un compromiso tremendo, una dificultad inmensa, pero que se me estaba haciendo el gran regalo que se le puede hacer a una escritora argentina, la historia de una mujer clave y fundamental. Entonces, después de una semana, temblando de terror, le contesté que sí y trabajé muchísimo. Estudié y tuve la suerte de encontrar vivas a las señoras del Partido Peronista Femenino [PPF, 1949-1955], que me dijeron cosas muy concretas -a diferencia de los discursos de los viejos ministros del peronismo que, como los de cualquier hombre, eran más bien abstractos y brumosos-. Eran mujeres realmente del pueblo, que Evita elegía, como la panadera del barrio o la enfermera, y sus discursos fueron extraordinariamente útiles para mi investigación.
-Generaste mucho material.
-Después de todo ese trabajo de verdadera historiadora que llevó años, me había quedado algo y así fue como, muy posteriormente, me senté y escribí una novela que se intitula La procesión va por dentro (2019), donde Evita en su lecho de muerte va contando su historia en su propia lengua. Cuando digo “su lengua” estoy segura de esto porque yo conocí ,en mi barrio de Flores, en mi infancia, la lengua popular femenina de los años ‘50, muy llena de imágenes y de mucha nobleza que la literatura no recogió -salvo Boquitas pintadas, de Manuel Puig-. A mí me había quedado todo lo que no pude incluir en la biografía de Eva Perón y eso tuvo que salir inevitablemente porque hay libros que uno tiene ganas de escribir y otros que, si uno no los escribe, se muere. Ese era uno de ellos. Miguel Rep, el dibujante, que es un gran poeta en su forma de hablar, me hizo una entrevista muy linda en que me decía que esa novela era el “mosto”, lo que había quedado del vino. Ahí ya me estaba metiendo en la piel del personaje, hablando con su voz, cosa que rara vez he hecho, solo con Teresa de Ávila y con Eva Perón.
-¿Lo hiciste porque estabas muy segura?
-Estaba segura de lo que ella había pasado como mujer, una chica violada a los quince años en el pueblito de Junín, una chica ignorada por su padre, al que vio casi por única vez en el velorio al que no la dejaron entrar, con lo que sabemos que fue el sufrimiento de su infancia, con una enorme ambición de ser actriz y ningún talento, pero que seguía adelante. Y su gran amor por Perón, que de alguna manera fue correspondido y de otra manera, no. Era una pareja política, pero Perón no correspondía a lo que en ella era mucho más pasional.
-¿Qué sentiría Eva Perón?
-Yo sé lo que sentía Evita. Y estoy también segura de cómo hablaba en la intimidad, idioma que no tenía nada que ver con el de su discurso público, la retórica del nacionalismo de los radioteatros de [Héctor Pérez] Blomberg, por un lado, y por el otro, del peronismo. Y lo volqué en ese libro, que me salió del alma o de las vísceras –como quieras– en un mes. Estoy muy contenta de haberlo hecho porque me había quedado esa lengua en el tintero, mi oreja recordaba ese acento, que reconocí cuando estas señoras me contaban las cosas que había dicho Evita, probablemente a causa los años de exilio. Yo estoy fuera del país –aunque volví y me volví a ir– hace 43 años.
-Además, la biografía la escribiste en francés
-Ah, esa es otra, sí. Yo había escrito ya un libro muy loco sobre Maradona, en francés, y Bianciotti pensó que me había pasado de idioma, lo cual es absurdo. Puedo escribir en francés una biografía, un ensayo, jamás una novela. En francés soy mucho más seria, racional, el idioma te obliga a serlo, no soy la misma. Pero además porque me considero la heredera de un viejo idioma español que era el que hablaba la familia de mi madre, una vieja familia entrerriana de Paraná, descendiente de una muy antigua familia de Cantabria. Es decir, que es un idioma que se fue “cocinando” a lo largo de los años. Mis tías hablaban con mucha gracia, con expresiones que no se usaban más y yo rescaté también eso -así como rescaté de otro modo el lenguaje del barrio de Flores-.
-¿Entonces adoptaste ese idioma como propio?
-Y a esta altura te puedo decir que esa lengua española familiar es mi único país. Uno no sabe de dónde es cuando ha estado fuera de su tierra durante tanto tiempo. Bueno, pero en ese idioma yo quiero vivir. Como decía Maria Elena Walsh, “Yo quiero vivir en vos”. Ella se refería a la Argentina. Me emociona mucho hablar de María Elena porque escribí también una biografía de ella, un diálogo, pero yo quiero vivir en el idioma español que es el mío.
No sé si el “íbuc” es la edición del futuro, pero es la edición del presente en un momento en el que, sencillamente, no hay papel
-Un idioma que remite a la vez a la historia y a tu familia
-Eso es algo que se me despertó con el tiempo. Con El árbol de la gitana tuve que empezar necesariamente a estudiar historia porque hablo de las historias de mis antepasados. Tenía que saber que un marino genovés, tatarabuelo de mi mamá, invitado por el presidente Rivadavia, llegó a la Argentina en 1826, qué había pasado, qué pasó con la “Guerra de la Triple Infamia” –así llamaban a la Guerra de la Triple Alianza-. Este tatarabuelo o chozno perdió su barco en la guerra contra Paraguay, yo no sabía nada, pero me puse a estudiar historia y me di cuenta de que ahí había otro placer. Digo un “placer otro” porque tengo una escritura hedonista, gozo mucho escribiendo, me divierte empalmar las palabras, me divierte el lenguaje, pero descubrí el placer que es de hurgar por detrás de la realidad, detrás del relato oficial, de modo que descubrí en los temas históricos otra fuente de placer.
-Tu papá te dio a leer el Manifiesto Comunista a los once años. El marxismo plantea también una teoría sobre el desarrollo de la Historia
-Yo viví el drama de mis padres por haberse dado cuenta de lo que era el estalinismo. Era una pareja militante, mi madre, Alicia Ortiz, era una escritora comunista feminista y mi padre, además de ser un editor comunista, se fue con 18 años a la Unión Soviética porque quería compartir la gran aventura, la gran ilusión de la Revolución Rusa. Allí lo formaron como agente secreto de la Internacional Sindical Roja y lo mandaron a América Latina a organizar algunas revoluciones. Mis padres se retiraron del partido en un momento en el que todavía los disidentes no se iban, incluso después de que [Nikita] Jrushchov en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) dijo lo que dijo sobre los crímenes de Stalin [su famoso “Discurso Secreto” del 25 de febrero de 1956].
-¿Y cómo fue?
-Fue determinante. Viví de chica la tremenda decepción, a partir de la cual no me pude entusiasmar del todo con ningún discurso político, nací vacunada. Lo que yo viví fue la soledad absoluta porque un excomunista es un apestado para sus viejos camaradas y mis padres sabían muy bien que se quedaban solos: “entregar el carnet” era como entregar el pasaporte, quedarse sin país. Y a partir de ese momento nunca nadie más volvió a tocar el timbre de mi casa. Todo eso va marcando naturalmente. Es decir que el trasfondo político en toda esta historia es evidente y te estoy hablando de que de pronto me entusiasmó la historia.
-Tu mamá era afiliada al PC y también feminista. ¿Tuvo una actitud de libertad que quizá no era lo que se esperaba de las chicas de su época?
-El padre había muerto cuando ella era chica, pero la madre provenía de una familia tradicional y en su momento le decía “vos tenés que encontrar un hombre que te ampare bajo su ala”. Ella vivió muerta de rabia con esa expresión: se hizo feminista y se metió al Partido Comunista, se casó con un judío del PC. De manera que, sí, claro que fue muy libre. Ella y mi padre me dieron la libertad absoluta que todavía no era nada corriente en mi generación. Yo tenía la sensación de estar de estar una generación más adelante, cuando las chicas todavía luchaban para que les dieran la llave de la casa. Yo la llave de la casa la tuve siempre.
-¿Cuántas veces te mudaste?
-De la Argentina me fui tres veces. En el ‘78 por la dictadura, con mi hija de trece años. Apenas llegada a París fue muy dura la experiencia del exilio, una montaña rusa. A los seis meses firmé contrato con una gran editorial francesa para mi primera novela, pero después, sobrevivir económicamente fue una aventura permanente. En los ‘90, mi hija y mis dos nietas nacidas en Francia tenían ganas de ver la Argentina. Yo me había ganado unos cuantos francos gracias a Eva Perón –gracias Evita–. Entonces las invité y les encantó. Y como ellas habían estado viviendo en un lugar de Francia muy perdido, en el Ariège, en la montaña, se quedaron fascinadas con esta gran ciudad que era Buenos Aires. Y decían “es nuestra”. ¡Y claro que es de ustedes! Y a mí me pareció maravilloso y se quedaron. Lo que pasa es que, con una extraordinaria falta de olfato, no me di cuenta de la que se venía. Bueno, ¿alguien se vio venir el corralito? En todo caso, yo no. Sucedió al cabo de cuatro años y lo mío estaba agarrado con alfileres, después de haber estado ausente tanto tiempo.
-¿Y cómo te las arreglaste?
-Hacía talleres literarios, pero no tenía mucha salida. O sea que me volví a venir a Francia y empezamos todo de nuevo. Años después heredé un departamento en Palermo de un tío mío, Néstor Ortiz Oderigo, etnomusicólogo, africanista, que no tenía hijos y me dejó esa herencia, cosa que yo no sabía, y me fui a vivir ahí un tiempo. Pero luego me pasó algo todavía “más catastrófico” (sonríe): me nació un bisnieto en Francia, Esteban. Y entonces yo me pregunté qué estoy haciendo en Buenos Aires -donde tengo tantos amigos y tantos recuerdos- cuando mi familia actual y mi futuro están en Francia. Entonces decidí mi tercera migración.
-¿Te fuiste con los libros otra vez?
-Todas estas idas y venidas, cargando con toda la obra editada e inédita de mi mamá, con mis propios papeleos, soy de una familia de escritores, todos prolíficos, tengo una vértebra rota gracias a la literatura propia y familiar. Es un poco por eso que ahora elegí una editorial como Equidistancias que es una aventura juvenil para mí porque publica libros en papel si uno lo quiere, pero también en formato ebook. Porque son 600 páginas, la historia de mi vida; ¡a los 84 años todavía es poco! Tengo una biblioteca antiquísima acá en mi casa, que además me ha provocado asma. Amo el libro en papel, pero no sé si el ebook –a mí me da tanta bronca la palabra gringa que lo escribo “íbuc”, hago eso con muchas palabras en inglés-. No sé si el “íbuc” es la edición del futuro, pero es la edición del presente en un momento en el que, sencillamente, no hay papel.
-Supongo que el mudarte y viajar tanto creó una sumatoria de experiencias que te definen
-Sí, yo empecé a llamarme a mí misma “gitana” porque entendí lo que era vivir al día, entendí lo que era el mundo de la marginalidad. Por eso pude escribir un libro sobre Diego Duarte, un chico que era cartonero, asesinado por orden de la policía bajo una tonelada de basura [¿Quién mató a Diego Duarte?, 2011]. Conozco ese mundo y, al mismo tiempo, la posibilidad de inventarse la vida. He vivido como una gitana.
-Pero también tuviste tu hogar en el campo y ahí te quedaste más tiempo
-En los últimos años quise darme a mí misma algo que fuera como un postre, un premio –premio a qué, no sé, pero bueno-. Hay historias que se van escribiendo solas. Uno, a veces, tiene la sensación de que va poniendo los piecitos en una senda que ya estaba marcada y, a entonces, cuando la frase sale bien, da la sensación de que ya estaba escrita. El árbol de la gitana comienza con las palabras “Fata Morgana era el nombre de la casa que mi padre siempre quiso tener” porque no la tuvo. Porque, como decía mi madre, cómo querías que tu padre tuviera una casa si él era un revolucionario que siempre vivió a salto de mata. Yo de chica me preguntaba qué relación había entre saltar matas y la revolución. En todo caso, siendo mucho menos revolucionaria que mi padre, salté muchas matas, sí. Efectivamente, mi padre nunca tuvo esa casa.
-¿Y qué era para tu padre Fata Morgana?
-Él me explicaba que Fata Morgana es un espejismo que sucede en una ciudad de Sicilia al lado del mar, donde se puede ver la ciudad al revés, reflejada en el cielo. Pasaron años -yo tenía nada más que 72 cuando nació mi bisnieto- y decidí vender ese departamentito de Palermo. Y me compré una casita de campo que era la Fata Morgana de mi papá, como de Hansel y Gretel, una casita al lado de un bosque, con una gran chimenea y vigas enormes. Ahí pasé once años deliciosos, de éxtasis -para volver a la palabra que empleé ya varias veces-.
-¿A qué te dedicabas allá?
-Observaba el movimiento de un sauce al que hice vivir después de que lo fulminó un rayo. Lo regué y se convirtió en un hogar de hojas. Y pude ver cómo se movía, lo que estaba haciendo. Había otros árboles plantados alrededor y, en vez de pelear, les pasó por encima. Hay un camino vegetal y animal que para mí es fascinante. En aquel momento todavía había mucha bulla de pajarerío y yo contaba los compases hasta el momento en que se callaban todos juntos: eran cinco.
“Donde vivo, cada departamento dispone de un sótano pero jamás bajé ahí porque los nazis los usaron para torturar”.
-Otro mundo.
-Son los pequeños misterios que conoce la gente que ha vivido de verdad en el campo, pero que yo ignoraba; tenía un amor idealizado por la naturaleza, un amor abstracto. Y ahí me permití a mí misma mirarla de cerca. Pero en un momento mi hija me propuso venir París. Entonces ahora estoy acá. Muy feliz de estar con ella y con otras personas. Hicimos una presentación de Andanzas el otro día en [Cien Fuegos] la librería argentina donde estaban todos mis viejos amigos de la ciudad y otra gente a la que nunca había visto, pero que eran también amigos. Ahora estoy en la celebración de la vida, pero con gente humana.
-¿Es cierto que de Fata Morgana te mudaste a un departamento en un edificio construido por el Barón de Hirsch y el Barón de Rothschild en París?
-Así es. Son edificios de los años ‘20, ‘30, que pertenecen mayoritariamente a la comunidad judía de París. Y que fueron construidos en su momento con fondos comunes de los Barones de Hirsch y de Rotschild para los judíos que huían de los pogroms –todavía no había nazismo–, que venían de Europa del Este y que no habían llegado a tiempo a tomar un barco a la Argentina, Estados Unidos o Brasil. ¡A mí me pareció soñar y a mi hija también! Ella sabía que el Barón de Hirsch había salvado a mis abuelos de los pogroms de Ucrania -yo hice el viaje al pueblito de Kurílovich, eso está contado en Aguardiente–. El hecho de estar viviendo ahora en este lugar es como vivir en círculos y que, al final, todo cierre; porque vengo a vivir en un edificio construido por el mismo Barón que llevó a mis antepasados a las colonias judías de Argentina, me parece increíble. Y el resto de la historia también, con narraciones entre exaltantes y terribles –vivimos en un mundo terrible–. El penúltimo capítulo se titula Ukraína porque todo esto empieza por el lado de mi padre en Ucrania y mirá lo que está pasando ahí.
-¿Cómo son esos edificios de la comunidad judía?
-Son muy lindos, son de ladrillos, muy humanos, rosados, con un patio en el medio. Hay una placa, en el portón, afuera, con una bandera francesa y un ramo de flores donde están los nombres de los chicos que vivieron acá y no llegaron a embarcarse a la Argentina y fueron llevados por los nazis a Auschwitz. Cada departamento dispone de un sótano para guardar cosas, pero jamás bajé ahí porque los nazis los usaron para torturar. Son estos círculos entre fascinantes, estimulantes, vitales y llenos de dolor y de muerte, claro. Y no lo digo mal. Y a mi hija le pasa lo mismo, es como si esto tuviera tanto que ver con nosotras, con nuestra familia, que uno no lo puede vivir mal, está como en un lugar que, de alguna manera le corresponde.
-¿Verlo de esta manera te ayuda a encontrarle una forma literaria o geométrica a hechos que no se pueden explicar desde lo racional?
-Es un círculo que se cierra y tiene que ver con la geometría, es una forma que se va desplegando a lo largo de los años y se cierra. Pero el círculo continúa por supuesto, es una espiral, como lo que hay en el corazón del girasol. Lo estudió un matemático llamado Jacobacci y es lo que pasa con nuestras vidas, seguro.
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