Agustín Cuzzani (1924-1987) fue un dramaturgo argentino que cultivó con gran éxito la sátira política para criticar el capitalismo en todas sus formas. Sus piezas teatrales más difundidas fueron El centroforward murió al amanecer, en la que un supermillonario, Lupus, compraba para su colección personal a un futbolista destacado (que interpretó Sergio Renán en sus comienzos teatrales), y Los indios estaban cabreros, en la que ironizaba a propósito de la Conquista de América.
Fuimos amigos y siempre me llamó la atención que su agenda telefónica no tuviera orden alguno: anotaba los nombres y teléfonos a medida que los iba registrando. Según él, eso tenía la ventaja de que, al repasar la caótica lista en busca de algún número, hallaba inesperadamente el de algún amigo olvidado, a quien llamaba de inmediato.
Esto viene a cuento del azar que guía mi elección de títulos para comentar en esta columna. Preparando mi programa de Radio UBA para hablar del último de Pedro Mairal (su excelente Esta historia ya no está disponible), encontré en mi desordenada biblioteca otro libro de su autoría, que me habían enviado en su momento para reseñar y no había leído.
Mi patológica curiosidad me llevó a abrirlo y ya no lo pude dejar: como fue publicado en 2019, califica ya como No-Novedad. Se trata de Breves amores eternos, una recopilación de cuentos cuya primera parte, una imaginación mojigata anticuada calificaría de “cochinos” (o de cuentos “verdes” como se decía en la remota Antigüedad).
El concepto de “publicaciones obscenas”, castigadas por el artículo 128 del Código Penal, es plástico y se modifica con el paso del tiempo y los cambios de costumbres. Un caso líder fue el de la novela La garçonne (La machona), del escritor realista francés Victor Margueritte, publicada originalmente en Francia en 1918 y en la Argentina en 1923, nada menos que por la Biblioteca de La Nación, (SÍ, la tribuna de doctrina fundada por Bartolomé Mitre).
Ante la acusación de un fiscal, un juez dictaminó que solo podían considerarse “obscenas” las publicaciones destinadas a “excitar los bajos instintos” (¿cuáles serían los altos?) y absolvió al matutino del delito que se le imputaba. Sentó jurisprudencia, como dicen los leguleyos, y esa doctrina fue aplicada en fallos posteriores.
Viene a cuento un caso que me concierne personalmente y que ilustra cómo el tiempo modifica los límites en temática y lenguaje. Decidí publicar en los años 60 del siglo pasado la segunda novela de David Viñas, Los años despiadados, aparecida originalmente en 1956. Por inexperiencia de joven editor, cometí la imprudencia de confiar al autor las entonces llamadas “pruebas de galera” para que corrigiera eventuales errores.
Cuando las devolvió, plagadas de modificaciones, hubo que tipear el texto nuevamente: Viñas había introducido a cada paso las “malas palabras” que en la época de la primera edición no era usual poner por escrito. Es oportuno recordar la reivindicación de las llamadas “malas palabras” que hizo Fontanarrosa en su magistral discurso de cierre del Congreso de la Lengua que la Real Academia Española realizó en Rosario en 2011, cuya escucha completa sugiero. Allí pidió “una amnistía para las malas palabras” y se preguntó si eran malas porque les pegaban a las otras, en una intervención desopilante.
El libro de Mairal al que me refiero se divide en dos partes. En la primera, que lleva el título del conjunto, en cada uno de los breves cuentos hay sexo, con todas las variantes posibles, sin ahorro de detalles escatológicos, pero eso no les quita valor literario ni mucho menos: son textos cortos, muchos de ellos de desbordante humor y con los finales sorpresivos que las reglas del oficio imponen a ese género.
En la segunda parte, “Hoy temprano”, el autor, sin alejarse mucho de la temática, abandona un poco la ligereza divertida de los cuentos de la primera y alcanza la belleza con su estilo de frases cortas y contundentes, sin perderse en adjetivaciones innecesarias.
Mairal emergió en la literatura argentina por la puerta grande. Con solo veintiocho años obtuvo el Premio Clarín de Novela en su primera edición en 1998, con su novela Una noche con Sabrina Love. El jurado de premiación estaba conformado nada menos que por Augusto Roa Bastos, Adolfo Bioy Casares y Guillermo Cabrera Infante. Con ese endoso, tuvo una repercusión, a mi juicio, superior a los méritos del libro. El director Alejandro Agresti filmó la película homónima, protagonizada por Cecilia Roth.
Más adelante, Mairal ocultó su firma con el seudónimo de Ramón Paz, en los tres volúmenes de Pornosonetos, más desafiantes que poéticos; finalmente sinceró su autoría en la edición en un solo volumen en 2018. Puso en evidencia allí su vocación por cierto lenguaje osado, que aparece también en Breves amores eternos.
Su excelente novela La uruguaya acaba de ser filmada con un financiamiento colectivo impulsado por el incandescente Hernán Casciari y la película obtuvo el premio a la mejor dirección para Ana García Blaya en el reciente Festival Cinematográfico de Mar del Plata.
Si vuestro pudor como lectores no se encuentra desbocado, Breves… les resultará un libro refrescante (muy apto para la desmesurada canícula argentina), divertido y muy disfrutable también como literatura.
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