“La poesía es música pero con la boca cerrada”: claves para leer a Irene Gruss y cinco poemas

Irónica y de humor ácido, la poeta se apegó a la vida sin falsedades y tuvo pasión por el lenguaje. Es una voz que se seguirá escuchando.

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Irene Gruss, pasión y la
Irene Gruss, pasión y la ironía.

La poesía de Irene Gruss expresa un cuidado especial por la forma considerado por algunos como una reacción frente a la poesía de la Generación del 60, cuyo foco estaba puesto más en lo contestatario que en lo estético. La mirada de Irene es siempre intimista, ilumina zonas de la existencia con una belleza a veces trágica pero nunca exenta de ironía. Su poesía expresa un amor profundo, el apego a la vida sin falsedades, los pies sobre la tierra cotidiana. Una poética, también, sobre el acto de escribir, que, para una mujer, sugiere un triple trabajo: el de sobrevivir, el de cuidado de los hijos y el creativo, sin duda, para ella, dichoso.

Irene tiene una voz singular: “La poesía es música pero con la boca cerrada”. Lo inclasificable de su poesía quizá radique en que no es la poesía de una escuela o una estética determinada, sino de una persona que vivió su época con la pasión puesta en el lenguaje. Un ácido humor la acompañó en el arte y en la vida: “No escribo con el cuerpo, sino con la mano y un lápiz. Tampoco es un parto sacar un libro, a lo sumo lo es porque te sale un huevo y después no lo distribuyen”.

Es una de las voces que, sin duda, perdurarán, la voz de una vida puesta al servicio de esa pasión. Hay una cita del escritor estadounidense William Faulkner que retrata de cuerpo entero a Irene, y que ella utilizó como epígrafe en su último libro de poemas: “No es que pueda vivir, es que quiero. Es que yo quiero. La vieja carne al fin, por vieja que sea. Porque si la memoria existiera fuera de la carne no sería memoria porque no sabría de qué se acuerda, y así cuando ella dejó de ser, la mitad de la memoria dejó de ser, y si yo dejara de ser, todo el recuerdo dejaría de ser. Sí, pensó. Entre la pena y la nada elijo la pena”.

Irene Gruss nació en Buenos Aires en 1950. Publicó los libros de poesía La luz en la ventana (El Escarabajo de Oro, 1982, Premio Municipal de Poesía a la Obra Inédita), El mundo incompleto (Libros de Tierra Firme, 1987), La calma (Libros de Tierra Firme, 1991), Sobre el asma (edición de la autora, 1995), Solo de contralto (Galerna, 1997), En el brillo de uno en el vidrio de uno (La Bohemia, 2000), La dicha (Bajo la Luna, 2004), La mitad de la verdad (obra poética reunida, Bajo la Luna, 2008), Entre la pena y la nada (Ediciones del Dock, 2015), la nouvelle Una letra familiar (Bajo la Luna, 2007) y el libro de relatos Piezas mínimas (Buena Vista, 2017). Seleccionó y prologó las antologías Poetas argentinas (1940-1960) (Ediciones del Dock, 2006) y Pasajeras del viento (poemas de Irma Cuña, Fondo de Cultura Económica, 2013). Fue colaboradora de las míticas revistas El Escarabajo de Oro y El Ornitorrinco. Formó parte del taller de poesía Mario Jorge De Lellis, junto a Jorge Aulicino, Marcelo Cohen, Daniel Freidemberg y Tamara Kamenszain, entre otros poetas. Murió en 2018.

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Algunos poemas de Irene Gruss

Movimiento

Una mujer sola frente al mar

es más majestuosa que él.

Puede pasar una gaviota

augurando la muerte

o puede caer el sol humedeciendo

las lonas de las carpas

hasta apagarlas,

pero una mujer

frente al mar

mece su soledad como una dueña

y no se estremece.

La luz

del mar tiene la importancia

y el movimiento de su ánimo, de su alma.

El viento suena alrededor

de la mujer

y la despierta:

ahora se trata de la playa sin luz, una mujer,

el sol caído, el sonido del mar,

carpas levantadas,

el viento que lo da vuelta

todo.

Irene Gruss. Una poeta en
Irene Gruss. Una poeta en su tiempo

“Era lo que Diana más temía: que la realidad irrumpiera”

Liliana Heker

Consecuente, ella empezó a lavar su ropa.

Puso agua en un balde

y agitó el jabón con un sentimiento ambiguo:

era un olor nuevo y una nueva certeza

para contar al mundo.

“Mirar cómo se rompen las burbujas, dijo,

no es más extraño que mirarse a un espejo.”

Creía que hablaba para sus papeles

y se rió, mientras tocaba el agua.

La ropa se sumergía despacio, y

la frotaba despacio, a medida que

iba conociendo el juego.

Decidida,

tomó cada burbuja de jabón

y le puso un nombre; era

lo mejor que sabía hacer hasta ahora,

nombrar, y que las cosas

le estallaran en la mano.

De “La luz en la ventana” (Ediciones El Escarabajo de Oro, 1982)

Viajo

“Esto no es natural”, dicen;

floto y avanzo por encima de nubes,

allá abajo veo mapas, franjas

o líneas, marea el escuchar conversaciones

por encima de las nubes, el cielo disminuido a una

ventanita, no a Dios,

es otro mundo, voy adonde no sé,

como el misterio viajo

y pendo del aire.

La poeta Irene Gruss.
La poeta Irene Gruss.

Torcés la anécdota

Se trata de aliviar el lado sufriente de las cosas,

mirar hacia otro lado. Él llama a esa insulsa y a vos te dice

cortala, vos intentás disipar la niebla escuchando a los pájaros.

Ese árbol, allá, un lado de tu cabeza te pide

hacé un objeto estético,

decís después, más tarde, cuando la bruma pase

como la de la mañana temprano;

O cuando te vas y tus hijos preguntan, preocupados, ¿hablaste con alguien?; les mentís amablemente,

torcés la anécdota.

Leés a una chica moderna, escribe con violencia, como si la molieran

a palos o tuviera un dolor de encías insoportable. ¿Para qué esto?,

¿lo ves? Descifrás, abrís esa caja donde el aire cabe

y exhalás, tranquila.

El mar no ruge, no brama ni aúlla, no tiene furia ni

es sereno o plateado o verde o azul;

es más pequeño que Dios.

Lo que importa ahora es disipar la niebla.

De “Entre la pena y la nada” (Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2015)

Bitácora

Los pajaritos cantan también en New York, las ardillas

corren sobre cables de acero

así como bajan de los árboles del parque,

hay algo que no cuaja en el paisaje,

la ardilla cruza la Quinta Avenida,

gira su cabeza, mira con asombro lo que pasa,

esa aparente salpicadura de tonos,

ketchup más grasa más altura

inconcebible lo que ve si cruza

la anciana sobriedad de Brooklyn

la inconcebible ardilla

en hora pico, esa aparente salpicadura Pollock,

sobre Manhattan la ardilla se yergue,

pequeña como es, y huele la fritanga;

no es cosmopolita el olor a quemado

¿se huele el hidrógeno el napalm los inconcebibles

golpes de estado, la lluvia, los cerezos en flor?

Llueve en New York, los pajaritos

cantan después de la lluvia, y la ardilla va y viene,

trepa hasta la inconcebible terraza

y baja, no sé cómo, hasta un hueco

salpicado

de sangre, azules y cristal, no para hasta morder

la nuez o la avellana.

De “De piedad vine a sentir” (Buenos Aires, Ediciones en Danza, 2019)

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