Marissa Meyer es una de las jóvenes escritoras estadounidenses que está ampliando los horizontes de la literatura juvenil. Conocida por sus exitosas incursiones en el retelling -género que consiste en volver a contar una historia conocida por todos, en particular cuentos de hadas y clásicos de la literatura, pero de una manera diferente-, su incomparable imaginación la ha llevado a encabezar las listas de ventas en todo el mundo y a transformarse en best seller n°1 de The New York Times.
Una de sus historias más exitosas es la saga de las Crónicas lunares, cuyo primer libro acaba de ser reeditado por el sello V&R. Cinder, el primero de los siete tomos que componen la saga, invita a lectores y lectoras a adentrarse en un futuro (¿cercano?, ¿lejano?) en el que el mundo como lo conocemos ha sido reconfigurado tras las atrocidades de la Cuarta Guerra Mundial.
En una Nueva Beijin devastada por la peste, humanos y androides conviven sin saber que, en la Luna, la reina Levana espera paciente junto a su ejército el momento justo para concretar su malévolo plan: dominar la Tierra. Así, el destino de la humanidad dependerá de Cinder, la protagonista, una prodigiosa mecánica cuyo “pasado es un misterio, su presente un martirio, y su existencia... un secreto”.
Aunque Cinder no es del todo humana y “las chicas como ella no deberían existir”, su vida dará un giro abrupto cuando un príncipe se presente en su taller con un pedido desesperado, que llevará a la protagonista a involucrarse en un conflicto intergaláctico repleto de secretos, amores imposibles y traiciones. Aunque ella no lo haya buscado, el futuro dependerá de la capacidad de Cinder de abrazar su propio pasado.
“Cinder” (fragmento)
El tornillo en el tobillo de Cinder estaba oxidado; las muescas en forma de cruz se habían gastado hasta formar un círculo hundido e irregular. Le dolían los dedos de tanto hacer fuerza en la articulación mientras trataba de quitar el tornillo, una chirriante vuelta tras otra. Para cuando lo aflojó lo suficiente como para terminar de desenroscarlo con su mano de acero, las muescas, finas como cabellos, habían desaparecido.
Arrojando el destornillador sobre la mesa, Cinder se sujetó el talón y sacó el pie del alveolo. Una chispa de electricidad saltó a sus dedos y respingó, dejando el pie colgado de un manojo de cables rojos y amarillos.
Se recargó en el respaldo con un gruñido de alivio. Una sensación de libertad recorrió el extremo de esos cables: libertad. Había soportado aquel pie demasiado pequeño durante cuatro años, y se juró nunca volver a ponerse ese pedazo de basura. Solo esperaba que Iko regresara pronto con el reemplazo.
Cinder era la única mecánica a tiempo completo en el mercado semanal de Nueva Beijing. Sin un letrero, el negocio evidenciaba su oficio solo por los anaqueles llenos de partes de androides, repuestos que abarrotaban las paredes. La caseta estaba apretujada en un hueco sombrío entre un comerciante de pantallas usadas y un mercader de seda; los dos se quejaban frecuentemente del desagradable olor a metal y grasa proveniente de la caseta de Cinder, aunque por lo general esto se disfrazaba con el aroma de los panecillos de miel provenientes de la panadería, al otro lado de la plaza. La chica sabía que, en verdad, a ningún comerciante le gustaba estar cerca de ella.
Un mantel muy manchado la separaba de los curiosos que pasaban por ahí. La plaza estaba llena de compradores y vendedores ambulantes, niños y ruido. Los argumentos de los hombres que regateaban con dependientes robóticos en las tiendas, tratando de convencer a las computadoras de que redujeran el margen de utilidad que deseaban. El murmullo de los escáneres de identidad y la monótona voz de los receptores mientras el dinero cambiaba de cuenta. Las pantallas que cubrían todos los edificios y llenaban el aire con un barullo de anuncios, reportes informativos y chismes.
La interfaz auditiva de Cinder reducía el ruido a un tamborileo vibrante. Pero hoy una melodía sobresalía del resto y ella no lograba ahogarla. Una ronda de niños se hallaba justo ante su caseta gritando: “cenizas, cenizas, todos caeremos”. Luego comenzaron a reír a carcajadas mientras se dejaban caer sobre el pavimento.
Una sonrisa asomó a los labios de Cinder, no tanto por la canción infantil, cuya letra fantasmal hablaba de la peste y la muerte, y que había recobrado popularidad en la década pasada. La canción en sí misma la disgustaba. Pero le encantaban las miradas de los transeúntes cuando los niños risueños entorpecían sus pasos. El inconveniente de tener que rodear los cuerpos que se retorcían arrancaba gruñidos a los compradores, y ella adoraba a los pequeños por eso.
–¡Sunto! ¡Sunto!
Su diversión se acabó. Divisó a Chang Sacha, la panadera, que venía abriéndose paso entre la multitud con su delantal cubierto de harina.
–Sunto, ¡ven acá! Te dije que no juegues tan cerca de...
La mirada de Sacha se topó con la de Cinder; apretó los labios y luego sujetó a su hijo por el brazo y se alejó. El chico chillaba, arrastrando los pies, mientras Sacha le ordenaba que permaneciera cerca de su tienda. Cinder arrugó la nariz mientras la panadera regresaba a su puesto. Los niños que quedaban se dispersaron entre la multitud, llevándose sus risas cristalinas con ellos.
–No es que los cables sean contagiosos –murmuró Cinder en su caseta vacía.
Con un estiramiento que hizo que su espalda crujiera, se pasó los dedos sucios por el cabello, peinándolo en una coleta desaliñada; luego tomó sus renegridos guantes de trabajo. Se cubrió primero la mano de acero y, aunque su palma derecha comenzó a sudar de inmediato dentro del grueso material, se sintió más cómoda con los guantes, que ocultaban el cromado de su mano izquierda.
Estiró los dedos en el interior, masajeando el calambre que empezaba a surgir en la base carnosa de su pulgar por haber sujetado con tanta fuerza el destornillador, y dirigió de nuevo una mueca hacia la plaza de la ciudad. Divisó bastantes androides blancuzcos y fornidos en el barullo, pero ninguno de ellos era Iko.
Con un suspiro, se inclinó sobre la caja de herramientas, debajo de la mesa. Luego de escarbar entre el desorden de desarmadores y pinzas, se incorporó con la llave de fusibles que había permanecido largo tiempo enterrada en el fondo. Uno por uno, desconectó los cables que todavía unían el pie con su tobillo, y cada uno arrojó una pequeña chispa. No podía sentirlas a través de los guantes, pero su retina le informó solícita de lo que estaba ocurriendo con un texto rojo que parpadeaba, mientras le advertía que se estaba interrumpiendo la conexión con la extremidad. Al dar un tirón al último cable, su pie cayó con estrépito sobre el concreto. La diferencia fue instantánea. Por una vez en su vida se sintió... ligera.
Hizo espacio para el pie en la mesa, acomodándolo como una reliquia entre pinzas y tuercas, antes de inclinarse de nuevo sobre su tobillo y limpiar la suciedad del alveolo con un trapo viejo.
TUC.
Cinder se sobresaltó y se golpeó la cabeza con la parte inferior de la mesada. Se asomó por detrás del escritorio y su mirada cayó primero en el androide sin vida que permanecía sentado en su mesa de trabajo, y luego en el hombre que estaba detrás de él. Se topó con unos ojos perplejos, cafés y cobrizos, un cabello negro que descendía más abajo de sus orejas y unos labios que cualquier chica de la nación habría admirado mil veces.
Su mueca desapareció. También el gesto de sorpresa de él se transformó en una disculpa.
–Lo siento –dijo–. No me di cuenta de que había alguien allá atrás.
Cinder apenas alcanzó a escucharlo por encima del vacío de su mente. Con su ritmo cardíaco ganando velocidad, el despliegue de su retina escaneó sus rasgos, tan familiares luego de años de observarlo en las pantallas en red. Se veía más alto en la vida real, y el abrigo gris con capucha no se parecía a las finas ropas con las que por lo general se presentaba. El escáner de Cinder tardó solo 2,6 segundos en tomar las medidas del rostro y vincular su imagen con la base de datos de la red. Un segundo después, el despliegue le informó lo que ella ya sabía: detalles desplegados debajo de su campo visual en un torrente de texto verde.
KAITO, PRÍNCIPE REINANTE DE LA COMUNIDAD ORIENTAL
ID #0082719057
NACIDO EL 7 DE ABRIL DE 108 T.E.
FF 88.987 HITS EN LOS MEDIOS, CRONOL. INVERTIDA.
POSTEADO EL 14 DE AGOSTO DE 126 T.E.:
EL PRÍNCIPE CORONADO KAI OFRECERÁ UNA CONFERENCIA DE PRENSA EL 15 DE AGO. PARA DISCUTIR LA INVESTIGACIÓN EN MARCHA SOBRE LA LETUMOSIS Y LAS POSIBILIDADES DE UN ANTÍDOTO.
Cinder saltó de su asiento y casi cae, al olvidarse de su extremidad faltante. Equilibrándose con ambas manos sobre la mesa, se las arregló para hacer una reverencia extraña. El desplegado de la retina quedó oculto a su vista.
–S-Su Alteza –tartamudeó con la cabeza baja, contenta de que no pudiera ver su tobillo vacío debajo del mantel.
El príncipe se sobresaltó y echó una mirada por encima de su hombro antes de inclinarse hacia ella.
–Quizás, hummm... –colocó su índice sobre sus labios– ¿tal vez podrías, ese asunto de la Alteza?
Con los ojos muy abiertos, Cinder intentó asentir nerviosamente.
–Correcto. Por supuesto. ¿Cómo... Puedo... Está usted...?
Tragó saliva; las palabras se le pegaban a la lengua como si estuvieran pastosas.
–Estoy buscando a Linh Cinder –dijo el príncipe–. ¿Está por aquí?
Se atrevió a despegar una mano estabilizadora de la mesa, utilizándola para llevar el puño de su guante más arriba, sobre su muñeca. Clavando los ojos en el pecho del príncipe, balbuceó:
–Y-yo soy Linh Cinder.
Quién es Marissa Meyer
♦ Nació en Washington, Estados Unidos en 1984.
♦ Es escritora, conocida principalmente por sus novelas de retelling, en las que reescribe cuentos de hadas tradicionales.
♦ Es autora de libros como Cinder, Scarlett, Heartless, Supernova, Archienemigos y Karma al instante.
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