Kenzaburo Oe murió este lunes a los 88 años. Es una edad significativa en Japón, y que los japoneses celebran de manera especial, por el parecido de esos números japoneses con el ideograma que quiere decir “arroz”, símbolo tanto de riqueza como pureza. Acá, en Argentina, ese número me sugiere la redondez del infinito.
Se podría decir que esa inmortalidad ya la había ganado desde que obtuvo el Premio Nobel de Literatura, en 1994. Muchas veces denigrado, casi siempre ansiado, ese logro da inicio al segundo período de internacionalización literaria de la literatura japonesa, luego del que ocurrió en 1968 con el mismo premio a Yasunari Kawabata, que engloba también a su discípulo Yukio Mishima. Ese lugar en el panteón literario lo ubicaba en un rol intermedio: un contemporáneo de esos titanes, pero también un contemporáneo nuestro.
Pero no hay nada infinito en los libros de Oe. Su obra está ligada al límite, a la carencia, a todo lo que (no) puede un cuerpo. Su literatura se bate siempre entre la esperanza y la desesperanza, en una lucha agónica. Esto ya está presente desde sus primeros libros, de un acabado tan perfecto que solo se puede explicar por el aprendizaje temprano de la pérdida y las privaciones (Oe, como tantos niños japoneses, perdió en la guerra a su padre devenido soldado). Uno a estos dos porque transcurren durante la guerra en un lugar similar al que nació Oe: en aldeas y pueblos remotos, lejos de la ciudad, islas dentro de islas. La presa, de 1957, y Arrancad las semillas, fusilad a los niños, de 1958.
La primera novela lo conduce sin escalas al estrellato: gana el premio Akutagawa, que no sé si será el más importante de Japón pero es sin duda el más prestigioso, porque está dedicado a la novela corta y dio luz a las obras más memorables de esa literatura. En una aldea cae un paracaídista norteamericano, negro, lo cual lo hace tres veces extraño, extranjero y enemigo. En la primera página de La presa hay un detalle que nunca me pasó desapercibido. El narrador dice: “Habíamos ido a aquel lugar en busca de pedazos de hueso que tuvieran la forma ideal para ser llevados como medallas en el pecho; pero los chiquillos de la aldea ya se lo habían llevado todo y nosotros volvíamos con las manos vacías”. Los adultos, mientras tanto, forman un círculo alrededor del crematorio. Al soldado lo tratan como a un perro, pero el narrador, un preadolescente, se obsesiona con él.
Arrancad las semillas, fusilad a los niños es uno de mis libros favoritos, una novela perfecta, un tendal de destrucción, una desolación inigualable, pero también un corazón que no deja de latir. La novela comienza in medias res, a mitad de la cosa: “Dos de los nuestros habían huido durante la noche, y por eso no nos pusimos en camino antes de que amaneciera, como era habitual”. Se trata de una marcha forzada de chicos huérfanos o abandonados o encarcelados, cuyo orfanato es bombardeado y como resultado los mandan hacia una región rural.
Frente a una visión de la naturaleza prístina, el enfoque de Oe podría ser el de Herzog: no hay forma de sobrevivir en el descampado, el bosque es una cárcel y los campesinos los ven como enemigos. Es también una novela de peste, algo para lo que la pandemia nos aguzó el ojo. Es una novela protagonizada por jóvenes, pero no es una novela de aprendizaje; son tan animales como el perro flaco que los acompaña. Me recuerda a El Señor de las Moscas de William Golding, salvo que acá los adultos no son ninguna fuerza benefactora sino aquellos que provocan el aislamiento, y a La larga marcha, esa novela corta escrita con seudónimo por Stephen King donde un grupo de adolescentes debe marchar sin poder detenerse, bajo las reglas de un deporte horroroso y futuro, bajo pena de fusilamiento.
Oe tiene quizás los mejores títulos de la historia moderna, que en español se lucen en imperativo, lo que constituye un gran acierto de parte de los traductores: Arrancad las semillas, fusilad a los niños, Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura, ¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era! Encuentro en ese imperativo el sonido de la urgencia, del ruego, de lo que no espera.
Pero incluso estas dos obras maestras son anteriores a 1963, el año en que todo cambió en la vida de Oe, y que inauguraría la búsqueda por la que hoy es reconocido y recordado. En junio de ese año nació su primer hijo con hidrocefalia, al punto de que parecía tener dos cabezas. En parte para escaparse de la situación, Oe viajó a Hiroshima para cubrir la Novena Conferencia Mundial contra las Bombas Atómicas y de Hidrógeno, y fue testigo de los esfuerzos de los supervivientes de la radiación nuclear, que se empecinaban en vivir. Hasta ese momento, pensaba que los doctores debían dejar morir a su hijo; volvió transformado y desde entonces ambos temas se convirtieron en un puntual de su obra.
Por un lado, la vida junto a Hikari (luz), que narra en varios libros desde El grito silencioso, cuyo título resume esa expresión de aquel que no puede comunicarse y que termina encontrando en la música y en los pájaros una vía de contacto; en sus libros se pregunta sin hipocresías sobre discapacidad severa y por lo que hoy llamamos “muerte perinatal”, un tabú más fuerte que cualquier otro. Por otro lado, sus Cuadernos de Hiroshima, Nagasaki y Okinawa, sobre lo sucedido durante la guerra y el silenciamiento posterior. Uno de sus métodos de trabajo, dijo, es la “repetición mediante la diferencia: comienzo una nueva obra dándole un nuevo enfoque a una obra que ya he escrito. Luego continúo reelaborando el manuscrito resultante, y en el proceso las huellas de la obra más temprana desaparecen”.
Las consecuencias se fueron extendiendo a lo largo de estas décadas, en lo privado y en lo público. Pese a su incapacidad para vivir con autonomía, Hikari Oe se transformó con el tiempo en un compositor musical renombrado. A la vez, su padre fue sometido a juicio, acusado de difamación tras sus investigaciones como periodista y autor. El caso llegó a la Corte Suprema, donde finalmente se lo absolvió y se permitió la inclusión en los manuales de Historia de varios crímenes de lesa humanidad en Okinawa por parte del ejército japonés, que se suman a aquellos que Oe había denunciado con la elegancia de su prosa desde sus primeros libros, como la esclavitud de los coreanos en tierras japonesas, que es uno de los puntos más extraordinarios e inesperados de Arrancad las semillas.
La libertad de expresión en Oe es total: lo sagrado es desecrado; sus escenas de sexo suelen ser explícitas y problemáticas, como el consentimiento en El grito silencioso o las sexualidades de los menores de edad; y siempre les otorga voz y relevancia a quienes en esa época eran considerados marginales. “Me agarraron cuando estaba acostado con un soldado. ¡Me llamaron puto!”, dice Minami, el inolvidable personaje de su primera novela. El narrador se indigna: “¡Qué descarados! No pueden llamarte puto por acostarte con un soldado a cambio de un poco de comida”.
Con Kenzaburo Oe muere uno de los últimos símbolos de un Japón cada vez más borroso: los niños que sobrevivieron a la guerra. Otra muerte cercana, el asesinato del ex Primer Ministro Shinzo Abe, funciona como contracara: la lucha por la identidad del Japón. La nueva Constitución, que entró en vigor en 1947, es denominada la “Constitución de la Paz” porque renuncia al derecho a la guerra como forma de resolver conflictos, así como prohíbe la instauración de Fuerzas Armadas. Abe fue la bandera de aquellos que vienen tratando de enmendarla, en un mundo cada vez más fragmentado y en un país rodeado por las amenazas de China, Rusia y Corea del Norte.
Oe, por el contrario, era una de las voces más representativas de aquellos que consideraban que debían realizarse reparaciones de guerra a los ciudadanos de muchos de esos mismos países. Educado en una época en que los niños debían responder que antes de rendirse se sacarían las tripas en honor al soberano, se cuenta que fue amenazado de muerte cuando rechazó la Orden de Cultura porque era entregada por el Emperador. “No reconozco ninguna autoridad, ningún valor, mayor que la democracia”.
En el medio, durante esos años agónicos, la consagración internacional, su medalla de hueso. Oe siguió escribiendo y nunca perdió su eje. “A veces mi hijo piensa que es él quien ganó el Premio Nobel”, dijo entonces. “Cuando los periodistas llegan a mi casa en Tokyo, lo ven a él primero y le dicen ¡Felicitaciones! Hikari acaba de publicar su nuevo disco, así que, de alguna forma, él fue quien ganó el premio”. ¿Y qué edad tiene hoy Hikari Oe, el bebé que debía morir? Está a punto de cumplir los sesenta años.
* Martín Felipe Castagnet (1986) escribió las novelas Los cuerpos del verano y Los mantras modernos. Fue elegido por Bogotá39 y la revista Granta como uno de los autores más destacados de su generación. Dicta talleres de literatura japonesa. Su libro más reciente, Unos ojos recién inaugurados, está por salir publicado por la editorial Vinilo.
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