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La historia ocurre dos veces: la primera vez como una tragedia y la segunda como una farsa. Eso dice Karl Marx al comienzo de El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Fue una de sus frases más famosas, de las más repetidas, aunque con las lógicas variantes que aportan a la hora de citar el tiempo o las traducciones o el desconocimiento o el esnobismo.
El autor alemán, de cuya muerte se cumplen este martes 140 años y cuyo libro puede descargarse gratis desde la plataforma Bajalibros, escribe esto en respuesta al filósofo Georg Wilhelm Hegel. Hegel sí dijo que los grandes hechos y personajes históricos aparecen dos veces, que la historia tiende a repetirse. Y es lógico, si al final del día los seres humanos tienen (tenemos) no pocas características en común que se mantienen más allá del paso del tiempo, más allá de las geografías. Lo que cambia es la interpretación que se le da a esos eventos y a esos personajes en un determinada momento: una tragedia o una farsa.
A finales del siglo XVIII, la Revolución Francesa derivó en el fin de la monarquía, el ascenso de la burguesía y la creación de la Primera República, que tenía por lema nacional el que aún sobrevive hasta hoy: “Libertad, Igualdad, Fraternidad”. Pero también implicó un cambio social tan relevante que llevó a sentar las bases para la democracia moderna, así como la consolidación de normativas tendientes a la igualdad entre seres humanos.
Sí, eran consignas un tanto utópicas y tal vez demasiado ingenuas. Y también es cierto que esa ingenuidad chocó de lleno con la realidad cuando la revolución comenzó a caer por su propio peso. Fueron los tiempos del Terror del jacobino Maximilien Robespierre y también de su asesinato en la guillotina, por la que ya habían pasado los extintos monarcas Luis XVI y María Antonieta, y su ex aliado Georges-Jacques Danton, entre tantos, tantos otros. Hasta el 18 de brumario.
La revolución trajo consigo el establecimiento de un nuevo calendario, un calendario republicano, tan novedoso y rupturista como todo lo que traía este nuevo mundo. Los 12 meses, de 30 días cada uno, estaban divididos en semanas de 10 jornadas, y el año comenzaba en septiembre, con el equinoccio de otoño boreal, y en coincidencia con la proclamación de la República. Se descartaba, además, cualquier referencia religiosa. Entre muchas otras curiosidades, los meses adoptaron denominaciones ligadas a la agricultura o la meteorología. El segundo del año, entre octubre y noviembre del calendario gregoriano, se llamó Brumario: el mes de la bruma y las neblinas del otoño francés.
Fue el 18 de brumario del año VIII, o 9 de noviembre de 1799, cuando Napoleón Bonaparte terminó con la revolución. Había vuelto de una campaña militar en Egipto (aquella misión en la que encontró la Piedra Rosetta, puerta de entrada a la traducción de antiguos jeroglíficos) y tenía al Ejército de su lado, pero también a buena parte de la sociedad civil, ya cansada de un gobierno endeble y de un contexto caótico de persecuciones.
No sería errado considerar al del 18 de brumario como el primer golpe de Estado moderno. O, en francés, el primer coup d’etat. Seguiría el Imperio, las guerras, la ocupación, la derrota en Waterloo, la muerte en esa isla de Santa Elena en medio del Atlántico.
Pero Marx no se centra en Napoleón ni en la caída de la revolución. En 1852 publicó El 18 de brumario de Luis Bonaparte en la revista alemana La Revolución y recién en 1869 estuvo disponible en formato libro, también en inglés y con un nuevo prólogo. El autor pone el foco en aquel golpe de Estado para trazar una relación con otro coup, casualmente cometido por otro Bonaparte, Luis, también llamado Napoleón III, y sobrino del primero.
En realidad se trató de un autogolpe, porque Luis Bonaparte era presidente de la Segunda República Francesa, establecida en 1848. Y lo fue hasta el 2 de diciembre de 1851, cuando disolvió la Asamblea Nacional y se autoatribuyó poderes supremos. Un año más tarde se proclamó emperador, tal como había hecho su tío casi medio siglo atrás. La historia ocurre dos veces, dice Hegel. “Una vez como tragedia y la otra como farsa”, agrega Marx.
Para entonces, Marx tenía 33 años, ya había publicado 13 libros, ya era Doctor en filosofía y llevaba algunos años debatiendo con la filosofía hegeliana. Se basó en la dialéctica de Hegel, pero reemplazó el idealismo de éste (las ideas en un primer plano) por una concepción materialista. Así llegó a hablar de cómo las fuerzas económicas constituyen una estructura subyacente que determina, en última instancia, fenómenos “superestructurales”, como el orden social, político y cultural. La confrontación no se origina en las ideas ni en el espíritu sino en el rol productivo.
El golpe de 1851 lo encontró viviendo en Londres, luego de ser expulsado de Prusia por el rey Federico Guillermo IV y también de París, que por esos días enfrentaba levantamientos contra la Segunda República. A esa insurgencia, Marx la define como “el acontecimiento más gigantesco en la historia de las guerras civiles europeas” y como “la primera gran guerra civil de la historia entre el proletariado y la burguesía”. Bonaparte se presentó entonces como capaz de reestablecer la ley y los levantamientos terminaron siendo la excusa para el golpe.
Marx siguió la autoproclamación de Luis Bonaparte desde la capital británica y escribió en su rol de filósofo, pero también de historiador. Dice entonces que la historia se repite, pero parcialmente o, mejor dicho, tan sólo en apariencia. Porque lo que diferencia al 18 de brumario del año VIII del 2 de diciembre de 1851 son las circunstancias históricas, que no dependen de los hombres que participan de esos acontecimientos: “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado”.
La perspectiva evolucionista ayuda a entender por qué eventos similares pueden tener consecuencias completamente distintas. En términos de Marx, la burguesía era el sujeto revolucionario al momento del primer golpe; pero, para cuando acontece el segundo, ésta ya había ascendido y la monarquía absolutista ya había sido literalmente decapitada. En otras palabras, la Revolución Francesa implicó un quiebre del sistema feudal y el comienzo de la transición a un sistema económico capitalista, que ya existía, de una u otra forma, para 1851.
Marx además amplía el espectro de clases más allá de la burguesía y el proletariado: suma a los campesinos y a lo que denomina proletariado lumpen, dos sectores que apoyaron el ascenso de Luis Bonaparte. Los primeros, debido a una devoción tradicional por Napoleón y por los altos costos que les había supuesto la Revolución de Febrero de 1848, aquella que instauró la Segunda República. Los segundos, el Lumpenproletariat, por promesas de reformas sociales y políticas.
El nuevo Napoleón, dice Marx, “se erige en jefe del lumpemproletariado” porque encuentra en ese sector la reproducción en masa de intereses que él mismo persigue. Algo así como lo que hoy en día se denomina peyorativamente “desclasados”.
A los reinados de Luis XVI, caído en 1789, y al de Luis Felipe, en 1848, sólo podía seguirles una república dominada por, al menos, cierto sector de la burguesía. En cualquier caso, siguiendo la línea de Marx, las dos revoluciones y los dos golpes de Estado dejaron de lado al proletariado, cuya reacción fue en junio de 1851: un puñado de días, pero “la primera gran guerra civil de la historia entre el proletariado y la burguesía”.
La revolución de 1799 implicó un cambio real de la superestructura, conformada por sentimientos, ideas, concepciones de vida creadas por la sociedad a partir de sus bases materiales y de las relaciones sociales. Si allí hubo una transformación, en 1848 no podía haberla. La clase social protagonista era la misma.
El golpe del primer Napoleón es el fin de un intento de cambio, pero el de su sobrino reconfirma y fortalece lo que ya existía. Un autogolpe en términos políticos, porque sí, disuelve la Asamblea y se hace con un poder centralizado y dictatorial; pero también un autogolpe en términos simbólicos, un coup contra sí mismo, contra lo que representaba, con el sólo objetivo de robustecerlo. Una tragedia primero, una farsa después.
Marx se pregunta entonces por qué cierto sector de la burguesía, el campesinado y los lumpenproletariat dejaron de lado a un gobierno republicano, directo y representativo, a favor de un régimen autoritario dominado por Luis Bonaparte. Su respuesta aparece en 1869, en el prólogo para la segunda edición de El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte y cuando a Napoleón III aún le restaba un año para dejar de ser emperador de Francia: “Demuestro cómo la lucha de clases creó en Francia las circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe”.
Las circunstancias ajenas al humano determinan su proceder, pero también la forma en que éste sea juzgado en el presente o en el futuro. Por más de que las acciones se repitan. Por más de que la historia ocurra dos, cinco o cien veces.
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