En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos, autores y autoras cuentan el detrás de escena de los libros que acaban de publicar. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, cómo organizaron su trabajo, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría o qué objetivo se propusieron.
Esta vez, quien cuenta en primera persona su experiencia de escritura es la periodista y escritora Miriam Lewin, co-autora junto a su colega Olga Wornat del libro Putas y guerrilleras, que a través de entrevistas, documentación y charlas pone el foco en las mujeres que fueron víctimas de delitos sexuales en centros clandestinos de detención de la última dictadura.
Esos delitos no formaron parte del Juicio a las Juntas, escenario en el que se desarrolla la trama de Argentina, 1985, que este domingo compite por el Oscar a Mejor Película Extranjera. Y no formaron parte, explica Lewin, porque ni el Poder Judicial ni los organismos de derechos humanos los contemplaron como tales a la hora de juzgar lo ocurrido a partir del 24 de marzo de 1976.
Las propias víctimas, dirá una de las autoras del volumen editado por Planeta, sabían que se trataba de un tema tabú, y ese propio tabú las operaba a la hora de contar sus historias. Finalmente, algunas de ellas se compilan en Putas y guerrilleras, que da cuenta de que la pregunta sobre relaciones sexuales y amorosas con represores abundaba cuando una mujer sobrevivía a un centro clandestino. Incluso entre sus seres queridos, y sin tener en cuenta que ninguna de las víctimas elegía su destino mientras permanecía en ese cautiverio.
Cómo escribimos “Putas y guerrilleras”
Cuando Mirtha Legrand, en su programa especial por el aniversario del golpe de Estado, indagó sobre si era verdad que yo “salía” con el jefe del centro clandestino de detención de la Escuela de Mecánica de la Armada, el Tigre Acosta, el aire en el estudio se volvió espeso. No solamente a mi me embargó el disgusto, sino a buena parte de los presentes. Aunque ella reformuló rápidamente la pregunta. “Si salían a cenar, porque eso es lo que dice la gente”.
Le aclaré que las prisioneras no salíamos, sino que nos sacaban, y que no teníamos derecho a negarnos. En realidad, no tenìamos ningùn derecho. Los marinos tenían total dominio sobre nuestras vidas y nuestros cuerpos. No sabíamos si nuestro destino iba a ser un restaurant o un vuelo de la muerte.
No supe replicar la pregunta de la anfitriona diciendo: “No, no me acosté con el Tigre Acosta, pero si lo hubiera hecho para salvar mi vida, ¿qué? ¿Quién podría juzgarme?”. Estábamos bajo amenaza de muerte constante en un campo de concentración. Desaparecidas, sin derechos, arrasada nuestra subjetividad. El dominio de ellos sobre nosotras era absoluto. No quedaba resquicio para nuestro libre albedrío.
Sin embargo, si hubiera existido, si la mirada lasciva de los represores sobre nuestros cuerpos hubiera sido usada por nosotras como un arma en su contra, un resquicio de fortaleza en nuestra indefensión absoluta: ¿merecíamos una condena social?
Como mujeres, el uso de nuestros cuerpos o el deseo que despertamos en el otro como instrumento de manipulación o salvación es condenable. Con los varones no pasa lo mismo. Si las represoras hubieran sido mujeres, y un varon hubiera usado el sexo para salvarse o conseguir mejores condiciones en su secuestro, sus pares lo habrían celebrado. “Es un verdadero macho”, habría sido la percepción general.
El peso de una probable condena hizo que las detenidas desaparecidas guardáramos silencio durante demasiado tiempo. No hablabamos del tema entre nosotras, ni durante ni después de nuestro cautiverio, porque no comprendíamos lo que nos había ocurrido. No teníamos la capacidad de discernir que no habia, en ese contexto, posibilidad alguna de ejercer nuestra sexualidad sin condicionamientos ni coerciones.
Aún ahora hay quienes piensan que una desaparecida tenía capacidad de elección, de resistir el acoso; que sumergida en un sistema de terror, en una sociedad donde el poder era de los varones, había alternativa
Algunas, entre ellas yo misma, teníamos prejuicios, una total falta de comprensión de las relaciones de poder. Y presumía, antes de ser secuestrada, que si una mujer sobrevivía, era porque había cedido a las presiones para tener sexo con sus captores, y eso la convertía en una “traidora”.
Después, “Y vos, ¿por qué te salvaste?”, fue la pregunta repetida cuando sobreviví. La escuché tanto de quienes se alegraban de verme, como de familiares de desaparecidos, después de haber escuchado mi relato de dónde y cómo había visto por última vez a sus seres queridos. La hacían con algo de pudor, como percibiendo que me ponían en una situación incómoda, porque yo no tenía la respuesta. En otros, notaba algo de rencor.
En sus testimonios en el Juicio a las Juntas, en 1985, y aún ante la CONADEP, algunas sobrevivientes tuvieron la claridad y la decisión de acusar de delitos sexuales a los militares que las tuvieron a su merced. Pero en ese momento, no fueron escuchadas.
A mediados de los 2000 fui a hablar en un organismo no gubernamental en Washington sobre Ese Infierno, un libro que escribí junto a otras cuatro sobrevivientes de la ESMA. Una pregunta de una joven jurista peruana desató en mi una serie de interrogantes. “¿Cómo marchan los juicios por crímenes sexuales en dictadura en la Argentina?”. “No hubo”, contesté. “¿No hubo crímenes sexuales?” replicó. “No, no hubo juicios”, le aclaré.
Esa pregunta, que me hizo una joven Julissa Mantilla, ahora presidenta de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, rebotó durante años en mi cabeza. ¿Por qué en un país donde se estaban juzgando a los represores no se visibilizaba la violencia específica que habíamos padecido por ser mujeres?
Después de que la Corte Penal Internacional de La Haya declarara crímenes de lesa humanidad a los cometidos contra las mujeres en Rwanda y la ex Yugoslavia, en los distintos tribunales comenzaron a surgir como hongos, a lo largo y a lo ancho del país, relatos horrorosos de sobrevivientes.
Con Olga Wornat, colega y amiga, habíamos discutido y reflexionado durante largos años sobre la realidad de las mujeres desaparecidas, algunas de las cuales aparecían en narrativas como “novias” o “amantes” de sus captores. Incluso se hablaba de “malos amores”. El mutismo voluntario de las que no comprendían la situación que habían atravesado o el forzado de las que habían acusado pero no habían encontrado escucha, no solo de la justicia sino de sus propias compañeras de cautiverio o de organismos de derechos humanos, fue un obstáculo para abordar el tema, que acertadamente fue calificado de tabú.
Putas y Guerrilleras es un libro coral y reflexivo, resultado de decenas de charlas, entrevistas y consultas. Lo publicamos por primera vez en el 2014, y luego de la eclosión de los feminismos sentimos la necesidad de una nueva edición, esta vez con el lúcido prólogo de Rita Segato.
“Putas y guerrilleras” (fragmento)
Llegaron a La Cueva, un centro clandestino de detención que funcionaba en una estación de radar en desuso en la base aérea de Mar del Plata. Les colocaron a los dos una capucha oscura con un número identificatorio. A Jorge lo torturaron mucho y varias veces. A ella, la desnudaban y le aplicaban la picana, además de intentar asfixiarla usando una bolsa de nylon.
Le preguntaban sobre las actividades de su marido, sobre los sindicatos a los que atendía como abogado y también sobre su ex socio, Norberto Centeno. Si bien sus torturadores no se mostraban preocupados por su militancia, había uno que le resultaba temible. Tenía una voz gruesa y profunda, y le decían Charles o Charlie.
Cuando pudo verle la cara, advirtió que tenía un notable parecido con el actor Charles Bronson. También lo llamaban Sapo, por el aspecto y la rugosidad de su piel. Un día, Charles la llevó a limpiar la mesa a la que ataban a los torturados para picanearlos. Con la capucha semilevantada, Marta quitó restos de sangre y de excrementos, bajo la mirada del verdugo. Pensó que podrían ser de Jorge y se estremeció.
Pero Charles no le dio tiempo para conmoverse. La empujó sobre un camastro que había en la habitación y la violó. Marta se mordió los labios mientras el monstruo la penetraba. Lo soportó en silencio, mientras sentía cómo el metal del elástico de la cama se le incrustaba en la carne. No fue la única vez. Tampoco fue la única víctima de ese suboficial de la Fuerza Aérea que se llamaba Gregorio Molina.
Usaba un anillo cuadrado, de sello, con sus iniciales y golpeaba a Marta con el borde del mismo en el brazo, como anticipándole que había llegado el turno de otro sometimiento. Solo una vez, ella quebró el silencio para preguntarle directamente el porqué: «Porque vos sos una señora y afuera no me darías pelota», le contestó el violador.
Marta era la mujer de un abogado, además de universitaria. El día de su caída vestía un tapadito con cuello de piel, botas de cuero y una cartera. Una dama de aspecto distinguido en un entorno aberrante, un objeto para el resentimiento de clase de un suboficial como Molina. En La Cueva, las mujeres eran el botín de los suboficiales. La recompensa por exponerse y delinquir, por ensuciarse las manos por un sueldo magro. Para ellos, estaban los cuerpos de las mujeres de los vencidos.
Los oficiales, en cambio, se ocupaban de quedarse con los bienes materiales. «No te preocupes que no vas a quedar embarazada, porque acá a las mujeres se les retira la menstruación con la parrilla», le dijo Molina. No era verdad en todos los casos. Cuando llevaban a las secuestradas a ducharse, en fila, con agua fría y la capucha puesta, las mujeres que tenían el período mostraban las piernas manchadas por el flujo. Los guardias, mientras avanzaban, las golpeaban con palos: «Parecen perras, mirá cómo chorrean», decían. Solo las dejaban lavarse la bombacha y volver a ponérsela, totalmente mojada.
Gregorio Rafael Molina había nacido en La Rioja el 2 de abril de 1944. A los 14 años, se trasladó a Córdoba para entrar en la Fuerza Aérea. Su foja de servicios está jalonada de sanciones relacionadas con su afición por el alcohol. Pero su adicción, que lo hacía violento e incontrolable, lo convirtió en una pieza fundamental para la represión ilegal. En 1975, ya revistaba en el área de inteligencia de la Base Aerea y después de marzo del 76 fue designado para el traslado de secuestrados de una ciudad a otra.
En La Cueva, las sesiones de tortura a Jorge se sucedían, día tras día, pero Marta recuerda una en especial. Fue la del 28 de junio. Se llevaron a Jorge para picanearlo. Sus gritos era desgarradores. De pronto, dejó de oírlo y sintió claramente cómo arrastraban su cuerpo y este golpeaba pesadamente contra la puerta de su celda. «Ahora nos llevamos a tu marido, después te vamos a llevar a vos, así que más vale que te acuerdes de lo que sabés», le dijeron.
Marta no sabe por qué, pero en ese momento tuvo una ensoñación. Vio que acarreaban a Jorge por el pasillo de un viejo hospital en una camilla, que en los ventanales flameaban cortinas de voile blanco, que había mucha luz y que él se estaba recuperando. Inmediatamente, tuvo la convicción de que su marido estaba muerto.
Los días transcurrieron y Marta comenzó a conocer la rutina del lugar. La llegada de nuevos secuestrados era incesante. También los alaridos de la sala de torturas, que se silenciaban sábados y domingos. Eran los días de franco y los miembros de la patota no aplicaban tormentos. Como el espacio era limitado, cuando traían nuevas víctimas, reunían a varias personas en la misma celda.
Así fue como Marta pudo hablar con Mercedes Lohn, una mujer muy humilde, de su misma edad, habitante del barrio Belgrano. Mercedes era empleada doméstica y había trabajado para María del Carmen «Coca» Maggi, decana de la facultad de Humanidades de la Universidad Católica, secuestrada el 9 de mayo de 1975, probablemente como represalia a un explosivo colocado en la casa del referente de la CNU y secretario general de la Universidad Provincial, Edgardo Cincotta.
A pesar de las gestiones que se hicieron para salvarla, Coca fue asesinada, pero su cadáver apareció semienterrado en Mar Chiquita, un día antes del golpe de Estado, el 23 de marzo de 1976. Mercedes le contó a Marta que distribuía material de prensa de Montoneros en su barrio. El contacto entre las dos mujeres se profundizó. Había llegado un nuevo grupo de secuestrados y Marta tenía terror de que volvieran a torturarla.
Mercedes estaba en el suelo con ella y la tocaba con los pies. “No tengas miedo, no van a interrogarte otra vez”, le dijo. Mercedes, según recuerda Marta, estaba reducida por Molina a una situación de total servidumbre. La obligaban, además de a acostarse con él, a limpiar todos los sectores del lugar, salvo las celdas que estaban a cargo de los prisioneros.
Una vez, Marta fue llevada a limpiar las escaleras con ella. No puede olvidar la imagen de ella de rodillas, siempre en camisón, fregando los escalones. “Era muy dulce, me tranquilizaba. A veces, la dejaban venir a verme”. Tenía seis hijos. Mercedes le dijo a Marta que la habían llevado tres veces a verlos. El sometimiento sexual era el precio que pagaba por mirarlos jugar de lejos, por saber que estaban bien.
Marta cree que existía una cuestión de clase, cierta identificación. Molina era hijo de una madre soltera, que también se dedicaba a los quehaceres domésticos. Cuando se llevaron a Marta, ella pidió despedirse de ella. —¿Te acordás que siempre dijimos que la primera que saliera avisaba? Dame tu número para avisarle a tus hijos que estás bien —dijo Mercedes. Y agregó—: ¿Sabés? Estoy nerviosa, voy a volar y como nunca antes viajé en avión, me van a dar un tranquilizante... Fue la última vez que la vio. Marta aún no sabía nada sobre los vuelos de la muerte. Recién cuando fue a declarar ante la CONADEP, supo su apellido. Sus hijos habían hecho la denuncia sobre su desaparición.
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