¿Estamos condenados a repetir la historia? ¿Todo lo vivido se convierte en destino? ¿Podemos escapar de aquello que nos marcó y aprender del pasado en vez de dejar que este dicte nuestro futuro? Estas son algunas de las preguntas que la escritora argentina Silvina Ruffo se plantea en su cautivante nueva novela, Después dolerá menos.
La protagonista de esta historia es Claudia, una mujer de mediana edad que, un día, descubre que su esposo, con quien estuvo casada más de 30 años, le está siendo infiel con una mujer de la edad de su hija. Después de leer algunos mensajes inquietantes e incriminatorios en su celular -que le revisó a sabiendas de lo nocivo de ese tipo de desconfianza en una relación de tantos años-, de un día para el otro decide abandonar a su familia.
Entre la ropa y los pocos objetos personales que se llevó en su valija hay una libreta con un significado muy profundo para Claudia: el diario de la época en que su padre los abandonó. Así, con una narración que oscila entre el presente adulto de la protagonista y su atormentada infancia, esta mujer será obligada a enfrentarse a su pasado para poder construir un futuro a medida de sus necesidades.
Editada por Vergara, Después dolerá menos es una novela sobre el temor a repetir los errores de nuestros antepasados y la importancia del autoconocimiento a la hora de tomar decisiones. A veces, hay que mirarse al espejo y, aunque cueste, aprender a aceptar su reflejo para, de una vez por todas, aprender a seguir adelante.
Así empieza “Después dolerá menos”
Cuando leo el mensaje se me paraliza el cuerpo.
Estoy al pie de la escalera de nuestra casa con el celular de Alejandro en la mano mientras él se está duchando. Levanto la mirada hacia el baño que está en la planta alta y agudizo mis sentidos para escuchar si el agua todavía está cayendo. ¡Qué estúpida! Todavía me preocupa que me vea husmeando su celular cuando lo que acabo de encontrar tiene la fuerza arrolladora de un huracán en nuestra vida.
Me vienen a la cabeza las veces que escuché a otras mujeres hablar sobre que había que revisar los teléfonos de los maridos para asegurarse de no ser cornuda y pienso en las veces que me dije para mí misma que jamás lo haría, porque hacerlo sería destruir la confianza que durante estos treinta años tuve en Alejandro.
Alejandro, ¿qué me hiciste? ¿Qué te estás haciendo a vos mismo con esto?
Vuelvo a leer el mensaje como para asegurarme de que no es un delirio de mi cabeza y no; lamentablemente ahí están las palabras escritas; esas palabras que me hieren como una navaja, como debe doler una puñalada.
Ya no se escucha el sonido del agua y Alejandro ha prendido la tele de la habitación, de nuestra habitación, esa que compartimos muchísimos años; esa en donde hicimos el amor (creo que con amor, por lo menos de mi parte; ya no estoy segura de nada); esa en la que dormimos con nuestros hijos cuando eran pequeños y no querían dormir solos en su cama.
Vuelvo a leer el mensaje de “Lucas trabajo” con la foto de una jovencita que bien puede ser la hija de mi marido y siento cómo me hierve la sangre. Me corre por las venas como si fuese lava y en cualquier momento me fuese a estallar el cuerpo. Antes de cerrar el WhatsApp abro la foto de la chica “Lucas trabajo” y la miro detenidamente. Es joven, joven como lo es Mariana; tal vez un poco más que veinte; solo unos años más que nuestra hija. Es bonita y tiene una mirada bien sensual, por lo menos en la foto. ¿Cómo se compite contra esto? ¿Cómo se compite cuando mi piel se volvió agrietada y seca; mis arrugas se hacen cada vez más profundas y mi cuerpo tiene varios kilos de más, a pesar de vivir los tormentos de las dietas interminables?
Aprieto apurada el botón de apagado del celular cuando escucho la voz de Alejandro que me grita de la habitación. Lo imagino tirado en la cama; recién bañado y afeitado, con la toalla envuelta alrededor del abdomen ya también crecido. ¿Por qué será que a los hombres no les preocupa sus kilos de más y las mujeres luchamos con ese fantasma toda la vida? ¿Será porque los “Lucas trabajo” los quieren igual mientras que tengan la billetera gorda?
—¡Claudia! —vuelvo a escuchar su llamado.
Estoy paralizada al pie de la escalera. No puedo atender su llamado como siempre hice; tampoco puedo subir y gritarle todo lo que pienso en este momento. Siento un dolor en el pecho que me da la sensación de que voy a morir en este mismo momento de un infarto. ¿Qué pasaría? Alejandro ni siquiera se enteraría de que morí por haber leído su engaño, por ahora saberme engañada, cornuda como decían las mujeres que había que evitar serlo. Quiero concentrarme y pensar rápido en qué debo hacer, cuál es la actitud que debo tomar y mi cabeza está tan nublada que no logro hilar dos pensamientos coherentes.
Siento olor a quemado que sale del horno. ¡La carne! ¡Se debe haber quemado! Corro hacia la cocina, abro la puerta del horno y giro la carne para que se haga del otro lado; a la bandeja de papas directamente las saco porque ya están cocidas.
—Mami —escucho la voz de Matías que me llama y me pregunta que cuánto falta para comer, que él se tiene que ir de los amigos a las once.
Cierro la puerta del horno y al girar lo veo a mi hijo de dieciocho años detrás de mí y me reprocha que no le conteste y vuelve a repetirme la pregunta sobre a qué hora vamos a comer porque él se tiene que ir de los amigos a las once.
Abro la boca y quiero decirle que no sé si vamos a comer porque su padre me cagó, me hizo añicos, me destruyó la vida, que me cambió por unos cuantos modelos nuevos ahora que mi piel se estaba arruinando y mi culo se está cayendo. Que el culo de la tal “Lucas trabajo” seguro está bien duro; que no sé si vamos a comer porque no debería ser más la pelotuda que toda la vida postergó todo lo propio para después, para atenderlos a ellos y que ahora no había después porque Alejandro la había cagado y ella ¿qué hacía ahora con todo lo no hecho, lo postergado, lo para después?
—Mamá, ¿qué te pasa?
Niego con la cabeza.
—Nada... no me pasa nada —intento sonreír, no quiero que mi hijo me vea confundida. No sé si le interesa, es más creo que no, pero lo hago por las dudas. Nunca quise que mis hijos vivieran lo que yo viví de niña, percibiendo triste a mi mamá, abandonada a su desgracia. Yo soy distinta, soy una mujer fuerte, firme como un roble me digo para tomar coraje y seguir adelante en esta vida que de pronto noto ajena, como si ya no fuese mía y me hubiesen puesto allí en un escenario a representar un papel de una actriz que ese día faltó a la función.
Matías me mira como pensando: ¿qué le pasa a esta loca?, luego toma el celular y empieza a escribir algo y ya está, se olvidó de mí, ya está enfrascado de nuevo en su mundo diminuto o inmenso (no sabría precisarlo) que pasa por el pequeño aparatito Samsung.
Alejandro vuelve a llamarme, me pregunta en un grito dónde está la remera azul. Y yo enseguida recuerdo que se refiere a la remera azul que lavé esta mañana y que todavía no planché.
No le contesto. Mi boca parece que no puede articular palabra, estoy en trance; o eso por lo menos es lo que creo porque hacía muchos años que la carne al horno no se me quemaba y que no podía responder a la inmediatez los reclamos de mi marido. Pienso en que en un día normal (un día sin haber leído el mensaje donde “Lucas trabajo” dice que lo espera, que está muy caliente, que trate de escaparse de la casa (sería de esta casa) y de la mujer (sería de mí); un día normal, sin esos acontecimientos extraordinarios yo hubiese apurado la comida para que mi hijo coma temprano y pueda juntarse con sus amigos a la hora indicada y también le hubiese dicho a mi marido que ya le llevaba la remera y hubiese ido corriendo al lavadero, enchufado la plancha y estirado la prenda con una rapidez asombrosa y luego amorosamente se la hubiese llevado a Alejandro a la habitación y le hubiese dicho: “acá está, mi amor, no me hice tiempo de guardarla” y luego hubiese bajado las escaleras y me hubiese sentido conforme con mi accionar de esposa obediente y cumplidora.
Camino como autómata hasta el sillón del living y ahí me siento. En frente de mí está el celular de mi marido. Lo miro confundida; me tienta volver a abrirlo y a leer el mensaje, pero ya no me animo. ¿No me animo? Pienso en la ironía de mi propio pensamiento: no me animo a que Alejandro me vea escarbando en su celular cuando él tiene tremendo secreto que esconder.
Desde la habitación Mariana me pregunta, a los gritos, si ya está la comida.
No le contesto.
Insiste. Agrega que se tiene que poner a estudiar. “¡Qué pasa que no está la comida!”, le escucho protestar.
Tampoco contesto. Extiendo la mano para volver a abrir el celular y volver a leer el mensaje. Tal vez sea un error, tal vez sea realmente un compañero de trabajo al que le gusta hacer bromas y yo como una tonta caí en la trampa. Es extraño que nunca antes Alejandro haya tenido una amante y ahora que ya está grande lo haga. ¿O no es extraño? Intento recordar cómo es eso de que a los hombres les da por querer vivir todo lo vivido antes de morirse y cuando llegan a una cierta edad quieren rejuvenecer. ¿Estará sintiéndose rejuvenecido acostándose con una jovencita “que lo espera porque está muy caliente”?
No puedo volver a leer el mensaje porque cuando mi mano ya está tocando el celular escucho los pasos en la escalera. Es Alejandro que viene hacia acá, es Alejandro, ese nuevo Alejandro que desconozco, ese que parece imposible que me esté engañando con otra mujer porque a pesar de que nuestra vida en común, después de tantos años de casados se tornó rutinaria, creía que me quería y me respetaba al igual que yo a él.
No espero que llegue, me levanto de un salto del sillón y me dirijo al horno. Compruebo que la carne ya está lista. Debo sacarla si no quiero que se queme también de ese lado. Con un repasador quito la fuente y la apoyo en la mesada. Agarro un cuchillo del cajón y comienzo a cortarla. Me doy cuenta de que no volví a poner las papas en el horno para que se calienten y lo hago. No puedo darles la comida fría, nunca lo hice. Este día es especial: carne quemada de un lado y papas frías. Cuando pienso en que las papas deben estar calientes vuelve el mensaje a mi mente: “estoy muy caliente”.
No puedo contener las lágrimas. No creo que sean de tristeza. No siento tristeza, siento bronca, una bronca que no estoy pudiendo controlar aunque me digo que todo puede ser un error, una broma de mal gusto de un compañero de trabajo o de algún amigo.
Me limpio con el brazo las lágrimas y los llamo a comer. Pego mi gritito tradicional: “Está la comida” y mi marido y mi hijo empiezan a acercarse a la mesa.
Quién es Silvina Ruffo
♦ Nació en Córdoba, Argentina, en 1976.
♦ Es abogada, martillera y corredora inmobiliaria, además de escritora.
♦ Desde hace siete años dicta talleres de novela en forma presencial y virtual.
♦ Es autora de libros como Desarraigo, Secretos en familia, Secuelas. Un amor en Malvinas, Apartadas y Cristales rotos.
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