Nuestro lenguaje de la representación, como sabemos, está formado por imágenes y por conceptos, referidos respectivamente al mundo visual y al significado.
Los griegos se referían a los seres humanos como “animales que hablan” o sea animales dotados de lenguaje, que es lo que nos distingue de los demás animales.
Es cierto que también definieron al Hombre como “animal racional”, pero, ¿es posible distinguir al lenguaje de la razón? ¿Podemos válidamente sostener que lenguaje y razón son entes diferentes, o ambos son en realidad nada más que nombres?
¿Podemos concebir una razón sin representación, una razón que no refiere el mundo, un éter vacío y atemporal que no refiere conceptos e imágenes?
También se lo preguntaron los griegos y nos lo seguimos preguntando nosotros.
El lenguaje permite cumplir las dos funciones del habla: comunicarnos y designar el Cosmos.
Comunicarnos y designar el Cosmos son los actos vitales que nos permiten existir, alejar el terror a la muerte, a lo imprevisible, al ataque de la naturaleza o de los otros, el miedo a la Noche, cuando no sabíamos si volvería la Luz.
Imágenes y conceptos tienen en común la representación, o sea que no contienen al objeto, sino que solamente lo refieren, solamente reflejan el contenido, como si fuesen espejos. (¿Los espejos que obsesionaban a Borges?).
Todo lenguaje es falso, precisamente porque sólo puede construirse con la representación de algo que ya fue.
Inexorables, el misterio y la eternidad corren vertiginosamente delante de nuestras pobres categorías, que quedan como remedos, como imitaciones, como ídolos.
El lenguaje del Paraíso:
Pero esta calamidad, el lenguaje de la representación, no fue siempre así.
Porque al principio, en el Paraíso, antes de la Caída, antes de comer el Fruto Prohibido, poseíamos la lengua adánica, la lengua de los ángeles, el habla que nada representa, sino que posee ella misma los contenidos.
Y así como los lenguajes de la representación son la falsedad, el lenguaje adánico perdido es la verdad.
Una vez más Borges es quién explica con inigualable claridad y belleza aquel lenguaje perdido, que compartieron Adán y los ángeles.
Dice en el poema El Gólem:
“Si (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de ‘rosa’ está la rosa
y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’.
Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.
Adán y las estrellas lo supieron
en el Jardín. La herrumbre del pecado
(dicen los cabalistas) lo ha borrado
y las generaciones lo perdieron. (…).”
Desde la Caída hemos perdido el acceso a la verdad. Los dos hijos de la representación, la imagen y el concepto, son nada más que búsquedas, son los consuelos mezquinos que nos dejó Yahvé, puros espejismos ajenos a la verdad.
Es nuestro deber, consignar la tarea inmensa que hemos emprendido desde los albores, tratando inútilmente, de recuperar esa verdad.
En vano hemos inventado y recorrido los distintos anaqueles del conocimiento; la religión, la metafísica, la geometría y su hermana las matemáticas, la lógica formal; las ciencias particulares, todos esos lenguajes del encanto, sirenas que sólo producen una verdad de mentiras, sólo sustentable entre postulados indemostrables, según la severa condena de Kant.
Kant fue el último que nos advirtió que sólo podíamos conocer la apariencia, los fenómenos, y que jamás conoceríamos la verdad.
Y que como dijo Borges en el cuento Tlon, Uqbar, Orbis Tertius, la metafísica es una rama de la literatura fantástica.
La metáfora
Sin embargo, Yahvé no es tan cruel y siempre que nos castiga, nos deja algún consuelo, alguna esperanza, como les sucedió a los griegos después de la torpeza de Pandora.
Y así nos permitió, que la imagen y el concepto puedan producir algo más que la mera representación.
Sabemos que es posible un “mensaje atrás del mensaje”: la metáfora.
Se trata de imágenes y conceptos, que poseen alguna magia inasible, como la que poseen los enigmáticos mensajes de Hermes entre los griegos, o los mensajes de los Ángeles que vienen de Allah o de Yahve.
Es cierto que estos mensajes herméticos o angélicos son siempre un enigma, siempre nos confunden porque están “cifrados”, como diría Borges, porque aunque eluden la falsedad de la Razón, usan sus instrumentos, la imagen y el concepto, y por eso hay que “descifrarlos”.
Pero también es cierto que, oculta entre imágenes y conceptos, brilla en esas metáforas la única luz que nos quedó, una luz tenue, cansada, que apenas ilumina, la única y gloriosa luz que tenemos.
Y así, con nuestras imágenes rudimentarias y nuestras vacías palabras, podemos construir metáforas, mensajes angélicos, enigmas herméticos que nos aproximan al Misterio, y que lejos de avivar el entendimiento, despiertan el espíritu.
En esos instantes tan fugaces, todo nuestro ser parece flotar, o más bien flota en el espacio interminable, en el tiempo infinito, cerca de la eternidad.
El Misticismo
Existe un camino hacia el Misterio, hacia Dios. Es un camino que prescinde del lenguaje de representación, tampoco intenta construir metáforas, ni poemas ni obras de arte.
En efecto, la experiencia mística, (del griego: Myein Mistykos, arcano, cerrado, impenetrable), es una vivencia a la cual muy pocos llegan y es el grado superlativo de integración del alma con lo Sagrado.
Ya no se trata de aproximarse al Misterio, como sucede con la poesía o con el arte, es la vivencia del Misterio mismo.
Por eso la experiencia mística es indescriptible. Nuestro lenguaje es absolutamente inútil, porque no hay nada para representar. Se trata de una experiencia inenarrable, éxtasis decían los griegos, es estar fuera de sí, fuera de la conciencia, pura alma flotando en lo sagrado.
Se puede llegar al éxtasis místico por medio de la práctica ascética, que implica una vida entregada al espíritu, al alma, con un total desprendimiento del mundo y del cuerpo. El propio cuerpo, el sufrimiento material, las emociones, pertenecen al mundo, hasta la conciencia es externa al alma, en cuyo centro se concentra el camino ascético. Pero la práctica ascética no asegura la experiencia mística.
También se puede llegar por la gracia de Dios o del Espíritu que elige al sujeto, sin que nos sea dado entender por qué.
Borges y el misterio
Borges no cree en un Dios. Pero posee la humildad propia de los sabios, siente que el Cosmos no nos ha sido dado aquí, que todo lo que nosotros pensamos que es un orden, es en realidad ilusión. Y participa del escepticismo, de la desilusión kantiana, tiene una absoluta desconfianza de nuestros juicios, tanto de nuestros juicios científicos que son juicios de probabilidad solamente, como de nuestros juicios metafísicos o lógicos o matemáticos de los cuales piensa en definitiva que son tautológicos, un mero tejer y destejer vanos ovillos, como los de Cloto o los de Penélope.
Sentimos a Borges vibrar junto con Anaximandro frente a lo que no conocemos, frente a ese caos señalado por el Griego, ese caos que tiene esas calificaciones tan duras y a la vez tan emocionantes, como lo desmesurado, el abismo, el precipicio, con las cuáles denuncia lo provisorio de nuestra conciencia, cuyas “verdades” flotan como las de las matemáticas, entre postulados indemostrables, como el cero y el infinito, puro misterio, inconcebibles, incomprobables.
La verdad existencial de ese caos esencial, su inaceptable significado, es el temor a la muerte, al cesar de la vida, a la absoluta ignorancia de lo que está más allá. El miedo de ser un animal más, el miedo a no haber sido creados a “semejanza a Dios”.
Cada vez que puede, Borges nos lleva hasta el borde de ese abismo, hasta el precipicio, hasta “el lugar hondo en que no se oye la voz de Dios”. Y nos deja allí, perplejos, sin posibilidad ninguna de abordar el entendimiento, fascinados y horrorizados por el Misterio.
Pero el final, el límite de estos caminos es el mismo, el Misterio, frente al cual no cabe otra emoción que la perplejidad. (¿Es la perplejidad una emoción? ¿Solamente?).
Lo único que hay es Misterio. Y Borges nunca, salvo alguna vez que veremos, propone que pueda haber un camino hacia ese misterio, solamente la quietud de la perplejidad.
Borges, igual que un gnóstico, se burla de los dioses inventados, se pregunta en el poema Ajedrez” si hay un “Dios detrás de Dios,” o sea que el infinito orden causal, también afecta a este ídolo que hemos inventado y que llamamos Dios. Tiene una desconfianza radical en el saber humano y en cualquier cosmos, en cualquier orden o universo inventado por la razón.
Y así se van formando ciertas “categorías borgianas” que surgen o replican categorías bíblicas:
Para Borges, el cosmos, un supuesto orden manifiesto, que niega el caos, es pura ilusión. Si hay Ley, es secreta, es Misterio.
Y la conciencia, la razón, es puro laberinto, en el centro está dominada por el deseo, escondido y vital como un minotauro.
El lenguaje es falso. Es Babel, porque con él no podemos entendernos. Y el conocimiento, como consecuencia, es una Biblioteca de Babel.
Para Borges, frente al abismo hay solamente misterio y perplejidad.
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