Escritor y psicoanalista, Luis Gusmán nació en Buenos Aires en el año 1944. Autor de una gran cantidad de libros en una amplia variedad de géneros y temas, entre sus novelas se destacan El frasquito (que este año cumple 50 años y tiene edición reciente de Edhasa), En el corazón de junio y Tennessee y, entre los de no ficción, La rueda de Virgilio, Epitafios y Flechazo.
Meses atrás la editorial Ampersand, en la hermosa colección Lectores que dirige Graciela Batticuore, publicó Avellaneda profana, un libro de memorias lectoras de Gusmán que es un regalo para el corazón de todo lector sensible. Luis hace hablar a la memoria de diferentes tiempos y lecturas: Avellaneda, el tango, el club de sus amores en cuya biblioteca se formó como lector; el padre ausente y la falta de billetes, el estrabismo vergonzante, la colimba, los romances juveniles, los primeros trabajos en grandes librerías, las amistades literarias, la prohibición de su primera novela por parte de la dictadura….
Con esa escritura franca y argentina que lo caracteriza y que le permite ir de la ficción al ensayo (en sus variantes más cultas y más populares) con una soltura inusual, Gusmán entrega su vida sellada con letra y nos permite a los lectores imaginar nuevas novelas con varios de los personajes reales que por ahí circulan.
Lo que sigue es la transcripción de una charla distendida y riquísima que mantuvimos semanas atrás para el programa de radio Vidas Prestadas.
— En tus novelas, en tus ficciones y también en tus memorias siempre hay vidas cruzadas y vidas prestadas. Y hay, además, un viaje hacia el origen.
— Bueno, me parece que sí; que eso no se puede olvidar o que uno lo transforma. Transforma el vía crucis en vidas cruzadas. Tampoco es que mi infancia fue… a ver, fue la infancia de la época. Quiero decir que es muy necesario situar cada cosa en su estado de lengua de la época. Eso para mí es realmente fundamental, ¿no es cierto? Uno no puede pensar en un padre de hace 40 años y condenarlo absolutamente dadas las pautas de hoy en día porque, si no, no se puede pensar nada. Cada cosa debe ser pensada en su época y me parece que El frasquito es un libro que marcó realmente una época. Y, ahora que lo estaba corrigiendo para la edición española y hacía mucho que no lo leía, me impresionaba a mí mismo. Me decía: ¿pero cómo pude escribir esto?
— Fue tu primera novela y además hizo mucho ruido, justamente porque no se podía vender ni se podía mostrar -como contás en Avellaneda profana- porque había sido prohibida por la dictadura. ¿Cuánto tiempo te llevó escribirla?
— Sabés que no tengo idea, lo único que me acuerdo es que yo había escrito una novela un tanto cortazariana, ni siquiera una novela, unas páginas, y el Negro Lamborghini (N. de la R: el escritor Osvaldo Lamborghini), con quien en ese momento vivíamos juntos, todavía no nos habíamos separado por (N. de la R. la revista) Literal, me dijo: “¿Esto escribiste?” Y tenía razón. Entonces rompí eso y me empezó a salir El frasquito. El primer texto que escribí de la novela fue esa escena en la que el hijo está con la madre en un patio y la tortuga se pasea por el cuerpo de la madre. Y realmente era muy difícil porque erotizar el cuerpo de una madre en ese momento no era moco de pavo, ¿no? Y a partir de ahí empecé a escribirla. Así como sé que Villa lo escribí en un mes, en el caso de El frasquito, ni recuerdo, está casi borrado.
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— Ahora, cuando uno piensa en El frasquito, lo asocia con lo revulsivo. Vos mismo decías recién que te costó leerlo, volver a leerlo. Hay algo como intolerable ahí. ¿Qué pasaba por la cabeza de Luis Gusmán en ese momento, cuando ni siquiera era todavía el escritor sino un aspirante a escritor?
— Mira, yo no sé qué pasaba pero la verdad, me parece que cuando Masotta dice “El fiord es vindicativo y El frasquito, no”, yo creo que es muy distinto, es más subversivo, se mete con la religión. Porque ese mundo de la infancia, esa infancia, si vos querés, espiritista, cargada de voces, de ruidos; con cada cosa interpretada por vía del espiritismo… Si escuchaba un ruido, mi madre decía: “Es un espíritu burlón”. Uno tenía que estar decodificando el terror y adivinando todo el tiempo. Entonces me salió ese libro. Yo hablo de influencias, quizás Reinaldo Arenas, con Celestino antes del alba. Pero la verdad es que no sé, me salió. Y viste los verbos, cómo están acentuados ortográficamente, todos tan eróticos, como chupandomé, con el acento en la “e” final. Si yo lo corrigiera, no sería El frasquito.
— Entiendo.
— El frasquito es un libro peronista en el sentido de Borges cuando decía “los peronistas son incorregibles”. Bueno, El frasquito es incorregible, viste, porque yo pondría “chupándome”, con el acento donde corresponde, y sería otro libro. Es el único libro, en realidad ése y Villa, en el que yo no toqué una palabra. Me parece que salió como lo escuché.
— Como si fueras un médium.
— Totalmente, sí. Yo escuchaba ahí y escribía.
— Tomado por las voces, digamos.
— Dictado por las voces. Porque todo tenía otro significado, otra significación. Si en el baño se soltaba la cadena, no era que se soltaba sola, quería decir otra cosa. Entonces, todo ese mundo estaba poblado de interpretaciones del más allá.
— En Avellaneda profana aparece el origen del Luis Gusmán lector, con los clásicos, también aquellas personas que fueron tus formadores, esas figuras que son como dealers literarios que lo convierten a uno en lo que es, y mencionás el tango como una de las primeras literaturas. ¿Qué es el tango para vos?
— Leía el otro día Mescolanza, de Leónidas Lamborghini, donde dice que el escritor escribe con la oreja y que a él le hubiera gustado ser cantor de tango. Y me emocionó porque a mí también, solo que mi padre cantaba muy bien, y yo miraba a Gardel y, qué querés que te diga, me moría. En el Cine Avellaneda, cuando era el aniversario de la muerte de Gardel, el 24 de junio, paraban la película en un momento, la gente gritaba “Bis” y volvían a pasar la escena. Entonces era como si Gardel estuviera ahí, haciendo el tema otra vez.
— Qué genial. También mencionás que hay una película en la que Gardel no te parece Gardel.
— Y, sí, Flor de durazno. En esa película no me parece Gardel. Cuando tenía 5, 6 años, mi vieja me dice: va a bajar Gardel. Va a bajar Gardel. Yo estaba como loco. Entonces, cuando fui con ella, resulta que era una médium que se parecía a la actriz de El exorcista, esa película tan buena.
— Linda Blair.
— Sí. Bueno, cuando se le da vuelta la cara así automáticamente, me produjo una angustia. Y claro, era una médium que era mujer, entonces no era Gardel con la corbata o el moñito, la camisa a rayas, la sonrisa.
— Claro, además, ¿cómo podía una mujer ser Gardel?
— Sí, la verdad que no lo podía creer. Y mi abuela que siempre me decía “no, no es argentino, se llama Charles Gardes”. Entonces, todas esas cosas me fueron armando mi vida como un tango. Y después aprendí las letras de tango de memoria antes de saber qué significaban. Había palabras que yo no sabía ni qué querían decir.
— ¿Era algo que te gustaba y te interesaba o era la música que te hacían escuchar?
— No, no diría que me hacían escuchar, era música que se escuchaba, digamos. Al mediodía creo que era Radio mediodía. Después estaba Grandes valores del tango. Entonces todo el tiempo se escuchaba tango y mi viejo cantaba y bueno, la vida era un tango.
— Te pregunto porque en tu generación también hubo después un momento en el cual la gente se volcó al jazz o al rock. En cambio, vos seguiste siempre con el tango, eras un gran descubridor de talentos, al punto de que muchos de nosotros, por ejemplo, fuimos en los 90 a escuchar a Luis Cardei porque insistías con que fuéramos.
— Bueno, sí. Eso es lo que dice mi amigo querido Luis Chitarroni. Decía que mi generación, por lo menos Osvaldo, Germán (García) o yo mismo, a diferencia de Puig, no sabíamos inglés y empezamos a leer francés por el estructuralismo. “Ustedes se perdieron los Beatles”, me dice Chitarroni siempre. Y yo le digo: los Beatles al lado de Elvis Presley, nada que ver. Entonces, es cierto que más bien era un tango “abolerado”. Yo no estoy de acuerdo con Cabrera Infante, que dice que el bolero es sentimental y en cambio el tango es dramático. El tango también es sentimental, ¿no es cierto? Lo que pasa es que yo soy alguien que piensa el tango con letra; hoy en día, si le hablo a mi hija de algún tango me mira raro. Hay tangos que perviven como Naranjo en flor porque tienen una letra que se puede entender, pero si yo le digo “Humilde pebeta de todos los barrios, almita que sueña, rayito de sol”, me dice: papá se volvió loco. Entonces, me parece que el tango es la letra, ¿no? Por ejemplo, yo estaba escribiendo el libro y tenía que hablar del tango Corrientes y Esmeralda, que dice en su letra “locas de pris”. Yo no sabía qué era “de pris”, y me fijé y es uña de cocaína. O sea que ni yo sabía qué decía.
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— Leí en una entrevista que decías algo así como que cuando escribís sobre psicoanálisis, pones toda la fuerza en el argumento y que dejás de alguna manera el estilo de lado. El estilo es para el escritor. Vos vas de la narración al ensayo con facilidad y además escribís ensayo psicoanalítico. ¿Cómo dividís eso? ¿Son también distintas voces que te hablan?
— Bueno, yo siempre digo que es como Belle de jour. Justamente ayer me escribía con mi amigo (Jorge) Jinkins y me decía: “Extraño tu prosa”, porque le mandé un artículo sobre psicoanálisis. Yo creo que fue la manera en que me las pude arreglar porque suponete, el Negro Lamborghini podía poner “falo”, podía hacer toda la parodia. Como yo me dediqué a trabajar de psicoanalista, era muy difícil. Yo diferencio la interpretación de la lectura y por eso me gusta Borges: Borges lee, no interpreta. Entonces, en esos artículos sobre psicoanálisis tiene que mandar la argumentación, no hay juego de palabras ahí. Me reprimo, casi; me censuro.
— Esa es la palabra.
— Me censuro y el que lo vio bien fue Jorge Panesi, que me dijo: “lo sospechoso en vos es la ausencia de psicoanálisis, no la presencia”.
— En Avellaneda profana hay mucho sobre la despedida, sobre los adioses. Naturalmente, al ser un libro sobre memorias se va hablando de ciclos que se van terminando. ¿Qué te pasó mientras repasabas y te volvías a despedir de esas cosas que ya habían terminado en tu vida?
— Bueno, yo había escrito ya Flechazo, que es un libro de encuentros y despedidas, ¿no es cierto? Indudablemente, a mí me gusta la frase de Troilo, porque él decía al barrio “siempre estoy volviendo” y yo decía: pero qué vivo que sos, porque es un gerundio y un gerundio es algo suspendido, la cosa es si volviste o no volviste. Entonces, yo a Avellaneda hace mucho que no vuelvo. Ahí vivía mi abuela, también mi hermano, y en esa época iba. Y un día crucé. Como le digo siempre a Daniel Santoro: él habla del río y yo le digo que yo conozco más el Riachuelo.
— Claro, claro. Santoro, el artista.
— Imaginate lo que era cruzar el puente. Con dos amigos, los sábados a la noche veníamos caminando desde Avellaneda por el puente hasta la calle Corrientes. Caminando (N. de la R.: lo dice deteniéndose en cada sílaba). Veníamos a ver las librerías. No es que no teníamos plata eh, podíamos venir en colectivo, pero lo hacíamos para conversar. Y conversábamos de literatura… Entonces cuando yo vine por primera vez al centro todavía no había publicado ni era de ningún lugar. No era ni de La Paz, ni del Politeama. Accedo por Fernando De Giovanni, que había escrito la novela Keno, publicada por Jorge Álvarez y él me presenta a Germán García y después a Osvaldo. Y después, El frasquito me hace conocer amigos como Manuel Puig.
— La novela tuvo un prólogo tuviste. Posiblemente Piglia no tenía la relevancia, la dimensión que adquirió con el tiempo.
— Ricardo estuvo muy generoso. El libro estuvo tres años inédito porque no lo querían publicar. Lo quisieron publicar con un prólogo psiquiátrico.
— Qué locura eso.
— Sí, sí, discutí con (Alberto) Vanasco y con Martini Real por eso. Y después nos hicimos amigos. Y después me dieron el Premio Boris Vian por En el corazón de junio. Y Puig manda El frasquito a Italia, a una editorial. Y le respondieron que escribiera libros más largos. Y yo no podía, porque después de esa lengua dictada que hablábamos antes yo me vacié de lengua. Me quedé sin lengua. Entonces copiaba todo. Hacía collages. Agarraba lo que más me gustaba. Pero nadie se daba cuenta.
— Eso en la literatura, ¿y también en los artículos que escribías para las revistas?
— No, en las revistas no. En la primera, que es Literal, en la que estoy con Germán García y con Osvaldo Lamborghini, me parece que publico por primera vez un artículo ensayístico. Tenía mis prejuicios, para mí podía escribir ensayos Germán, que estaba más habituado, hasta que después, con el tiempo, me animé. Uno siempre se anima. Imagináte lo que era eso. Pasábamos todos por “Martín Fierro”, por la librería en la calle Corrientes (N. de la R.: Gusmán fue encargado de esa librería). Entonces era otra cosa. Fijate que el otro día vino una chica de Mar del Plata y yo quería regalarle Flechazo y no tenía, entonces voy hasta el Alto Palermo, le digo a ella: esperame acá en el bar, lo compro y te lo traigo. Entonces, el señor de la librería tenía todos mis míos y se quiso sacar una foto. Entonces yo le digo: bueno, cuando quieras paso y tomamos un café. Me dice: “no, no se puede salir”. En cambio, nosotros vivíamos en Banchero, era nuestra oficina. Y El frasquito produjo cosas. Como cuando apareció Elsa Daniel por la librería, que lo había leído, y fuimos a tomar un café. Que, de pronto, tres años después de escribirlo, se publica y sale la nota de Osvaldo Soriano -también muy generoso- en La Opinión y el libro se agotó en dos días.
— Hay en Avellaneda profana una anécdota muy, muy buena, a propósito de un artículo de Beatriz Guido.
— Beatriz presentó un libro suyo en “Martín Fierro” y ahí lo conocí a Torre Nilsson, que quería filmar El frasquito. Y entonces Beatriz Guido escribe esa nota, creo que era en El Cronista Comercial, que titularon “Los tres negritos de la literatura”, por Enrique Medina, Jorge Asís y yo. Lo que pasa es que la gente se olvida pero Enrique vendió 300.000 ejemplares de Las tumbas y Flores robadas de los jardines de Quilmes, más de 200.000.
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— Sí, una locura.
— Era una cosa que nunca pasó ni pasa ahora, ni creo que vuelva a pasar.
— Seguramente.
— Entonces, yo no me dedicaba al periodismo como para acceder a la literatura, entonces yo creo que en ese sentido el peronismo posibilitó de alguna manera ciertas cuestiones, fueron esos años que permitieron la aparición de esos tres libros que realmente cambiaron la cosa tan realista de la literatura argentina. Nos teníamos que despegar de Borges por un lado, de Cortázar por el otro, del realismo socialista, por el otro. Y, ¿qué teníamos? Al polaco Gombrowicz loco, con ese diario, esa cosa tan extemporánea y desvergonzada que permitía que un escritor podía hacer alguna otra cosa. Esto, más allá de mi admiración por Borges. Lo más lindo que me pasó el año pasado fue que me invitaran a la casa de Borges en Adrogué a dar una charla y yo llevé una foto que tengo con él y la pusieron ahí. Pero en el jardín hay una escultura de Borges en la que le está dando la espalda a una Unidad Básica justicialista. Y yo le digo: “¿Por qué no lo dan vuelta de noche?” Y un tipo estuvo genial, me dijo: “¿Y si se vuelve a dar vuelta solo?”
— (Risas). En tu libro aparece mucho lo que tiene que ver con los complejos en relación con tu cuerpo; te calificás de “esmirriado” o te detenés en el estrabismo de cuando eras más chico. También hay algo en términos de clase, aquello a lo que no se podía acceder, el modo en que espiabas a los que sí podían tener el carnet de la pileta. Y hay una frase emocionante, que tiene que ver con esa pileta que espiabas cuando tenías 18 años y es cuando te referís al color, “el verde esmeralda de las piletas de Racing”, un color que, pese a todos los viajes que hiciste, decís, no volviste a ver en ningún mar del mundo.
— Y bueno, sí, porque la pileta de Racing era un mundo. Era un tiempo en el que uno podía acceder más a los jugadores. Yo era muy fanático y andaba detrás de todos los jugadores de ese tiempo. Y la pileta de Racing era adonde iban las chicas como la Pecosa, una de las que aparece en Avellaneda profana. Para mí pertenecían a otra clase social. Entonces, cómo te podría decir, ese color era casi un color de piel, pensándolo ahora. Yo nunca iba a tener ese color de piel. Estuve escribiendo un libro que se llama Alguien cantó, como la canción de Matt Monro, y empecé a recordar toda la música de esa época y, por ejemplo, cuando en el Cine Avellaneda en 1958, 59, dieron Al compás del reloj con Bill Haley y los Cometas y se dieron vuelta todas las butacas y la gente empezó a bailar el rock ahí. Pero en un momento el paisaje cambia, entonces las chicas de Racing empezaron a aparecer todas con sus guitarras a cantar folclore. Es la época de temas como Angélica, Zamba de mi esperanza. De pronto, no entendía nada porque no encajaba en ningún lado. No había encajado antes, no sabía bailar el rock, no sé bailar nada todavía, y no sabía bailar folclore, entonces lo único que me quedaba era escribir.
— ¿Ahora seguís sin encajar en ningún lado?
— Y, algo de eso hay.
— Tal vez te adaptaste a esa situación.
— Lo que me parece que no encaja es la literatura. Cuando los editores españoles leían El frasquito me decían: pero esta literatura tiene como 50 años, ¿no? Ahora escribí una novela de tango que se llama Dos extraños. Y la tuve que situar atemporal porque si yo pongo la historia de un cantor de tango ahora tendría que tener por lo menos 80 años, la edad que tendría Luisito Cardei. Entonces era casi imposible para que no fuera histórica.
— Entiendo.
— Creo que mi literatura sigue sin encajar. Me gusta la frase de Descartes con la que Georges Perec iba a titular uno de sus libros que dice “yo marcho enmascarado”. A mí me gusta eso de marchar enmascarado. Y eso sí lo puedo decir tranquilo: nunca me la creí ni me la creo. Y como les dije a mis amigos más jóvenes, Maxi Crespi, Diego Erlan: “Miren que yo tengo amigos más jóvenes, no discípulos”. No me llevo con eso. La verdad que no me llevo.
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