“Habría que preguntarle a Francisco”. Era el 14 de agosto de 2014, San Lorenzo jugaba en su casa el partido de vuelta contra Nacional y por primera vez en la historia podía consagrarse campeón de la Copa Libertadores.
Hay entre los fanáticos y los jugadores una costumbre que se respeta con la fuerza de un mandamiento, de un tabú. Nadie, absolutamente nadie, bajo ninguna circunstancia puede decir antes de que se juegue el partido que su equipo va a salir campeón. Es un mandato que respetan todos, desde los más cabuleros hasta los que no creen en nada. Aunque de estos últimos casi no hay.
En cuestiones de fútbol, todos eventualmente terminamos por entregarnos al pensamiento mágico. La consecuencia inmediata de hablar de más es mufar al equipo y quitarle las chances de la victoria. Y ese que habló termina tachado de yeta, de sal, de piedra —drapie—. Hace poco pasó con un jugador que, cuando quedaban dos o tres fechas por jugar, dijo que iban a ganar la Liga y con resultado final, los hinchas le apuntaron como uno de los grandes responsables de la derrota.
Aquel día, entonces, con el sueño tan cerca, nadie quería ser partícipe del maleficio. La televisión cubría la previa del partido y le preguntaba a la gente cerca del estadio sus sensaciones, sentimientos, pálpitos, ilusiones, promesas. El resultado en Paraguay había sido 1-0 en favor de los locales, no parecía imposible darlo vuelta —y al final fue lo que pasó: ganó San Lorenzo, que terminó con un global 2-1—. Nadie quería decir la palabra prohibida, pero había una sensación compartida de que jugaban con ventaja divina: el papa era hincha del Ciclón.
La historia de San Lorenzo de Almagro ha quedado atada a la de su socio número 88.235N-0. El año anterior el equipo peleaba por no descender —lo salvó Caruso Lombardi—, pero en los pocos meses que Bergoglio llevaba como papa, el “efecto Francisco” había producido un cambio notable en el espíritu del club, que no sólo había ganado con autoridad el torneo local y la copa, sino que había recibido un aluvión de nuevos socios de todo el mundo que querían pertenecer a su equipo —Novak Djokovic entre ellos—. San Lorenzo, además, había podido levantar una deuda millonaria y comenzaba a proyectar el regreso tan ansiado a su lugar de origen, en Inclán y Av. La Plata.
—¡Qué pasa con el San Lorenzo! —le decía un periodista israelí en 2014.
—Desde que tienen mi cara en la camiseta ganan todo.
Cuervo desde 1946
Pero antes del papa hubo otro cura. El club toma su nombre del sacerdote Lorenzo Massa, que les dio un lugar para jugar al fútbol después de un accidente fatal en las vías del tren, y cuando esos chicos fundaron el club en 1908, en agradecimiento a Massa lo elevaron a la categoría de santo. Los colores de la camiseta también tienen un origen religioso: son una versión más intensa de los del manto de María Auxiliadora —celeste y rosa—.
Massa era salesiano y Jorge Bergoglio estudió en un colegio de esa congregación, pero el amor por el club tiene un origen estrictamente deportivo: tenía nueve años cuando el equipo de Pontoni, Martino y Silva fue campeón en 1946, después de enhebrar una serie de victorias contra Boca, River, Racing, Platense, Lanús (le hicieron cinco goles), Atlanta (le hicieron seis) y Rosario Central (¡siete!). ¿Habrá visto ese año la foto de Evita con la remera del Ciclón?
Hasta que fue elegido papa, varios primeros de abril, aniversario de la fundación de San Lorenzo, Bergoglio oficiaba la misa en la capilla del club. También le gustaba dar misa en la Villa Olímpica: desde el púlpito podía ver el estadio Nuevo Gasómetro. En 2008, el año del centenario, el entonces Arzobispo de Buenos Aires dio misa en el oratorio de San Antonio, un lugar simbólicamente muy fuerte, porque allí fue donde se fundó el club.
El papa tiene miles de fotos con diferentes personalidades. Desde presidentes a cantantes, desde empresarios a golfistas. Con el mundo del deporte y, en particular, con los jugadores de fútbol, que es el tema que nos convoca, tiene una serie infinita. Está con Messi, con Gianlucca Buffon, con Javier Zanetti, con los equipos de la Lazio y la Roma, con Blatter, con Tévez. Y, como no podía faltar, con los históricos jugadores de San Lorenzo: Passet, Ruggeri, el Gallego González. También con Lammens y Marcelo Tinelli —presidente y vice del San Lorenzo campeón de América—, que le regalaron una camiseta que decía “Francisco Campeón”. Hay un club del ascenso que se llama Deportivo Papa Francisco, pero los jugadores todavía no pudieron conocer a su patrono.
Tengo el recuerdo que tal vez sea falso, pero en todo caso me resulta verosímil, de que en uno de sus paseos por el Vaticano, mientras Bergoglio ya Francisco saludaba a los fieles, alguien se le acercó con una camiseta de Boca para que se la bendiga y él, rápido de reflejos, se alejó como si hubiera visto un demonio. Pero era una camiseta de Boca, no de Independiente.
Papa vs. papa
El papa peronista y futbolero, argentino hasta la contradicción, dijo que iba a ser neutral en el Mundial 2014. No vio la final con Joseph Ratzinger —Benedicto XVI—, pero la película Los dos papas fantasea con el encuentro. Anthony Hopkins hace de Benedicto; Jonathan Pryce de Francisco.
Los dos comparten un sillón frente a la tele y miran aquel partido que, de haber existido el VAR tal vez hubiera tenido otro resultado. Dos monjas les traen la comida y Francisco las apura para que se vayan, porque está empezando la final. “Ahí estás vos”, le dice Benedicto, asombrado por una bandera argentina que en lugar del sol tiene la cara de Francisco. Los dos papas están de blanco, pero Francisco tiene, además, una bufanda con los colores de su equipo.
Mirando esa escena y esa bufandita, no puedo dejar de pensar en otra escena, una de El secreto de sus ojos. Francella y Darín están pensando cómo encontrar a un asesino que siempre se les escapa. Le dan vueltas al tema hasta que Francella cae en cuenta de que el lugar para atraparlo es la cancha de Racing. “El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de dios. Pero hay una cosa que no puede cambiar. No puede cambiar de pasión”.
Si es inimaginable que Bergoglio deje de ser el papa de los católicos, es todavía más inconcebible creer que puede dejar de ser cuervo. Los productores de la película de Netflix acertaron con el vestuario: la bufanda de Jonathan Pryce es azulgrana y dice San Lorenzo. El papa Francisco mira la final en el Maracaná y Jorge Bergoglio sueña las tardes en el viejo Gasómetro.
Sigue la película y Benedicto se queja de las faltas violentas y, mientras la tele muestra la cara ensangrentada de Bastian Schweinsteiger, Francisco dice: “¡Es un rasguño, es un rasguño!”. Toman cerveza —varias— y discuten como dos hinchas en un bar. El partido termina y Francisco mira hacia la nada en silencio. El otro le palmea la espalda en un gesto de consuelo paternal que cualquier otro, de no haber sido Papa, le hubiera devuelto una trompada.
La final del mundial fue el 13 de julio. Un mes después, se jugó la Libertadores. Dicen que esa noche, Bergoglio todo el tiempo le pedía a los soldados de la Guardia Suiza que le dijeran cómo iba el partido.
* Este artículo es parte del libro Francisco. Diez años del papa latinoamericano, editado por Leamos.
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