Han pasado más de 60 años desde que Albert Camus falleció, a edad muy temprana, tras sufrir un accidente automovilístico en Villeblevin, Francia, en enero de 1960. Su obra sigue vigente, así como su influencia, en años donde, de repente, sus ideas en torno al existencialismo son más válidas que nunca. De ahí que sea uno de los grandes clásicos de la modernidad.
Hace unos años, el grupo editorial Penguin Random House, en Barcelona, anunció la publicación de la correspondencia del escritor, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1957, con María Casares, la actriz española que vivió en Francia desde 1936, adquirió la nacionalidad francesa y conoció al escritor en marzo de 1944.
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Camus y Casares se conocieron ese año en la casa del también escritor, Michel Leiris. En ese entonces, María tenía 21 años y recién se había lanzado al ruedo como actriz, debutando en 1942, en el teatro de Les Mathurins, al tiempo que Albert, que rondaba los 30, publicaba “El extranjero”.
La escritora Simone de Beauvoir, que también se encontraba presente esa noche, recuerda en su texto “La plenitud de la vida”, que Casares “llevaba un vestido rayado color violeta y púrpura, había recogido su cabello negro; una risa un tanto estridente descubría por momentos sus jóvenes dientes blancos. Era muy bella”.
En esa época, el también autor de “La muerte feliz” vivía solo en su residencia en París. La guerra lo había forzado a mantenerse alejado de su esposa Francine, que se encontraba en Orán, trabajando como maestra. Fascinado por la figura de María, Camus le ofreció un papel en la puesta en escena de “El malentendido”, y no cualquiera. Él quería que María Casares interpretara a Martha.
Unos meses después, habiéndose frecuentado mutuamente en repetidas ocasiones, se hicieron amantes. Aquello ocurrió en junio, y ese fue el inicio de una historia de amor que se hizo pública, apenas, hacia 1948. Los años previos, lo que vivieron los dos, quedó consignado en las muchas cartas que se escribieron; un número considerable de misivas, cerca de 865, en las que daban cuenta de la intensidad de su relación, de lo dura que llegaba a ser la ausencia, del gozo de los días compartidos.
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Al principio, Camus y Casares encontraron resonancia entre ellos a raíz de sus experiencias con el exilio. Él había tenido que dejar Argelia, y ella había hecho lo mismo desde España. Después, su pasión por el teatro los congregó y el tiempo se encargó de acogerlos a merced del amor idílico, y pese a que fue breve el tiempo que pasaron juntos, vivieron cada segundo con intensidad.
En sus cartas, es evidente el amor que se tenían y los sacrificios que durante el camino se permitieron hacer para perpetuarlo. “Dame detalles acerca de tu vida. Ayúdame a imaginarte. ¿Te ves morena y bella como para que uno se derrita? ¿Cómo llevas el cabello? (...) Dime lo que haces, lo que piensas. Necesito tu transparencia (...) Intento imaginarte, reconstruirte a distancia”, escribía Camus.
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La correspondencia entre los dos permite, no solo rastrear el curso de su amor, sino la evolución de sus oficios, de él como escritor, y de ella como actriz. La pasión amorosa domina las palabras de ambos, sin embargo, y el tomo de misivas termina convertido en una bella novela, una historia de amor, de arte y de guerra.
Su publicación, habiendo pasado tanto, fue posible gracias a Catherine Camus, la hija del escritor, quien, tras la muerte de su madre, ignoraba el idilio de su padre con la actriz española. “Mamá lo sabía y hablaba de ello con gran respeto e incluso con afecto”, comentó, reconociendo que le habría gustado conocer a María Casares.
Consciente del valor literario de las cartas, no se quedó solo con las que se hallaban en el archivo de su padre. Consiguió la forma de obtener las de Casares, las compró y, posteriormente, reunió todo el material.
Sus cartas, escribió Melina Balcázar Moreno para Milenio, hacen que la tierra sea más vasta, el espacio más luminoso, el aire más ligero, “simplemente porque existieron”.
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