En la entrada del 12 de abril de 2022 del diario publicado con el título Los años Aira, Alberto Giordano recuerda la ocasión de la presentación de otro de sus libros. Se trata de uno de mis preferidos: La conversación infinita, sobre Manuel Puig y que tuvo el gusto de que fuera presentado por César Aira en unas jornadas dedicadas a Puig en General Villegas, su pueblo natal.
“Todo lo referido a aquella presentación quedó rodeado de un aura ambigua”, escribe Giordano. Y uno se pregunta qué pudo salir mal. Un gran libro, un gran presentador, incluso las fotos que documentan el evento fueron sacadas por Alan Pauls. Giordano agrega que Aira no se lució como él esperaba, pero este no puede ser un motivo real, sino una reconstrucción que justifica un reproche y que, además, tiene la benevolencia de poner a quien se queja en una actitud remilgada, de la que casi se disculpa.
Afortunadamente, la entrada anterior del diario (fechada el 8 de abril) permite encontrar una pista. Allí se narra otro homenaje, esta vez uno dedicado a Borges, en agosto de 2006 en la Biblioteca Nacional. El mismo año en que se publicó La conversación infinita. No importa si la presentación de este libro fue antes o después del homenaje a Borges. La verdad de los hechos es menor a la que impone la lectura retrospectiva del diario. Ese día Giordano tuvo otro encuentro con Aira, con uno que no le habló a un público, sino a él:
“Ahora que pasó tanto tiempo desde aquella conversación [¿finita? quisiera preguntar] recuerdo solo una cosa del trance melancólico que había atravesado César. No consultó a un analista ni a un psiquiatra, como hicimos todos en las mismas circunstancias, sino a un clínico […] No recuerdo si lo dijo en aquella ocasión, o en otra, más divertida, un tiempo después: los especialistas en salud mental le parecían unos charlatanes”.
Los dos puntos antes de la afirmación hacen pensar que, lo que sigue, es una frase que se debe atribuir a Aira. La verdad es que uno no se imagina a uno de los escritores con más prestigio de Latinoamérica, nombrado muchas veces como posible candidato al Nobel, decir semejante estupidez. No lo digo por el contenido de la oración, sino por su forma. Con todo respeto por las señoras mayores, parece un prejuicio de abuela en batón. Podría haber sido la mía. ¿Quién usa todavía la palabra “charlatán”? Ahora bien, quizá no esté mal el impacto que produce esa frase, porque casi sin querer inmediatamente Giordano agrega: “Imaginé que era algo que solía decir su madre”.
Ahora importa poco que Aira haya dicho, o no, esa frase, sino que pasa a primer plano la imaginación de Giordano, la madre que proyecta en Aira. Querido lector, seguro usted cree que no se entiende a dónde va todo esto que digo; pero le diré dos cosas: 1. Si usted quiere leer las mejores páginas que se escribieron sobre la paternidad, lea a Giordano (en particular su libro Volver a donde nunca estuve. Algo sobre mi padre); por eso es tan raro que aquí se hable de la madre; 2. ¿Puede haber algo más extraordinario que ver en César Aira una madre? En todo caso, el diario tiene que dar una explicación.
La anécdota continúa como sigue: Aira se retira y deja a Giordano en el homenaje a Borges [¿uno de los pocos padres en ese orfanato que es la literatura argentina?] y, entonces, aparece la perla de estas páginas. Ante la partida de Aira, Giordano agrega: “Me identifiqué con el impulso [de partir; Giordano dice que Aira “huía”], pero igual traté de retenerlo […] me sentí muy solo”.
Me quedo con la última frase (“me sentí muy solo”) porque es el único lugar en todo este diario en que Giordano expone tan directamente uno de sus sentimientos, una soledad sin remedio y vinculada a un abandono materno. No me interesa saber nada de la madre real de Giordano. Este abandono suele ser más una fantasía que una vivencia real. A veces el niño abandonado por la madre es el que no tiene forma de tomar distancia de ella; es el que, por ejemplo, necesita inventarse una fobia o un padre al que temer como forma de rescate. En fin, la realidad es poco relevante a la hora de hablar del mundo interno del ser humano.
Quizás Aira tenga razón y los especialistas en salud mental –según algunas referencias académicas ese es mi estatuto; yo jamás diría algo así de mí– seamos unos charlatanes –esto sí lo diría de mí. Sin embargo, aquí estamos, en medio del comentario de este libro fascinante y con una inquietud que no se deja resolver: ¿qué busca Giordano en Aira? Espero que lo dicho sirva para salir de los lugares comunes de la literatura: la historia de una amistad; la interlocución entre el escritor admirado y el crítico; etc. Todo eso es porquería para artículos universitarios y congresos a los que mejor dejar de ir cuanto antes.
Aira es alguien muy importante para Giordano, porque Giordano se busca a sí mismo en la figura de ese hombre al que, a veces, llama simplemente por su nombre: César. Que la presentación de La conversación infinita haya sido decepcionante no puede extrañarle a nadie dado que, como Giordano mismo cuenta en este diario, ese libro implicaba un viraje personal: de los ensayos más eruditos al giro intimista, del Giordano profesor –recuérdese o sepa quien aún no lo sabía, que una de las novelas de Aira tiene como personaje a un Alberto Giordano que dicta clases en la UNR– al Giordano que a través de murmullos encubiertos y tímidos en sus redes sociales desplegó un modo de hablar que solo a él le pertenece, una voz que se hace letra en fraseos incidentales y a partir de anécdotas. ¿Quién puede pedirle a otro que esté a la altura de un acto que solo a nosotros nos concierne?
Sin embargo, ahí está Aira, como sostén de la transformación personal que se continuó con los años. Me atrevería a decir que Aira funcionó como un psicoanalista para Giordano. A su pesar, seguramente. Es lo de menos. Siempre suele ser así. Nadie es analista porque quiere. Lo cierto es que en estas páginas puede leerse la más bella historia de un lazo, ese vínculo tan particular que, en psicoanálisis, llamamos “transferencia”. Lo asombroso es cómo Aira tiene todo el comportamiento de un analista: saber frustrar a Giordano; por ejemplo, cuando este le cuenta que está muy interesado en los mensajes de audio y Aira, por mail, le responde:
“Comprendo el gusto por los audios, pero no lo comparto. Yo jamás podría hacerlo. Pienso que se necesita mucha presencia de ánimo para ponerse a hablar solo delante de un teléfono”.
Este es el mismo Aira que es “renuente a la conversación sobre asuntos personales”, mientras que Giordano dice de sí que “me gusta explorar lo íntimo sin pudor ni prevenciones, para sentirme más próximo”. Entonces, el Aira-analista le deniega esa satisfacción y con muy buen tacto sabe no darle –que no es lo mismo que negarle– eso que Giordano pide, porque no es eso lo que quiere, no está ahí su deseo; pero, ¿cuál es el deseo de Giordano?
No hay acceso a un deseo sin un rodeo. En este punto, un libro puede ser leído como un sueño; como Freud decía que el material onírico requería ser interpretado hasta llegar a ese punto oscuro en que linda con lo indecible. Lo inefable, no como algo que no se puede decir, sino más bien como el resultado de un despeje, hasta llegar a un vacío que, por cierto, quizá esté recubierto por una escena mentirosa. Esto es lo más cerca que podemos estar del deseo y este libro de Giordano es sensible a este método.
Con anterioridad me referí a la madre proyectada en Aira y una soledad irreparable. El recuerdo está fechado en la segunda parte del libro, cuando Giordano comienza a despedirse de Aira, cuando recuerda la vez en que fue a su casa y no encontró lo que esperaba (¡otra vez la decepción!) y aparecen indicaciones relativas a la edad del escritor, entrado en la vejez que nunca podría ser incipiente. Por esta vía el libro es un duelo por Aira, pero ¿para qué le sirvió Aira a Giordano, como para que fuese necesario que lo perdiese? En este punto tenemos que ir al comienzo del diario.
En la primera entrada (del 21 de noviembre de 2014) Giordano menciona una reseña de un libro de Aira que le hace pensar que “todavía quedan aspectos de Aira por descubrir”. No me parece que exagere si digo que Aira fue inicialmente un objeto a ser descubierto, en el que poner toda la pasión de una mirada que quiere traspasar los semblantes. Así es que pueden entenderse los acercamientos iniciales, las invitaciones a Rosario y las intervenciones de Aira en actividades organizadas por Giordano y sus secuaces. Trampas en las que, por suerte, Aira no caía. En la primera mitad de Los años Aira el lector encontrará un paisaje de los estudios literarios durante la década del ‘90, pero nada de esto supera el vicio anecdótico, hasta que leemos que (en 2018) Giordano vuelve a leer una novela que Aira había publicado en 1992: El llanto.
El libro tiene un subrayado:
“Hay una transformación que espera al cabo de todo matrimonio, no importa cuántos años hayan pasado y cuánto amor se haya puesto: que la persona con la que uno se ha casado es un monstruo”.
No hay que leer mucho más en este diario para enterarse de que Giordano habla de Aira como el “Monstruo”. Entonces, ¿qué extraña pareja forman Giordano y Aira? La respuesta la da otro fragmento de la misma novela, de la que Giordano dice: “Son tan perfectas y felices como las recordaba”. En esas páginas, hacia el amanecer, el narrador se encuentra con su hijo y Aira lo describe de este modo: “Le tiendo los brazos y se trepa a mí con la facilidad de un viejo hábito”. ¿Por qué es tan importante esta escena?
Transcribo una página de un ensayo de Giordano, de su libro Una posibilidad de vida. Para mí, esta es una las páginas más logradas de la literatura argentina, aunque esté incluida en un supuesto ensayo teórico.
“Una tarde muy triste, para consolarme, y también para disculparme, por haber tenido que dejarlo solo en la clínica en la que estaba internado, traté de recordar y escribir la imagen de papá que me parecía más feliz, la que mi memoria podía ofrecer como prueba de que, al fin de cuentas, nos quisimos y compartimos, del modo equívoco en que pueden compartir algo de sus vidas un padre y un hijo, momentos dichosos.
En una de las mesas del bar del aeropuerto de Córdoba, mientras esperaba el avión que me devolvería a Rosario, sobre unas servilletas que después guardé dentro de un libro y al final perdí, escribí que si alguien me preguntaba en ese momento cuál era la imagen de papá que más me gustaba recordar, mi respuesta inmediata habría sido: la imagen de papá esperándome en la plataforma de llegada de una estación de ómnibus, o mejor, la imagen de papá en el momento en que me reconoce entre los pasajeros que descienden. Puede ser en Buenos Aires o en Córdoba, en Tucumán, incluso en Rufino, el ómnibus ya se detuvo y desde la fila de los ansiosos que apuramos la llegada descubro a papá entre los que esperan.
Todavía no me ve y está alerta, en una anticipación de todo el cuerpo que se prepara para la alegría de los besos y los abrazos. Ahora sí, me descubre, y viene a mi encuentro. Se mueve con una mezcla de dureza y plasticidad que, sin proponérselo, resulta elegante, como si en el presente del cariño algo del pudor y la timidez originarios se ablandara con la visión de la llegada del hijo. Sonríe, con entusiasmo, con generosidad, y la cara, que ya era encantadora en la espera, ahora resplandece. Aquí no hay dudas, la fuerza de esta imagen suspende la cantinela familiar de los olvidos y los resentimientos. Acabo de llegar y, sin decir nada y sin saberlo, papá me da lo mejor que un padre le puede dar a un hijo: la certidumbre de que es bienvenido”.
La página de Giordano es una amplificación y extensión, hasta sus consecuencias, de la frase de Aira –escrita después, sin saberlo, quizás a su pesar; pero, esa frase de Aira, ¿es suya o de Giordano? Como ocurre en un análisis, la palabra del analista no le habla al paciente más que con sus propias palabras. Por eso, querido lector, si usted pensaba que al leer este diario se iba a enterar de un montón de chismes sobre la vida del célebre escritor de Flores, también se va a decepcionar; por suerte, porque encontrará cómo alguien es capaz de circunscribir su deseo a través de un fantasma del que, oportunamente, tuvo que desprenderse.
Aira no es un sustituto del padre, sino el horror materno, monstruoso y velado, que solo puede ser tolerable a través de una ficción paterna. En efecto, en otra entrada del diario, como al pasar, Giordano nos cuenta que la última foto con su padre se la sacó justamente Aira. En cierta medida creo que el contenido de este libro podría parafrasearse en estos términos: todas las cosas que hice con Aira, pero en el sentido más instrumental del término. Porque Aira es ese objeto ambiguo –para tomar una imagen de Paul Valéry– que inquieta y, luego, debe ser arrojado.
Resta una pregunta: ¿por qué Aira? Sin embargo, nadie elige a su analista porque sea la persona que más se le parece, o porque piensa como uno. Si así fuese, no habría análisis más que un reforzamiento temeroso de las seguridades más tibias que alguien puede tener. Esto es lo más común hoy, que las personas no se analicen y, en cambio, vayan al analista para que les digan: “Oh, sí, quédese tranquilo, usted es una buena persona”. Por eso es tan maravilloso que una experiencia de análisis la encontremos en el diario de un crítico literario que narra la relación con un escritor que ni siquiera es de su preferencia. Esto alcanza para situar cómo un deseo necesita otro deseo para revelarse (y rebelarse) en su punto ciego.
Podemos tener una idea del nudo de estos deseos en la entrada del 20 de abril de 2018:
“Cuando lo conocí en 1991, Aira ya estaba obsesionado con la idea de abandonar la literatura. Aunque escribía y publicaba continuamente, su norte era, según decía, la posibilidad de abandonarlo todo. Tardé bastante en entender que lo suyo no era una pose, sino la manifestación de una paradoja: para llegar a ser escritor hay que encontrar el modo de renunciar a serlo. El deseo literatura, que siempre es deseo de otra cosa…”
El presentimiento de la posibilidad más íntima en el encuentro con otro, el anticipo de esa “otra cosa” que es el deseo, es lo más real que une a dos personas, independientemente de cualquier ideología o cosmovisión. Ese deseo sintomático –paradojal– en Aira, fue el sostén de la transformación que llevó a Giordano a rasgar una de las identificaciones en que su vida se había quedado detenida, presa de esa versión del abandono materno que es la melancolía. Esa “melancolía vaga y sin objeto”, recuerdo ahora que dice Aira en El tilo.
Leí Los años Aira con sumo interés y gratitud. Hacía mucho que no tenía la sensación de una promesa vital en la lectura de un libro. Me da alegría saber que en Rosario vive un hombre que tiene un alma.
Seguir leyendo: