¿Qué pasaría si, de un día para el otro, el gobierno decidiera prohibir la religión y el ateísmo se impusiera como regla? Esa es la premisa con la que arranca Nuestro oscuro pasado, la nueva novela de la escritora argentina Camucha Escobar, editada por Plaza & Janés.
En su más reciente trabajo, la autora de libros como Tierra en sombras, Tu rostro en el fuego y El infierno en tu piel narra el devenir de un México que “se desangra”, en donde el gobierno ateo del presidente Calles prohibió el culto religioso y, con el ejército federal, se encarga de perseguir a los sacerdotes, a quienes obligan a casarse o bien son asesinados.
El pueblo, sin embargo, no se queda de brazos cruzados. Un grupo de disidentes conocidos como los “cristeros” decide tomar las armas para hacerle frente al sometimiento por parte del Estado y luchar contra sus nuevas imposiciones, como la prohibición de vestir de negro o de rezarle a Cristo y a la Virgen de Guadalupe.
Pero mientras el país se viene abajo, dividido por esta guerra religiosa y sumido en el hambre y el miedo, una ferviente defensora de los cristeros y un hombre proveniente de una familia profundamente federal protagonizarán una historia de amor imposible a lo Romeo y Julieta. ¿Quiénes son en realidad? ¿Qué secretos esconden sus antepasados?
Así empieza “Nuestro oscuro pasado”
¿Dónde está mi niño?
Veracruz, 1 de noviembre de 1896
Aquella noche la luna se escondía tras gruesos nubarrones. Soplaba un viento fuerte que golpeaba con rencor los postigos de la cabaña y se colaba por las hendijas de las ventanas y de la puerta, helando todo a su paso.
En la chimenea, un fuego calentaba la habitación. Los muebles eran por demás sencillos: una mesa de madera, tres sillas de paja, un armario de roble ennegrecido y despintado. Sobre una de las paredes, la cruz destacaba sobriamente. También había una cama. Dos mujeres asistían a la joven que se hallaba acostada en ella.
—¡Virgencita de Guadalupe! —gritaba Catalina Odarda con todas sus fuerzas. Estaba bañada en sudor y tenía la larga cabellera apelmazada sobre la espalda. Su rostro había perdido color. No tenía fuerzas para seguir soportando tanto sufrimiento. Las contracciones eran tan agudas que le cortaban la respiración. Trataba en vano de que sus pensamientos le permitieran evadirse, por eso pensaba en el padre de su niño, en la felicidad que iba a sentir cuando lo tuviese en sus brazos. Porque ella no dudaba que sería un buen padre.
Volvió a gritar con todas sus fuerzas. Se consolaba pensando que pronto se darían a la fuga. De ese único modo iban a poder criar a su hijito, escapando…
—Apachurra mi mano, mi niña, que pronto nace. —Inocencia, su criada de confianza, le apretaba la mano con fuerza. Tal vez, de ese modo, le pasaría un poco de coraje.
—Ino, ¿le has avisado?
—¡Ay, mi Catita! No piense en ello ahora. Tiene que hacer juerza pa’ que nazca el chamaquito—. La criada disimulaba la angustia que sentía.
Catalina trató de sonreír en vano.
—¡Cristo, que me muero! —Una puntada de dolor la traspasó.
—Vamos, un esfuercito ma’ que ya llega —le decía mamá Jesusa, la comadrona, que con sus manos diestras y curtidas de tantos partos trataba de acomodarle el vientre. El ceño de la mujer se frunció cuando comprendió que la criatura venía de nalgas.
Inocencia, que se dio cuenta de inmediato de la intranquilidad de Jesusa, le preguntó por lo bajo:
—¿Qué chingados pasa? —Más que una criada, era la confidente de Catalina. Gracias a que la muchacha había oficiado de mensajera, el teniente y la joven habían podido forjar su relación. Inocencia era capaz de cualquier sacrificio por su Catita.
—Viene de nalgas. Estamos fregadas. —Las gotas de sudor mojaban el rostro de Jesusa y también las axilas. Si la criatura nacía o la madre vivía era un milagro.
—¿Qué ocurre? —alcanzó a preguntar la parturienta antes de doblarse en otra contracción. Sus ojos grises estaban velados por las lágrimas.
—El último empujoncito y ya está —le prometía la partera mientras por dentro pensaba: “De seguro se nos muere en meno’ de lo que canta un gallo”. Se persignó antes de hacer un último intento: introdujo su mano y trató de dar vuelta a la criatura. No había nada más que hacer.
Se escucharon los alaridos de Catalina mientras su hijo nacía. Se desmayó de tanto dolor.
—Es un machito —dijo Jesusa—. Un chilpayate sano y bien chulo.
La mujer terminó de limpiarla. Inocencia envolvió al recién nacido con una pañoleta, tragando rabia y angustia. Desde el momento en que la madre de su Catita la había amenazado, supo que su carnala jamás la iba a perdonar. Por eso ya tenía preparados sus trapos para partir a primera hora de la mañana. ¿Qué podía hacer una fregada como ella? ¿Oponerse a la patrona? Eso nunca. Su carnala jamás sabría de ella. Así lo había prometido y, por el bien de los suyos, cumpliría. Besó al niño porque le latía que sería la última vez que lo vería y, guardándose la congoja en el fondo de su alma, se escabulló por la puerta trasera. Allí la esperaba Ascensión Montiel, una pariente lejana de Catalina.
El rostro de Ascensión Montiel era imperturbable. Alta y esbelta, como si fuese una reina, caminó hacia la criada. Con un gesto decidido y la mirada desangelada, le quitó al niño de los brazos. En aquel instante, el viento comenzó a soplar con más fuerzas, como si tratase de impedir aquel pecado. Pero doña Ascensión no era supersticiosa.
Inocencia se quedó inmóvil un largo rato y luego lloró con desconsuelo. Ella era un Judas, un Judas Iscariote, aquel traidor del que el padrecito tanto hablaba en el catecismo. Hasta sus restos llevaría aquella culpa en su conciencia. Escudriñó a lo lejos, pero la noche sin estrellas había ocultado cualquier rastro de la mujer y del recién nacido.
—¿Dónde está mi hijo, Ino? —fueron las primeras palabras de Catalina cuando recobró el conocimiento. Siempre había soñado que era un varoncito.
La criada la miró angustiada. La comadrona ya se había marchado.
—¿Dónde está mi niño? —A medida que las preguntas salían de su boca, Catalina se daba cuenta de que la criatura no estaba.
—Nació muerto, Catita. Era un varoncito. ¡Dios lo tenga en su santa gloria! —Inocencia estaba convencida de que su alma ardería para siempre en los infiernos, aunque no había tenido otra alternativa. Doña María Odarda había sido muy clara con ella: si revelaba la verdad, la acusaría de ladrona frente a las autoridades. Y ella sabía muy bien cómo terminaba eso.
—No es cierto, Ino. Dime que no es verdad —imploraba la joven madre.
La criada, muda, se acercó a la cama y la abrazó con fuerzas. Iba a ser su último abrazo. Pasaron varias horas para poder calmar a Catalina. Aquella pérdida dejó una herida en su corazón que jamás pudo cerrar, ni siquiera, con el paso de los años.
Cuando Ascensión Montiel subió al carruaje que la estaba esperando, se encontró con que había alguien allí.
—¿Adónde chingados lleva a mi hijo? —le preguntó el teniente, furioso—. ¿Por qué no se quedó con la madre?
Ascensión Montiel perdió solo unos instantes su compostura.
—Eso a usted no le importa. Déjeme en paz.
Apretó al recién nacido contra su pecho, tratando de disimular el miedo que le provocaba aquel hombre. Había algo en su mirada que le producía escalofríos, por eso decidió hablarle con la verdad:
—Escúcheme bien, Catalina está convencida de que su hijo nació muerto. La familia quiere que lo lleve al monasterio para que las monjitas lo entreguen en adopción. Usted sabe muy bien que los Odarda jamás van a permitir que su única hija se convierta en la esposa de un simple teniente y, mucho menos, que críe a un bastardo.
—¡Malditos! Me los voy a cargar a todos —aseveró el hombre. La rabia le recorría todo el cuerpo. Lo que decía la mujer era cierto. Siempre supo que lo suyo con Catalina jamás iba a contar con la venia familiar; sin embargo, habían barajado la posibilidad de fugarse.
—Cálmese, por favor —le suplicó doña Ascensión.
Quién es Camucha Escobar
♦ Nació en Pergamino, Argentina, en 1961.
♦ Es escritora.
♦ Publicó libros como Tierra en sombras, Tu rostro en el fuego, El infierno en tu piel y La loba.
Seguir leyendo: