En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos, autores y autoras cuentan el detrás de escena de los libros que acaban de publicar. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, cómo organizaron su trabajo, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría o qué objetivo se propusieron.
Esta vez, quien cuenta en primera persona su experiencia de escritura es la autora Verónica Chamorro, dedicada especialmente a obras de literatura infantil y juvenil entre las que se cuentan Tobías y perro, La piedra lunar y Miguel se aburre, entre otras. Y también su última obra, La princesa que conquistó el desierto.
Editada por The Orlando Books, lo que está en el centro de una historia creada por el texto de Chamorro y también por las ilustraciones de Carla Moneta son las preguntas que la protagonista de la obra, una princesa, se habilita a hacerse. Es que la autora prefirió que su princesa -personaje emblemático de las historias infantiles más tradicionales- tuviera tiempo y ganas de preguntarse por su deseo, más que el impulso (¿o mandato?) de simplemente cumplir una meta sin importar de qué se tratara ese objetivo.
Cómo escribí “La princesa que conquistó el desierto”
Cuando una se sienta escribir, no siempre sabe hacia dónde va. A veces tenemos una imagen clara, pero la historia que la rodea permanece en penumbras. Y puede ocurrir que esas imágenes o ideas estén durante meses dando vueltas en nuestra cabeza hasta que, por fin, las palabras se van acomodando, de a poco, como tanteando el lugar que quieren ocupar.
La princesa que conquistó el desierto surge un poco así. Tenía la imagen de una princesa atravesando médanos interminables, por un lado; y, por otro, varias lecturas a cuesta de cuentos infantiles en donde el final feliz radicaba en lograr la meta, definida prácticamente desde el comienzo de la trama. Y atravesando todo, mi propia experiencia personal, que me hablaba de valorar los recorridos más que los finales, de que todo puede cambiar y que, a veces, es válido detenerse y preguntarnos qué deseamos, quiénes somos, qué queremos, y decidir qué camino queremos seguir.
Escribir una historia que plantee la posibilidad de cambiar el rumbo y aun así tener un final feliz, que recorra los mandatos que caen sobre los distintos roles, y que ofrezca una historia de amor que se aparte del concepto de amor romántico, sufriente y sacrificado, me parecía un desafío que me llenaba de entusiasmo.
Al momento de sentarme a dar forma a la historia, pensé en inspirarme en las distintas adaptaciones de cuentos clásicos que poblaron mi infancia, pero darles una vuelta que fuera más allá de cambiar a la princesa frágil, dependiente del príncipe, por una empoderada, capaz de atravesar sola un desierto entero por amor. Quería que la protagonista se encontrara consigo misma durante ese viaje, que se hiciera preguntas, y que llegado el momento, pudiera tomar una decisión sincera sobre qué quería para su vida.
Cuando terminé de escribirla, la historia era apenas un cuento corto. Durmió en un cajón por mucho tiempo hasta que a partir del pedido de una editorial, la presenté como opción para su publicación. Pero la edad a la que se destinaba la historia requería una extensión mayor, así que lo que fue cuento, se transformó en novela.
El camino de un manuscrito a la publicación nunca es directo. Esa primera editorial lo quiso publicar, pero estábamos en plena pandemia y el contexto no ayudaba. Una segunda editorial aceptó editarlo, pero en su proyecto el libro tendría una circulación escolar. En mi imaginación, sin embargo, mi historia se completaba con la ilustración. Imaginaba un libro con imágenes que reforzaran partes de mi texto, que contradijeran otras, que agregaran humor. Y que circulara también por fuera del ámbito escolar. Amaba los catálogos de ambas editoriales, pero mi instinto me decía que tenía que avanzar en otra línea.
Valeria, una amiga y diseñadora con la que trabajo habitualmente, había leído la historia y se había enamorado. Me insistió para presentársela a Marcela Citterio, con quien estábamos dando forma a The Orlando Books, una editorial focalizada en textos para jóvenes y adultos, pero no en textos infantiles. Para mi sorpresa, a Marcela le gustó tanto que decidió incluirlo en nuestro catálogo. Ella también lo visualizaba como un libro ilustrado, tal como yo tenía en mente.
Sin estas dos hadas madrinas, el libro no sería lo que hoy es. Sin ellas y sin Carla Moneta, claro, que con su arte dio vida a la historia de un modo aún mejor de lo que yo me había imaginado. A Carla la conocí porque asistió a un taller que dicté para Soy Autor y quedamos conectadas. Comencé a seguirla en Instagram y, al pasar, vi un corto ilustrado y animado por ella que me llamó muchísimo la atención. Algo en su estilo, en la poética detrás de la imagen, me hizo pensar que podía ser la ilustradora que buscaba.
Le compartí mi novela, para que la leyera. No le dije qué estábamos buscábamos, fue apenas un acercamiento. Pocos días después me envió varias ilustraciones. Algo en la historia la había movilizado, la había llevado a ilustrar algunas escenas solo por el placer de verlas plasmadas. Esas imágenes mostraban una manera propia y maravillosa de adueñarse de la obra, una mirada sobre la trama que representaba lo que yo quería trasmitir y además lo potenciaba. Fue emocionante.
La princesa que conquistó el desierto existe gracias a un trabajo con un equipo hermoso. Vale, como diseñadora, terminó de definir un rumbo estético que guió a Carla. Ambas hicieron una dupla talentosísima, súper profesional pero además amorosa con esa novela que durante tanto tiempo había estado dormida. Siento que hubo una razón de ser detrás de esa espera: las esperaba a ellas. Y a Marcela, claro.
El paso del tiempo me permitió dar con mujeres maravillosas que contribuyeron con sus saberes a darle vida a la historia, dentro de un catálogo que seguimos construyendo con pasión y dedicación. Una novela épica y feminista que siento que puede atravesar y unir a varias generaciones: la de mujeres que crecieron bajo el mandato del amor romántico, las que lucharon por una vida feliz más allá del vivieron juntos y felices para siempre, y la de las niñas a las que hoy criamos empoderadas, para que se atrevan a seguir sus deseos y conquistar el desierto, y a cambiar de opinión y de metas cuando en su interior algo les indica que el camino adecuado es otro.
“La princesa que conquistó el desierto” (fragmento)
Todas las historias que comienzan con “Había una vez” siempre ocurren en tierras lejanas. Nunca aquí a la vuelta. Y tengo que anunciarles que esta no es diferente.
Por eso, el comienzo es igual al de otras. El final… habrá que ver. Pero avancemos en orden:
Había una vez, en un reino muy pero muy lejano, tan lejano que hasta al viento le costaba llegar, una hermosa princesa. Como toda princesa, vivía en un elegante e inmenso palacio. Tenía rizos negros, ojos verdes (algunos dicen que verde esmeralda; otros, verde pantano), pecas y sonrisa con hoyuelos.
Por la mañana, tres doncellas la ayudaban a ponerse un hermoso (y pesado) vestido, un (muy apretado) corset, unos elegantes (e incómodos) zapatos y un bello collar de diamantes (que le irritaba la nuca). Otras dos doncellas la peinaban. Y una más la rociaba con exquisito perfume. Por eso, apenas abría los ojos, la princesa se encontraba ya rodeada de una multitud de gente que la miraba fijo, muy fijo, hasta que ella se levantaba, y que solo la dejaban en paz cuando quedaba impecable.
Luego, ya vestida, peinada y maquillada, salía al jardín del palacio. Como el vestido era tan enorme, pasaba las horas sentada, mirando las formas que dibujaban las nubes. Si el cielo estaba despejado, recorría lentamente el palacio. Tan lentamente que hasta los caracoles avanzaban más rápido.
Desde siempre, la princesa había sido de lo más tranquila. De bebé, nunca había quebrado la paz del palacio con su llanto. De pequeña, jamás había tenido ni un capricho. Y ahora, de joven, era súper amable con cada habitante del reino (incluso con su abuela Florentina, que tenía un carácter bastante insoportable). Por eso, y porque siempre tenía la sonrisa fácil y la voz suave, le decían “la princesa modosita”.
Sin embargo, ella no siempre se sentía feliz. Muchas veces (sobre todo cuando llovía), la princesa suspiraba aburrida. En esos momentos, las preguntas más incómodas le invadían el pecho, la cabeza y hasta el fondo de la mirada. ¿Su vida siempre sería así? ¿Cada día sería igual al anterior? Por supuesto, en esos momentos fantaseaba un poco (y solo un poco) con la llegada del príncipe que todas las historias, desde el inicio del tiempo, le habían prometido. Un caballero amable, dueño de un gran palacio, inteligente, bello… “y tan aburrido como yo, seguramente”, pensaba entre suspiros al volver a la realidad. Y es que todos los príncipes vecinos le resultaban verdaderamente tediosos. Y ninguno, ni uno solito, despertaba en la princesa ni un poquito de interés.
Ni una mariposa en el estómago. Ni siquiera una mosquita. Nada. ¿Acaso estaba destinada a que nadie, nunca, rompiera la monotonía de sus días?
Cuando las preguntas la envolvían, cerraba los ojos, se sentaba con la piernas cruzadas (y déjenme decirles que esa pose de yoga era realmente difícil de hacer con las mil capas que tenía cada vestido que solía llevar puesto) y meditaba hasta lograr serenarse y aceptar su destino. Al fin y al cabo, era la joven más correcta, más sensata y más buena que pudiera existir. ¿Quién sino ella podía soportar la vida sin aventuras ni sorpresas de toda princesa que se precie de ser tal? “Todo es como debe ser”, se repetía. Y seguía suspira que suspira.
Quién es Verónica Chamorro
♦ Nació en Buenos Aires en 1979.
♦ Es editora y autora de literatura infanfil y juvenil.
♦ Entre sus libros se cuentan Superhermanos de la salud, Miguel se aburre, El regalo de año nuevo y La princesa que conquistó el desierto.
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