Meursault es el personaje principal de El Extranjero, la novela corta escrita magistralmente por el Premio Nobel de Literatura Albert Camus en 1942. Es simple y breve por fuera y enorme por dentro. Primero porque la historia es una gran metáfora del absurdo y, segundo, porque nos invita a una apasionante lectura entre líneas.
En primera persona, Meursault, oriundo de Argel, narra su historia, que lo muestra como alguien incapaz de expresar sus pensamientos, de una frialdad pocas veces vista y de una absoluta indiferencia ante los hechos de la vida. “Hoy murió mamá. O tal vez fue ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo que decía: murió su madre. Sepelio mañana. Nuestras sentidas condolencias. Pero eso no significa nada: pudo haber sido ayer”.
Meursault es un hombre al que todo le importa un bledo -incluso la muerte de su madre- y que, curiosamente, aprendió a que todo le dé lo mismo a un nivel experto. Estas características son las que hacen del personaje un tipo raro en medio de todos aquellos que aseguran que la vida si tiene sentido y que se creen “normales” . Para Meursault la vida no significa nada o menos que eso.
Hasta que un día, una cosa lleva a la otra y el “raro” del vecindario termina en la cárcel, por algo que ustedes mismos deberán verificar. Y esto tampoco lo conmueve y también le importa un rábano. El protagonista, a diferencia de Marie, su compañera de trabajo, o de Raymond, su vecino y amigo, se rige por haber aceptado el absurdo de la vida y también la inminente llegada de la muerte, lo único certero.
Camus provoca al lector a través de las reacciones poco convencionales de este personaje y lo desafía a ponerse en sus zapatos todo el tiempo. La escena del cura que lo visita en la cárcel pone en duda el cielo, la tierra y lo que se te ocurra, mientras pinta a Meursault de cuerpo entero: “Él estaba tan seguro (el Capellán).No obstante ninguna de sus certidumbres valía un cabello de mujer. Ni siquiera podía estar seguro de estar vivo ya que vivía como un muerto. Yo sentía que tenía las manos vacías. Pero estaba seguro de mí, seguro de todo, más seguro que él, seguro de mi vida y de esta muerte que estaba por llegar”. Para “el extranjero” todo es duda inmutable ante los prejuicios, las convenciones sociales y las certezas de toda una comunidad que lo señala y lo condena.
Así son las cosas en el mundo absurdo del indolente personaje de Camus, que aún en las puertas de su propio juicio no logra mostrar un atisbo de conciencia: “Un corto campanilleo sonó en la sala, entonces me sacaron las esposas. Abrieron la puerta y me hicieron entrar al lugar de los acusados. (…)Todos me observaban: supe que eran los jurados. (…) Solo tuve una impresipón: todos observaban al recién llegado para ver qué tenía de ridículo. Estoy consciente de que era una idea tonta, pues allí nadie buscaba el ridículo sino el crimen. No obstante, la diferencia no es mucha y, en cualquier caso, fue lo que se me ocurrió”.
¿Y cómo termina esto? Bueno, me encantaría que ustedes mismos lo averiguasen. Por lo pronto, puedo adelantar que Meursault no logra dimensionar lo inevitable que estaba a punto de suceder hasta que, de la nada, tiene un instante de cordura ante tanta estupidez circundante: “Entonces percibí que algo sacudía la sala y por primera vez advertí que era culpable”.
“Señores del jurado: al día siguiente de la muerte de su madre este hombre tomaba baños, comenzaba una unión irregular e iba a reírse con una película cómica. No tengo nada más que agregar”. Casi en tono de comedia Camus nos pone de frente ante un tema que no pierde vigencia: el absurdo, la estupidez y el acontecer zombi de las sociedades que suben o bajan el pulgar al ”extranjero”, entendido aquí como el “raro” que no es igual a la manada.
A modo de reflexión y corolario, dijo una vez el escritor francés: “Nadie se da cuenta de que algunas personas gastan una energía tremenda simplemente para ser normales”. ¿Será?
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