¿Se puede discutir la autopercepción? Las ideas políticamente incorrectas de Élisabeth Roudinesco

En su nuevo libro, “Yo soberano. Ensayo sobre las derivas identitarias”. la historiadora y psicoanalista se ocupa de unos de los temas más controvertidos del momento. ¿Y si la lucha por la identidad no es rebeldía sino aceptación de las normas?

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Elizabeth Roudinesco y su libro "Yo soberano. Ensayo sobre las derivas identitarias". En el centro de la polémica.
Elizabeth Roudinesco y su libro "Yo soberano. Ensayo sobre las derivas identitarias". En el centro de la polémica.

“Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”, dijo una vez Truman Capote. Lo dijo en un tiempo en que afirmar una identidad disidente era motivo de estigma. En aquellos años, no había un abanico de categorías para nombrarnos. Era todavía esa parte del siglo XX en que había una norma específica, a la que era preciso ajustarse.

La frase de Capote recuerda el desarrollo de uno de mis libros preferidos: San Genet, de Jean-Paul Sartre, en el que el escritor existencialista sitúa cómo el joven Jean Genet elige ser aquello que los demás rechazan; no se va a dejar despreciar, sino que encarnará con altura la figura del desprecio. Será ladrón, homosexual también y, por supuesto, escritor, uno genial, como Capote.

Sin embargo, en el pasaje al siglo XXI, la apropiación de la identidad cambió de rumbo –por ejemplo, hoy cualquier formulario virtual nos permite desplegar una pestaña de ítems a partir de los cuales definir nuestra identidad sexual. Hoy ya no existe un catálogo como la Psychopathia sexualis, de Richard Krafft-Ebing, que en el siglo XIX clasificaba las diferentes perversiones. Hoy hablamos de “modos de vida” y nos importa que nadie se sienta ofendido.

Si una persona se autopercibe “perro dálmata”, que nadie ose decir que es algo patológico. Se dice “Está bien” y se espera que los demás lo reconozcan como perro dálmata. Este es el nuevo terrorismo de la identidad, en una época en que las luchas identitarias ya no son para subvertir la norma, sino para crear una nueva normatividad.

Hay dos formas de pensar la identidad. Una es a partir de lo que (pienso que) soy y la expectativa de su confirmación anticipada. Así en cada uno de mis actos tiene que verse de antemano que es acorde a mi “ser”. Este es un modo defensivo desde el punto de vista psicológico y reaccionario en lo social –aunque mi identidad pueda parecer progresista.

No lo es, porque aquí la alteridad no tiene un lugar cierto en mis interacciones, el otro solo tiene que verificar que (yo) soy quien soy. Este tipo de identidad es estático y espera un reconocimiento sin aportar nada en un vínculo, es decir, yo siempre soy yo y nunca soy el otro para otro. Mientras que la identidad dinámica no tiene un ser previo, sino que busca en efectos de actos imprevistos.

“Una época en que las luchas identitarias ya no son para subvertir la norma, sino para crear una nueva normatividad”.

En el desarrollo del siglo XXI, los planteos por la identidad son cada vez menos por la busca de un lazo que por la validación de un ser. “Yo soy esto y vos no me podés decir nada” es la premisa básica actual. Las luchas por la identidad, que en la historia fueron objeto de fuertes reivindicaciones, hoy sucumben al individualismo narcisista. El dinamismo de una identidad que no quede fijada en un ser hoy se reemplazó por un modo de hablar en el que “yo soy” es una frase de las más corrientes.

Este –la identidad– es el tema del nuevo libro traducido de la psicoanalista Élisabeth Roudinesco: El Yo soberano. Ensayo sobre las derivas identitarias. De Roudinesco podemos decir que se trata de la autora de una de las biografías más importantes de Jacques Lacan; de una de las historias del psicoanálisis más completas y críticas; de otros libros excepcionales como ¿Por qué el psicoanálisis? y La familia en desorden.

Este nuevo ensayo está pensado para trazar un contrapunto. Como dije antes, las peleas por la identidad hoy se volvieron caprichosas y triviales; afectan el lazo, refuerzan las vías de segregación; “las angustias identitarias han acabado convirtiendo el ideal de las luchas por la emancipación en su contrario”. Por ejemplo, hoy alguien quiere escribir sobre maternidad (u homosexualidad o lo que sea) y ya rápidamente alguien lo interpela: “¿Vos fuiste madre?” o “¿Vos sos gay?”, como si para hablar de ciertos temas hubiese que asegurar antes algún tipo de identidad.

"El yo soberano", de Elizabeth Roudinesco - Una reflexión valiente y audaz sobre las trampas de la política de la identidad, clave para entender el estado el mundo de hoy. El fenómeno de la asignación de identidad ha ido tomando fuerza en los últimos veinte años, hasta el punto de involucrar a la sociedaden su conjunto. Así lo atestiguan la...
"El yo soberano", de Elizabeth Roudinesco - Una reflexión valiente y audaz sobre las trampas de la política de la identidad, clave para entender el estado el mundo de hoy. El fenómeno de la asignación de identidad ha ido tomando fuerza en los últimos veinte años, hasta el punto de involucrar a la sociedaden su conjunto. Así lo atestiguan la...

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Esta actitud es una derrota para el pensamiento y muestra lo que Roudinesco llama una “nueva conformidad de la norma”. El ejercicio permanente de una identidad terminó en una regresión de la reflexividad cuya expresión son la cancelación, la invalidación de los modos de hablar o, directamente, la anulación de la diferencia discursiva. Roudinesco se detiene en una anécdota muy bella para ilustrar esta cuestión:

“Tuve ocasión de comprobarlo en septiembre de 1996 durante una estancia en la Universidad de Berkeley […]. Me quedé muy sorprendida al ver que [quien me había invitado] no lograba reunir, para un convite alegre y amistoso, a los profesores de su departamento. Cada cual blandía su modo de vida como un fetiche: uno era vegetariano y debía llevar sus propios platos, otro padecía horribles alergias que no le permitían quedarse toda la velada a causa de unas partículas que consideraba peligrosas para su salud; un tercero tenía rituales de sueño diario que lo obligaban a acostarse a las nueve de la noche, por lo que debía cenar a las seis de la tarde; mientras que el cuarto, por el contrario, no toleraba sentarse a la mesa antes de las diez de la noche…”

La identidad es el nuevo fetiche y, en nombre de una mayor libertad, cada quien se las apaña para poner en cuestión la relación social. Nada nos tiene que apretar demasiado, nada nos tiene que coartar. Muchas veces se le atribuye a Michel Foucault haber sido uno de los filósofos que motivó esta especie de liberalismo egoísta; sin embargo, Roudinesco recuerda una reflexión del filósofo en ocasión de su llegada a una Universidad en 1969:

“Era difícil decir cualquier cosa sin que le preguntaran a uno: ¿desde dónde hablas? Esta pregunta me dejaba completamente aturdido. En el fondo me parecía una pregunta policial. Bajo la apariencia de una pregunta teórica y política (”¿Dónde te situás cuando hablas?”), en realidad me preguntaban por mi identidad.”

Un ojo sobre Judith Butler

De este modo, Roudinesco se refiere a los “estragos de la política identitaria”, cuya raíz se encuentra en el avance del individualismo norteamericano, del que la obra de Judith Butler es un ejemplo. Curiosamente, esta autora se volvió una celebridad en el mundo actual, sin que nadie haya hecho un análisis exhaustivo de su trabajo –salvo Éric Marty, cuyo libro reciente El sexo de los modernos es un ajuste de cuentas severísimo con todo lo que el pensamiento de Butler presupone y lo poco que explica.

Judith Butler no tiene la culpa de que sus ideas se hayan degradado en una especie de constructivismo discursivo, que se repite actualmente en términos de “el sexo es discurso y se trata de que cada quien construya su identidad”. Más bien su popularidad es expresión de una sociedad que hizo un giro hacia un nuevo puritanismo, en la que “el miedo a la acusación de transfobia paraliza la capacidad de pensar”.

“¿Cómo puede afirmarse por un lado que un niño de menos de quince años nunca es consentidor de una relación sexual con un adulto y considerar, por otro, que es lo bastante maduro como para decidir por sí mismo que debe realizar esa transición?

Esta última frase pertenece a Marcus Evans –director de la Tavistock Clinic–, que dejó su cargo cuando notó las contradicciones a que llevaba la aceleración de transiciones en el caso de niños. Roudinesco agrega: “En general, los medios progresistas presentan todas las historias de niños con ‘disforia de género’ como magníficas aventuras en las que unos padres heroicos se enfrentan valientemente a una opinión hostil”. Ahora bien, nadie está dispuesto a pensar seriamente el sinsentido de ciertos planteos de la “cuestión de género”:

“¿Cómo puede afirmarse, por un lado –y con razón–, que un niño de menos de quince años nunca es consentidor de una relación sexual con un adulto y considerar, por otro, que es lo bastante maduro –o sea, consentidor– como para decidir por sí mismo que debe realizar esa transición? ¿Y por qué habría que prohibir la cirugía sobre niños intersexuados y autorizarla cuando un niño no púber dice que quiere cambiar de sexo? Vemos a qué aberraciones puede conducir la deriva identitaria.”

En esta misma línea podría mencionar un libro que prácticamente no tuvo atención en nuestro país, porque no responde al canon de lo políticamente correcto: Un daño irreversible. La locura transgénero que seduce a nuestras hijas, de Abigail Shrier. En este caso no se trata de un gran libro, porque tiene varios problemas internos, pero sí su mención sirve como caso de cómo hay ciertas cosas que hoy no pueden decirse, ya que el movimiento identitario –en palabras de Roudinesco– “practica un victimismo desorbitado”.

Un daño irreversible por Abigail Shrier -  Hasta hace apenas unos años, el trastorno de identidad de género —la sensación de grave incomodidad en el sexo biológico propio— era muy infrecuente. Se daba en menos del 0,01 por ciento de la población, aparecía durante los primeros años de infancia y afectaba de manera casi exclusiva...
Un daño irreversible por Abigail Shrier - Hasta hace apenas unos años, el trastorno de identidad de género —la sensación de grave incomodidad en el sexo biológico propio— era muy infrecuente. Se daba en menos del 0,01 por ciento de la población, aparecía durante los primeros años de infancia y afectaba de manera casi exclusiva...

Esto último se debe a que hoy “toda diferencia no es más que una identidad construida socialmente y vivida subjetivamente como una discriminación”. Nos narramos a nosotros en términos de victimización y nuestra diferencia ya no es un punto de partida, sino un “ser” que nadie quiere abandonar. De este modo, cada uno se vuelve “víctima de sí mismo, incapaz de interesarse por algo que no fuera su ombligo”.

De regreso a la cuestión de género, pensemos una situación concreta, ocurrida en 1955, cuando el psicólogo John Money dijo que “Un rol de género nunca se establece en el momento de nacer, sino que se construye de forma acumulativa a través de las experiencias vividas”. Desde su punto de vista, alcanzaba con criar a un niño como una niña para que adquiriera una identidad distinta de su anatomía.

En 1966 hubo un caso que le permitió validar su tesis: un bebé perdió su pene a partir de una mala operación de fimosis, entonces Money aconsejó a los padres que le sacaran los testículos y lo criaran como una niña. Al llegar a la adolescencia, la joven no podía dejar de sentirse un hombre y a través de diferentes operaciones quiso recuperar un pene. Sin suerte. Finalmente se quitó la vida.

Desde el punto de vista del psicoanálisis hay algo que llama la atención en el discurso del género “construido”: que no se tenga en cuenta el deseo sexual de que nace un hijo; que se crea tan livianamente que todo depende de lo que llaman “interacción”. En casos de este estilo podría plantearse que la anatomía es mucho más que los órganos sexuales; pero ese recurso a la biología –como esfuerzo de buscar algo real– en realidad oculta la determinación ineliminable de lo simbólico.

Para el pensamiento del “self made man” todo depende de lo que uno haga y cómo se construya a sí mismo, de la propia “performance”; esta idea es la que permite vender un servicio sin hacer mucha pregunta: detrás de la auto-determinación lo que en verdad hay es una idea de consumo y una noción de cliente. Por cierto, ¿quién sabe qué clase de orientación, acompañamiento y seguimiento se hace a quien solicita un tratamiento de rectificación de su cuerpo para que sea acorde a la identidad autopercibida?

En psicoanálisis la identidad no depende de un modo de socialización sino también de la incidencia del deseo de los padres, o de uno de ellos, no como una determinación, sino como algo respecto de lo cual un sujeto –si es tal– toma una posición. Analizarse es situar el descubrimiento traumático de la sexualidad en un deseo que nos precedió y se reveló con algún sustituto parental.

¿Quién sabe qué clase de orientación, acompañamiento y seguimiento se hace a quien solicita un tratamiento de rectificación de su cuerpo?

Tal vez esto lleve a plantear que en toda identidad hay algo sintomático. Esa es la pregunta del análisis: cuál es el síntoma en lo que decís que sos o querés ser. La cuestión entonces ya no es entre tipos de identidades, binarismos, orientaciones, etc., sino entre planteos –como los del psicoanálisis– que reconocen lo sintomático de cualquier identidad y planteos para los cuales en la identidad no hay nada sintomático.

El libro de Roudinesco no es para lectores tímidos. La autora no teme tomar partido y, por ejemplo, recrear también las contradicciones de los planteos actuales de intersección, en el marco de una deconstrucción de la idea de raza, cuyo resultado no fue la crítica al viejo colonialismo sino una deriva identitaria que produjo nuevas discriminaciones en desmedro de pensar a un sujeto que, progresivamente, adquiera una mayor universalidad.

El “ego hipertrofiado” –el sí mismo como Rey– que se parece bastante a Narciso, ya no tiene en cuenta la necesidad del otro y cada vez más se refugia en la construcción de alteridad en términos de enemigo. Roudinesco es clara: no podemos renunciar al humanismo, a ese en que la comunidad vale por su diferencia, sin pretender que esta sea motivo suficiente para ir contra aquella.

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