“Era la madre más inútil que haya existido jamás. (…) Yo le importaba un pimiento, al igual que el hecho de que hubiera conseguido terminar unos estudios”. Así es como Aleksy, el protagonista de El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, de la escritora moldava-rumana Tatiana Țîbuleac, cuenta, ya de adulto y en primera persona, la historia de su atormentada vida.
Una infancia marcada por la muerte de Mika, su hermana menor; el abandono del padre alcohólico; la indiferencia de su madre, a la cual aborrece; y la internación en un centro de salud mental. “Mi enfermedad tenía un nombre de dieciséis letras. (…) Algunos especialistas consideran que me volví violento después de la muerte de Mika. (…) Otros están convencidos de que es por mi madre que, después del entierro, se encerró en su habitación y no habló con nadie en siete meses”.
La novela de la escritora, traductora y periodista, autora de libros como El jardín de vidrio, comienza el mismo día del cumpleaños número 39 de la madre, cuando va a buscar a su hijo Aleksy al instituto psiquiátrico y le pide que pase las vacaciones con ella. El chico, que la odia casi al grado de querer matarla, accede y termina compartiendo con ella sus últimos días de vida en un pueblo costero de Francia, algo que Aleksy no supo hasta llegar allí.
“Mi madre sabía lo del cáncer desde la primavera y estábamos ya en julio. Los médicos le habían prometido entre tres y cinco meses y la obligaron a firmar un papel por el que renunciaba al tratamiento. Mi madre no firmó. Pero salió por la puerta con una idea fija: morir en Francia”.
Y fue en aquel verano que la mamá del protagonista tuvo los ojos verdes. “Aleksy: ¿cómo vas a recordarme? –me preguntó de repente, cómo un pájaro recién decapitado que todavía aleteaba-. Dime qué es lo que más vas a echar de menos. (…) Los ojos, le respondí. (…) Los ojos de mi madre eran mis historias no contadas”.
Ya sé que, hasta aquí, la historia puede parecer áspera y que se preguntarán: ¿por qué habría que leerla? Pues bien, el odio y el rencor iniciales del protagonista sufren una sorprendente metamorfosis tan inspiradora como reconfortante. Nos hace de espejo. Nos dice que aún en el peor de los escenarios posibles y en la más insostenible relación, hay esperanza. Habla de la posibilidad de amalgamar dolor y risa, duelo y amor. Incorpora el humor y la ironía, como una efectiva válvula de escape cuando ya se intentó todo. Nos pone de frente a la realidad de que nada está perdido ya que, a lo largo del relato, el rumbo del vínculo de Aleksy con su madre recalcula y llega finalmente al destino esperado: el perdón.
“Quería estar en ese mismo instante con mi madre, teletransportarme, desaparecer –cualquier cosa–, pero estar junto a ella. Rebobinar ese verano como una cinta y volver al día en que vino -gordita y bajita- a recogerme a la escuela por su cumpleaños. Desodiarla y decirle que tenía unos ojos preciosos antes de que ella me lo preguntara”, escribe en un cuaderno Aleksy por recomendación de su psiquiatra para superar el bloqueo creativo que no le permite continuar con su carrera de artista consagrado y rico (su primer obra se vende en un cuarto de millón de libras).
Tibuleac nos lleva bien lejos con su narración. Tanto que, por momentos, nos ilusionamos al sentir que, si Aleksy y su mamá consiguieron transformar ese lazo contaminado, apenas antes de morir ella, nosotros también podemos. Y que no tengamos miedo y que aprovechemos nuestro tiempo, que es finito.
“Solo piensas en la muerte cuando te mueres (…) y eso es una tontería, una inmensa tontería. Porque en lugar de todos sus sueños, la muerte es lo más probable que va a sucederle a un individuo. De hecho, es lo único que le va a suceder con toda certeza. Por eso Aleksy no hagas nunca las cosas a lo tonto pensando que tendrás tiempo de enderezarlas, porque no lo tendrás. El tiempo de después lo utilizarás para hacer más tonterías y para morir más deprisa.”
Y es aquí donde el relato interpela y deja pensando al lector acerca de cuánto de eso que atraviesa a los personajes toca de cerca la vida real de cada uno y qué haríamos al respecto. Porque la cosa no termina hasta que termina. “Y ella quería un verano. Un último verano para vivirlo también ella como un cáncer rabioso. Un verano para vivir muriendo hasta el final”.
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