Nadie puede negar, al menos en estos días, el extraordinario momento que atraviesa la obra de la escritora argentina María Negroni. Con la publicación de “El corazón del daño”, su más reciente novela, ha confirmado que es una de las voces más destacadas de la literatura argentina contemporánea. Sus libros, ha dicho el periodista Patricio Zunini, son dispositivos que ponen en primer plano la obsesión por encontrar lo trascendente del hecho artístico.
Destacada poeta y ensayista, es como novelista que Negroni ha conseguido situarse allá arriba, donde solo los grandes escritores, los que han logrado derribar toda barrera del lenguaje para decir lo que verdaderamente han venido a decir, logran asentarse, y mirar hacia abajo para contemplarlo todo y luego narrarlo.
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Una carrera larga y una buena cantidad de obras publicadas, así como galardones y reconocimientos, respaldan a la autora, pero realmente ha sido la forma en que llega a los lectores lo que la ha situado donde está y la razón por la que hoy preferimos a Negroni más que a nadie. Y es que sí, queremos tanto a Negroni.
Lo que en un tiempo fue Silvina Ocampo para sus congéneres, hoy podría serlo ella para nosotros. Quizá, y no me digan que es una idiotez, la una reencarnó en la otra y entre las dos reinventaron el mundo.
La literatura de María Negroni es, en esencia, la pelea de boxeo en vivo, pero no contra los otros, no contra un otro, sino contra ella misma, como en la película de Godard, y esa es, justamente, su mayor riqueza, la razón por la que su obra termina siendo tan buena: te descoloca todo el tiempo.
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Hace poco, la escritora mexicana Cristina Rivera Garza ha dicho en una nota publicada por El País, que no dudaría en darle hoy mismo el Premio Cervantes a la argentina. Lo merece de sobra, sin duda, pero es bello pensar también que una obra como la suya estaría mejor sin tanto reflector encima.
En materia de escritura, a veces, es preferible dejar las cosas como están, no alterarlas, no intentar hacerlas mejor. Y hablando de reconocimientos a una autora, ¿no sería conveniente hacer lo mismo? Hay quienes no dudan de que cuando un autor es galardonado con el premio más prestigioso que se le pueda otorgar, casi de inmediato sus aspiraciones literarias se marchitan. Ya nunca consigue producir algo de tamañas calidades. ¿Y si pasara con Negroni?
A la escritora la preceden un montón de experiencias que ya de por sí bastarían para reconocer en ella lo que sabemos que de sobra tiene: una indiscutible capacidad para narrar la vida.
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Su pasado como militante en Argentina, el deslumbramiento con Nueva York, las lecturas, los libros que la componen, su vida en general, todo ha sido para ella materia creativa, lo que le ha permitido volcarse de lleno sobre su preocupación vital: la meditación sobre el lenguaje. A Negroni no le interesan las modas de mercado, las etiquetas, los títulos. ¿Para qué un premio, entonces?
La respuesta, bajo la óptica de quien la lee, sería que si aquello funciona para que más gente en todo el mundo hispano, y también en otras lenguas, pudiera acceder a su obra, conocer su trabajo y, realmente, encontrarse en el camino, pues ¡enhorabuena!, que le den todos los premios que se pueda.
En últimas, no encuentro otra escritora argentina que hoy esté siendo realmente consciente de la trasgresión que reside en su literatura, el desentendimiento que logra alrededor de los géneros, el ensimismamiento en torno al ritmo y la suerte de lengua utópica que, libro tras libro, va construyendo en relación con el silencio de un mundo ajeno que le es hostil. Nadie como María Negroni entiende que la literatura es, en sí misma, un ejercicio de inteligencia, y nadie más brillante que ella podría, eventualmente, quedarse con un Premio Cervantes. Si es por todo esto, ojalá y se lo den.
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