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Crear un negocio innovador que sacuda al mercado está entre los anhelos de muchas personas. Y también volverse millonario de por vida gracias a pequeños inventos que sin duda mejoran y hacen confortable el pasar por este mundo de muchos seres humanos. El velcro, los tupperwares, la birome; también en el ámbito de las artes culinarias los inventos en pos de una mejoría en el sabor y la nutrición generaron grandes negocios. La importación y exportación de alimentos de un continente a otro. Los sudamericanos descubrimos el kiwi y los arándanos, por ejemplo. Por otro lado, en los ‘80 se empezó a cultivar el paladar de los comensales. Eran los años de auge del Gato Dumas, de Karlos Arguiñano. Atrás había quedado el concepto de cocinar para alimentarse y nutrirse: ahora venía la era del sabor. Ya no ibas a un restaurante para un evento especial, sino que el objetivo era que como bon vivant aspirante te sirvieran un plato elaborado por un chef y te convirtieras en un gourmet.
Aunque en mi casa el plato básico eran la milanesa con papas fritas, el guiso de arroz de mi abuela paterna, y en días de fiesta el pollo asado con papas, la tendencia hacia la comida gourmet anidó en la cabeza de mi padre. Podía dar grandes réditos. Un día llegó a la zapatería de mis padres un cliente que provenía de la Patagonia y le propuso criar ciervos europeos. Mi padre podría convertirse en productor de carne de ciervo y distribuirla en los lujosos restaurantes y hoteles de Buenos Aires.
Cómo es que había ciervos europeos en la Argentina tiene su historia. En 1909, Pedro Luro, decide crear un coto de caza de veinte mil hectáreas en La Pampa, 35 kilómetros al sur de Santa Rosa. Para ello, importa jabalíes, faisanes y ciervos. ¿Quién era Pedro Luro? El yerno de Antonio Ataliva Roca, el hermano del General Roca, y -hermanos son los hermanos -, el general le obsequió 180 mil hectáreas por la zona.
Luro denominó al castillo y el parque de caza “Establecimiento San Huberto” en honor al santo que protege a los cazadores. La leyenda cuenta que un día se le apareció Cristo a San Huberto sentado entre los cuernos de un ciervo de doce puntas -¡el sustazo que se habrá pegado Huberto cuando vio eso es inenarrable!-.
A partir de esa visión un vinagrero alemán creó el Jagermeister y lo puso al santo en el logo de la bebida. Se trata de una espirituosa a base de hierbas y alcohol que aun hoy puede conseguirse en las licorerías y que tiene gusto a infierno. En la actualidad el Parque Luro es una reserva natural a la que se puede visitar sobre todo en marzo y abril para oír la escandalosa brama del ciervo en celo.
Después de esta “genial” idea de Luro sobre los cotos de caza, los mismos empezaron a pulular por el resto del país. Así que los ciervos europeos poblaron territorios donde acababan con el hábitat de los animales del país. Al no tener depredador natural fueron convirtiéndose en peste, a la par que llevaron casi a la extinción al autóctono huemul, tras comerse los verdes que comía el huemul.
Como sea, a mi padre le idea del patagónico le pareció que daba en el blanco para un negocio exitoso. En 1981, cuando yo contaba doce años, acompañé a mi padre al Hotel Sheraton en Retiro a vender carne de ciervo.
2.
Muchas son las virtudes y el azar que acompañan a un inventor para llevar a cabo aquello que tiene en mente. Hay historias de serendipia -donde manda la casualidad- y hay historias de tenacidad. El inventor loco es un arquetipo que está incluso en los dibujitos animados: Dexter, el nene con laboratorio propio; Rick Sánchez, “el científico loco” de Rick y Morty, y por supuesto, el prócer de nuestro tiempo: Walter White, el profe de química a quien una enfermedad terminal lo lanza a convertirse en un productor y vendedor de metanfetaminas en la serie Breaking bad.
Mi padre se inscribía más por el lado de Walter White que por el de los científicos, pero el caso es que por el momento él trabajaba en la zapatería y almacén de suelas de su suegro. Mi padre había adorado a su suegro, Saúl Cohen, y en su honor lleva hasta hoy una Estrella de David. Todo cambió cuando su suegro murió; parte de su mundo se vino abajo, para siempre.
Como mi abuela materna quedó viuda, él se sintió obligado a seguir prestando servicio en la zapatería. Trabajaba de vendedor a expensas de su deseo y la relación con su suegra, la dueña del negocio, era pésima. Llegaron a odiarse. La peleas entre mis padres por motivo de mi abuela materna eran tremendas, horribles; duraron toda la vida. Casi siempre versaban sobre asuntos del negocio. Mi madre solía decir: “Cuando uno llega a la casa, el negocio queda afuera”. Sin embargo, eso no ocurría: peleas en la cena, en la noche, en la madrugada. Una vez, a los siete años entré al dormitorio de mis padres en plena pelea. Mi madre lo increpaba con insultos, y él estaba parado delante de ella, con las manos unidas detrás de su espalda para evitar arrebatarse y en un arrebato pegarle.
-Me voy a ir -amenazaba él.
-Papi, por favor no te vayas -le pedí.
Muchos años después, testigo eterna de que las peleas continuaban, me arrepentí de habérselo pedido. Por eso, probablemente en un intento desesperado de desasirse del yugo del trabajo junto a su suegra, empezó a pensar en negocios imposibles. Café en saquitos, fue uno de ellos: nos reímos cuando nos lo dijo, pero hoy existe. Por cierto: tendría que haber patentado la idea, sin hacer caso de nuestras burlas. No lo supimos valorar.
Mi padre tenía el plan perfecto para producir carne de ciervo. Tal vez había convencido a su suegra para que le cediera el almacén de suelas para criadero; es posible también que ni siquiera lo hubiera mencionado. Estoy segura de que él pensaba que los ciervos podían criarse como los caballos, en studs, y podía alimentárselos más o menos con lo mismo, y todo eso se podía hacer en un galpón de la calle San Martín a sólo dos cuadras del comienzo de la peatonal San Martín, donde se erige el Centro Cultural Fontanarrosa antes llamado Centro Cultural Bernardino Rivadavia. No sé cuánto se había informado mi padre sobre la diferencia para la cría entre un ciervo y una vaca. Cuando yo le preguntaba cómo iba a criarlos y faenarlos y todo lo demás, él me contestaba que sería fácil; harían todo en el galpón adonde guardaban la mercadería, los zapatos.
-Tu abuela tendrá que ceder y darse cuenta el negoción que es.
-¿Criar ciervos en un galpón?
-Negocios son los negocios.
Era, por lo menos, raro. Igual yo no entendía demasiado: el único ciervo que conocía era a Bambi, y si había visto alguno de verdad, fue en el extinto Zoo de Rosario.
Por supuesto, yo adoraba a mi padre. El me llamaba “Manzanita”, me llamaba “Oso Polar”, me llamaba “Lisandro” que era el nombre que me hubiera puesto si yo hubiera nacido varón, en homenaje a su ídolo, Lisandro de la Torre. Me decía que yo era su hijo varón, que era fuerte e inteligente y que tenía que comprender a mi mamá que a veces se comportaba como una nena. Los sábados por la tarde, con la excusa de salir a pasear, me llevaba a visitar a los fabricantes de zapatos a quienes compraba mercadería para el negocio. El se bajaba, hablaba por horas con esos tipos, y yo me quedaba en el auto, esperándolo. Me aburría.
Hasta que tuve trece años, él fue el dueño de la verdad.
Mi padre era un genio: había estudiado varias carreras al terminar la escuela secundaria pública. Medicina, donde se desmayó; Psicología, y Derecho en la Universidad Católica de Rosario. El día que se recibió de abogado llegó al departamento y yo me abracé a su cintura. Tenía seis años y estaba orgullosa de él. Una vez diplomado, hizo poner en el portero eléctrico de nuestro departamento la plaquita de bronce con “Dr. Suárez Recchi”. Cuando en mi escuela las maestras preguntaban quién tenía un padre doctor, yo levantaba la mano.
-¿En qué especialidad es médico tu papá?
-Es doctor en cueros -respondía yo a fuerza de verlo en la zapatería.
-¿Es dermatólogo, médico de la piel?
Me quedaba en silencio, no sabía qué contestarles.
Mi padre era un sabio: sabía Latín y el origen de las palabras, leía el diccionario, conocía el Derecho Romano de memoria. Si nos portábamos mal, nos amenazaba a mi hermana y a mí con echarnos cuesta abajo por la Roca Tarpeya, el lugar donde los antiguos romanos ejecutaban a asesinos y ladrones pero también se deshacían de niños pequeños con deformidades o alguna condición nefasta. “¡Van a ir a parar las dos a la Roca Tarpeya!”, gritaba. Yo imaginaba que era un lugar no tan distante de nuestra casa, algo como el Gusano Loco en el Parque Independencia.
Mi padre era un místico; creía en todas las verdades de que propagaba Lobsang Rampa, y me lo había hecho leer. Durante el sueño, el cordón de plata mantenía atada tu alma a tu cuerpo, y por eso visitabas lugares lejanos; también podía ser que uno fuera otra persona, la reencarnación de alguien en nosotros, según el maestro Rampa. Mi padre también concurría a un centro espiritista y creía que mi madre tenía cualidades para médium y no era en chiste. Y era anticlerical, porque, peroraba, un hombre que no se casó ni tiene hijos no puede dar consejos sobre el matrimonio y la familia.
Mi padre era un creativo hasta para maldecir: se le subía la mostaza con facilidad y si le llevábamos la contraria, era capaz de las peores maldiciones. En una discusión con su propia madre, mi otra abuela, ella se lamentó:
-Ojalá me muera.
A lo que él contestó:
-No, mamá. Ojalá vivas cien años, ¡cien años!, pero sin lengua.
A pesar de su mal carácter, que empeoró con los años, jamás nos puso la mano encima. Era incapaz de cualquier violencia. Era un inventor, era un sabio, era un místico. ¿Era un genio o estaba loco? ¿Cuál es el borde exacto donde la genialidad se desmarca de la locura? Si estaba loco, si está loco, es de una locura que parece lo contrario, la sensatez. Steve Jobs podría haber salido a pasear los perros con mi padre y hubieran tenido conversaciones interesantes.
3.
La historia de los grandes inventores es la historia de levantarse tras los fracasos. El fracaso es un escalón hacia el éxito, pregonan todos los que impulsan la cultura del management y del optimismo. Tenemos que aprender de nuestros fracasos. Hay charlas TED sobre cómo triunfar por encima de nuestros errores; hay estantes y estantes repletos en las librerías con textos de neurociencias donde se explica por qué las cosas les salen mal a quienes solo desean el bien, por qué le pasan cosas malas a la gente buena. Puede incluso ser culpa de comer mucha azúcar, mucho gluten… El mindfulness, el cosmos, todos están a favor de uno cuando uno desea fuerte algo; el cosmos sirve para explicar los buenos y los malos negocios. El cosmos sirve para cualquier cosa; es la versión siglo XXI de aquello que los griegos presocráticos llamaban “destino”.
En el Hotel Sheraton rechazaron el ofrecimiento de mi padre para incorporar en el menú carne de ciervo. Mi padre no parecia triste por el rechazo, sino que ya estaba craneando un nuevo negocio. Cruzamos la plaza, bordeamos la Torre de los Ingleses y volvimos a casa. Desistitó de la idea de ponerse el futuro próspero criadero. El regresó a su vida normal, los clientes de la zapatería y el fastidio de tener que atenderlos; yo fui creciendo. Siguió viviendo de su sueldo y sentenciando que en este país solo se hacen ricos los políticos. Ese fue durante un tiempo el final de la historia del criadero de ciervos. Caput, fin.
Cuatro años después, con la energía intacta, consideró que el galpón céntrico podía ser útil para instalar ahí dentro un delfinario.
Un sitio de atracciones para la familia.
En un tanque australiano.
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