Hay novelas que se leen de un tirón; novelas que, al terminarlas, dejan un sabor similar al de los sueños, esos que decantan una imagen clara y contundente que, pasada la novedad de la vigilia, empieza a esfumarse hasta volverse una sensación impalpable. Casi perra, la nueva novela de la joven escritora argentina Leila Sucari, es una de ellas.
En este libro, editado por Tusquets, Sucari construye con meticulosidad una narradora que, a sus 50 años, decide escapar del mundo que conoce tras una separación. Elige un destino por la sonoridad de su nombre, se sube a un tren y parte para no volver. Así, la protagonista comienza un viaje hacia lo desconocido en el que, en escenarios cada vez más salvajes, dejará todo atrás: su relación, su pasado y, progresivamente, hasta su lenguaje y -casi- su humanidad.
Al comienzo de Casi perra, la protagonista, después de un viaje en tren en el que nota cómo el cielo “se volvió opaco, como todo lo demás”, llega al pequeño pueblo de Lagerstroemia, en el que solo la reciben un vagabundo y una manada de perros en una especie de presagio que no termina de comprender. A partir de ahí, esta mujer irá mimetizándose, página a página, con esa animalidad irrestricta, en un intento de liberarse de las cadenas -¿correas?- que las mujeres que dejaron atrás su juventud son forzadas a llevar a cuestas.
“Avanzo en contra del viento, como los perros, y me pinto los labios de rojo, una costumbre que me hace sentir fuerte cuando el mundo pierde nitidez (...). De joven el mundo te perdona y te da plazos. Después la cosa cambia, nos quieren blanditas o liquidadas. Y yo soy puro callo”.
Poco a poco, la narradora de Casi perra irá endureciéndose cada vez más, tirando del fino hilo de su humanidad hasta generar una tensión suficiente como para producir una melodía nueva, libre de lenguaje y de ideas; una melodía animal, silvestre, tan alejada de lo humano como sea posible. Pero el hilo, sin embargo, no llega a romperse hasta el final.
“Mi memoria se disuelve cada vez más. Observo las cosas sin ideas. Los perros me enseñan: hay que mostrar los dientes, sonreír a los ruidos de la noche. Que se hagan aliados. Aprendí a cazar cuises. Avanzo rápido, todo está escondido adentro. Perdí el sentido del asco, me afilo los dientes contra los árboles (...). Estoy aprendiendo a no opinar, es más difícil de lo que creía. Una se tienta. Pero acá nuestras palabras son inútiles. Gruñir y callar es todo”.
El remitente de estas páginas, vale aclarar, no es el lector, sino la ex pareja de la narradora, a quien conoció por ser su psicólogo. La relación, que empezó hablando, se nutrió en partes iguales de palabras y de cuerpo, de verbo y de carne, hasta que, de un día para el otro, algo cambió. “Extraño, sobre todo, tu olor. Tu olor cuando todavía me gustabas. En un momento dejé de sentirte, ya no olías a nada”, escribe la narradora, para quien “el amor es una cuestión de olfato”.
Esa animalidad a la que tenderá la protagonista, de todos modos, no apareció de la nada. Antes de su separación, ya daba muestras de un costado perruno, entre lo sádico y lo salvaje: “Cómo me gustaba moldearte la oreja, sentir tu escalofrío en mis dedos, morder hasta que doliera, como si fueras una fruta sin cáscara, llena de sabor y de jugo (...). Ay, el placer de clavarte las uñas, la saliva dulce en el borde de la boca. Yo suspiraba mientras vos gemías. Balbuceabas como un animal en celo (...). Hasta que el orgasmo nos separe, te dije una vez y te arranqué la piel con los incisivos superiores”.
En poco menos de 100 páginas -este es el libro más corto de la autora y, sin embargo, el que más tiempo le demoró-, la protagonista de Casi perra llevará a cabo un viaje que, al contrario de lo que sucede en las novelas iniciáticas o de formación, no culmina con moralejas ni aprendizajes. Todo lo contrario.
Esta mujer -sustantivo que, a medida que avanza la novela, difícilmente sea el indicado para describir a esta “casi perra”- aprenderá a andar en cuatro patas, a fingir locura “de aburrida que estoy”, a purgarse “masticando un puñado de pasto”, a esperar “las sobras con la cola entre las patas”, a “avanzar sin ideas que hagan ruido”, a abandonar el rouge con el que pintaba sus labios y reemplazarlo con la sangre de aquellos a quienes muerde, hasta sentirse “feroz como un animal sin predadores”.
Hacia el final, tras cruzar su camino con una mujer que parece entender su animalidad (“Ella me toca la cabeza como si fuera su perra. Hago todo lo que dice. Sigo sus órdenes como si me hubiera domesticado y no pudiera hacer otra cosa que seguir su voz, su olor”), la trama se deja llevar por un delirio digno de la poeta uruguaya Marosa di Giorgio en el que los límites entre lo humano, lo animal y lo vegetal empiezan a difuminarse.
Hay “orgías de insectos”, “criaturas que surgen de la pasión entre un jacarandá y un grupo de hormigas”, dos mujeres -dos perras- que se embarazan la una a la otra y un perro que terminará por quebrar el finísimo hilo de su humanidad y su cordura.
”Intento escaparme, pero de pronto está adherido a mí. Es la primera vez que lo hago en este estado. Duele. Siento una brasa ardiendo en el cuello de mi útero, justo ahí donde todo comienza y termina. Quizá necesito la bendición de su leche para que tus crías prendan. Su sexo inflamado se resbala hacia adentro, dejo que me desvirgue uno de mi especie (...). Ya soy casi una perra”.
Así empieza “Casi perra”, de Leila Sucari
El cielo se pone azul eléctrico cuando te pienso. Francia, decías vos, pero Francia es solo un lugar en el mapa y que a mí nadie me discuta el color de mi cielo. Eléctrico y punto.
Desde que arrancó el tren, hay un olor que me descompone. El azúcar de las frutas abrillantadas me da náuseas. Cierro los ojos, aspiro el juguito de la mandarina. Quiero olvidarme del mundo, concentrarme en el cítrico. Ser toda yo un silencio ácido. Pero una gota va a parar al fondo de mi ojo y me obliga al afuera. No le devuelvo el gesto a la mujer que está sentada frente a mí. Yo solo quiero mi recorte de cielo. Que nadie me hable, que nadie me venga a decir lo que tengo que mirar. Que me dejen sola y tranquila con este cielo que es mío.
Tiro las semillas al piso, las pateo debajo del asiento, donde se acumula la basura de los otros. La mujer ya no sonríe, no intenta nada conmigo. Habla por teléfono en un idioma extranjero mientras mastica sin ganas. Ahora que no me ve, la miro. Se le escapan las migas cuando pronuncia esas palabras raras, llenas de jotas y de erres. ¿Quién le enseñó a hablar así? ¿Cuál será la lengua madre que la tiene tan confundida? ¿Por qué la madre siempre es una lengua? ¿O es la lengua la que se hace madre?
Imagino una ronda de nenitos huérfanos abriendo la boca. Ella, en cambio, mueve los labios despacio. Estira las vocales como si no quisiera perderlas. Se agarra con fuerza la cadenita del cuello y a mí me incomodan sus ganas de ahorcarse ahí mismo, esa voz grave que se escucha al otro lado del teléfono. El sonido de un mar adentro de un caracol. Ahora el nene de oro queda colgado, como pidiendo auxilio entre los huesos de su clavícula. Ella cambia el tono de voz. Deja de hablar con tantas jotas. Es solo un cuerpo amorfo, lleno de lenguas mezcladas, lenguas hermanas, lenguas serpientes, lenguas sueltas que intentan comunicarse.
Así empieza esto. Arriba de un tren.
* * *
Miro por la ventana, pero no veo nada, estoy ida. El pasado es un pájaro negro que me picotea. Pienso en vos, en lo que se fue de nosotros. En nuestra manera de hablar. ¿Te acordás? Hablábamos quebrando el tiempo, hasta que los cuerpos se desmayaban, entre plumas, enredados, para seguir y despertar en medio de una oscuridad sin nombre. Nos la pasábamos así, en ese estado difuso. Húmedos, perfumados, erectos como un par de lirios salvajes. Y hablar no era solo ordenar palabras y escupirlas al mundo, sino crear uno nuevo, propio, lleno de significados y perforaciones. De fluidos y verdades que ninguno de los dos era capaz de explicar de otra manera que no fuera haciendo del verbo la carne.
Pero todo eso era antes. Ahora se me escapa el pensamiento por la boca. La gente me mira raro. Aprieto los labios, vuelvo a mi adentro. Hay voces, son demasiadas y me confunden. Por eso también me fui. Tengo miedo de romperme.
* * *
El día que me molestó tu manera de respirar mientras dormías supe que lo nuestro no iba a durar. ¿Cuánto tiempo había pasado entonces? ¿Un año o dos siglos? A mí —que había adorado el movimiento de tus manos al lavar los platos, la forma de tu sexo cuando te bañabas y esos besos que se tragaban todo lo negro—, a mí, ahora, me enfurecía la falta de ritmo con la que entraba el aire a tus pulmones. El silbidito agudo y espasmódico me dio la sensación de estar bajando rapidísimo por un tobogán que terminaba en una cloaca.
Te desperté de un golpe en el hombro izquierdo. No hagas tanto ruido, te dije, que no me dejás dormir. Abriste los ojos y me diste la espalda. Antes te hubiera abrazado, me hubiera adherido con la pierna al hueco de tu cadera, hubiera metido la nariz en tu cuello hasta quedarme dormida. Pero, en vez de eso, me di vuelta yo también. No pude dormir.
* * *
A medida que avanzamos, crece el olor a comida y el bebé de atrás sube el volumen de su berrinche. La madre no hace nada para calmarlo, o si hace es una inutilidad tras otra. La ventana que me tocó está trabada, igual que la progenitora del chiquito. Si esto era la libertad, mejor me quedaba en casa.
Improviso un abanico poniendo la mano en forma de ala. Mis dedos de pianista al fin sirven para algo. Vuelvo al cielo, compruebo que abandonó la electricidad. Se volvió opaco, como todo lo demás.
Ahora debés estar llegando a casa. Encontrando el vacío en la cerradura, descubriendo tu vida como una heladera después de un corte de luz en pleno verano. Acerco la nariz a mi hombro, respiro lo que no está. Mi acidez es un refugio. Cuento hasta veinte, treinta, doscientos. Los números se superponen y forman telarañas.
Lo único que tengo es un bolso de cuero naranja que alguna vez fue de mi madre. Miento. Lo único que quiero es un bolso de cuero naranja que alguna vez pudo haber sido de mi madre. Lo encontré en un mueble viejo. Adentro había diarios y polvo. Tenía siete años y me agarré de él como si fueran los brazos de mamá. El único recuerdo que tengo de ella es este bolso. Y ni siquiera es real.
Apagaron las luces. Por suerte todos se quedaron dormidos, me agota sentir los pensamientos ajenos. Los sueños son más blandos, no me invaden tanto. Logré vencer la tentación de bajarme y ahora me aferro a ella, a mamá, que viaja sobre mis piernas. Acaricio el cierre oxidado como si fuera la cicatriz de su cesárea. Lo abro un poco, escucho el quejido. Cierro rápido. Que no se desangre. De acá vengo. Mi historia se reduce a este rectángulo de animal muerto y pulido. Un pedazo de piel carcomida por las polillas. Soy todo lo que no entró en él. Lo que dejé en el camino me define. Cada óvulo que expulsé, todas las veces que dije que no.
Llevo conmigo dos vestidos, un cepillo para el pelo y una bufanda que tiene tu olor. No quiero nada más. No necesito otra cosa que este silencio contra las vías del tren. Debería abrir la ventana. Que desaparezcas entre las ortigas. Que mi cabeza se vaya de mí.
* * *
La mujer abre los ojos y me mira desde sus ranuras vidriosas. Me limpio con la manga como si todavía fuera esa nena de siete años que busca a su madre desesperadamente. Si se me escapan los mocos, es porque no consigo llorar. Disculpe, señora, algo tiene que salir de este cuerpo seco.
La desidia me volvió compacta. No siento nada. A veces me despierto y tengo la certeza de que no existo. Mis venas son un circuito acabado que gira por inercia. Los kilómetros que llevo arriba del tren me dan la ilusión de movimiento. Cierro los ojos y recuerdo: nada es, yo tampoco. Lo que construimos juntos quedó estancado en la línea recta que hay ahí, entre tus pupilas de oveja que se me aparecen a cada rato como una maldición. Los cuadritos colgados sobre las paredes de tu consultorio no te sirvieron. Perdiste lo que amabas por intentar descifrarlo.
Miro el cielo, todo sigue igual. Las horas no pasan. Las estrellas no forman ninguna constelación. La luz solo ahueca lo negro. Lo que titila allá arriba está muerto.
* * *
Insistías en que al amor había que sostenerlo como a una pieza de arquitectura. Si la cosa se derrumba, es porque nadie se esfuerza, decías. La cosa éramos nosotros; nadie, yo. Las peleas se habían convertido en un ritual; el amor, un protocolo. Comprabas comida al por mayor, te gustaba tener provisiones, hacer cálculos. Yo, en cambio, era antieconómica. Masticaba como una adicta los brotes de bambú que traías del japonés. Comía para no escucharte. Devoraba en marzo las latas destinadas al mes de julio. Con vos nada dura, te quejabas, es imposible planificar. Y yo miraba de reojo, sin responder, chupando la textura amarga de lo importado. Tu sueldito profesional en mi boca.
Todavía podemos, decías, y encajabas la mano entre mis tetas. No sos vos, son los calores, y te espantaba como a un murciélago. Después venía ese silencio. Un silencio que no era huella, sino puro desierto. La pareja no es tu prioridad, seguías, y acomodabas en la alacena los paquetes brillantes de algas con vitamina E.
La mujer me regala una pera antes de bajar del tren, me arranca de vos por un segundo. Le agradezco. Observo la fruta. Tiene aureolas marrones, partes blandas que me recuerdan la flacidez de mi cuerpo. La guardo en el bolsillo. Es raro cómo el tiempo transforma las cosas. Cuando nos conocimos decías que te gustaban mis piernas. Yo me reía, pensaba que te iban a gustar siempre. Al final entendí que no. Aunque entender es inútil. Todo llega tarde, cuando no lo necesitamos.
Quién es Leila Sucari
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1987.
♦ Es escritora y docente.
♦ Publicó los libros Adentro tampoco hay luz, Fugaz, Baldío, Te hablaría del viento y Casi perra.
♦ En 2016 ganó el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes en la categoría Novela.
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