Después de ser nominada como finalista en la última edición del prestigioso Premio Booker Internacional, que distingue al mejor libro traducido al inglés en Reino Unido, la novela de Claudia Piñeiro, Elena sabe, comenzó a ser filmada por Netflix, convirtiéndose en la quinta obra de la reconocida autora argentina en llegar al cine.
Con Mercedes Morán y Érica Rivas en los roles protagónicos, la película, dirigida por Anahí Berneri, seguirá los pasos del libro que cuenta la historia de una madre que intenta esclarecer la muerte de su hija Rita, mientras lucha con los desafíos físicos que le provoca la enfermedad de Parkinson.
En esta novela, la tercera de la autora, Piñeiro aborda la maternidad y el derecho de las mujeres al dominio sobre sus cuerpos, en relación al tema del aborto, pero también la vulnerabilidad de la vejez y el peso de los mandatos.
“Si vos mirás el mundo te das cuenta de que en países donde también había derechos que estaban instalados, se empiezan a percibir ruidos al respecto. En Estados Unidos el tema del aborto también estaba instalado, ¿no? Y ahora aparece esta cosa, una cosa rarísima que está pasando y que te muestra que se puede volver atrás. En España, cada tanto, Vox hace algún comentario de poner trabas a la ley del aborto y en Polonia por ejemplo, volvieron para atrás. Creo que eso en Inglaterra no va a pasar de ninguna manera, pero de todos modos, hay ciertos cambios que pueden venir generalmente de la mano de los partidos de derecha”, indicó la escritora en diálogo con Télam.
Al comienzo de Elena sabe, una chica llamada Rita aparece muerta en la iglesia que suele frecuentar. La investigación, de todos modos, se da por cerrada al poco tiempo y su madre, que se niega a aceptarlo, es la única que no renuncia a esclarecer el crimen. Pero, asediada por la enfermedad, ella es también la menos indicada para encabezar la búsqueda del asesino. Un penoso viaje de los suburbios a la Capital y una conversación reveladora guían la trama de esta novela íntima y crítica donde el cuerpo femenino es el verdadero protagonista.
La obra narrativa de Piñeiro ha tenido gran acogida para la cinematografía a tal punto que ya son cinco las novelas que se incorporan al mundo de la filmación. Las otras cuatro que ya llegaron a la pantalla grande son Betibú, Las viudas de los jueves, Las grietas de Jara y Tuya, mientras que Catedrales está en proceso para ser una serie, al igual que El tiempo de las moscas.
“Me entusiasma que el texto siga girando. A veces se trata de libros anteriores, que ya se leen menos, y las películas les dan nueva vida y nuevos lectores”, señaló la escritora.
Con guión de Berneri y de Gabriela Larralde, la filmación, que se extenderá hasta marzo, se está llevando a cabo en la Ciudad de Buenos Aires y en diversas locaciones de la provincia, como Mar Del Plata, Hurlingham y Lanús, entre otras, según informaron desde Netflix Argentina.
Le darán vida a la historia Mercedes Morán (Elena) y Érica Rivas (Rita), junto a sus respectivas hijas, Mey Scápola Morán (Isabel) y Miranda de la Serna (Rita de joven), acompañadas por un gran elenco, producida por Vanessa Ragone (Haddock Films).
“Son ideales, grandes actrices y me cuesta pensar en una dupla mejor”, dijo Piñeiro, consultada sobre los roles protagónicos, y agregó: “De Mercedes además soy amiga así que la felicidad también pasa por compartir este proyecto. La directora también creo que es la ideal para este texto, y descanso en el trabajo de Vanessa Ragone como productora que me parece una profesional excelente y con quien ya compartimos varios proyectos como Las viudas de los jueves y Betibú, por ejemplo”.
El estreno de Elena sabe está previsto para fines de este año, a través de la plataforma Netflix.
Fuente: Télam S.E.
Así empieza “Elena sabe”
Se trata de levantar el pie derecho, apenas unos centímetros del suelo, moverlo en el aire hacia adelante, tanto como para que sobrepase al pie izquierdo, y a esa distancia, la que sea, mucha o poca, hacerlo bajar. Apenas de eso se trata, piensa Elena. Pero ella piensa, y aunque su cerebro ordena movimiento, el pie derecho no se mueve. No se eleva. No avanza en el aire. No vuelve a bajar. No se mueve, no se eleva, no avanza en el aire, no vuelve a bajar. Eso apenas. Pero no lo hace. Entonces Elena se sienta y espera.
En la cocina de su casa. Tiene que tomar el tren que sale para la Capital a las diez de la mañana; el siguiente, el de las once, ya no le sirve porque la pastilla la tomó a las nueve, entonces piensa, y sabe, que tiene que tomar el de las diez, poco después de que la medicación logre que su cuerpo cumpla con la orden de su cerebro. Pronto. El de las once no, porque entonces el efecto de la medicación habrá declinado hasta desaparecer y ella estará igual que ahora, pero sin esperanza de que la levodopa actúe. Levodopa se llama eso que tiene que circular por su cuerpo una vez disuelta la pastilla; conoce el nombre desde hace un tiempo. Levodopa. Así le dijeron, y ella misma lo anotó en un papel porque sabía que no iba a entender la letra del médico. Que la levodopa circule por su cuerpo, sabe. Eso es lo que espera, sentada, en la cocina de su casa. Esperar es todo lo que puede hacer por el momento.
Cuenta calles en el aire. Recita nombres de calles de memoria. De atrás para adelante y de adelante para atrás. Lupo, Moreno, 25 de Mayo, Mitre, Roca. Roca, Mitre, 25 de Mayo, Moreno, Lupo. Levodopa. Sólo la separan cinco cuadras de la estación, no es tanto, piensa, y recita, y sigue esperando. Cinco. Calles que todavía no puede andar con sus pasos esforzados aunque sí repetir sus nombres en silencio.
Hoy no quiere encontrarse con nadie. Nadie que le pregunte por su salud ni que le dé el pésame tardío por la muerte de su hija. Cada día se le aparece alguna persona que no pudo velarla o no pudo estar en el entierro. O no se atrevió. O no quiso. Cuando alguien muere como murió Rita, todos se sienten invitados a su funeral. Por eso las diez no es una buena hora, piensa, porque para llegar a la estación tiene que pasar por delante del banco y hoy se pagan las jubilaciones, entonces es muy probable que se cruce con algún vecino. Con varios vecinos. Aunque el banco abra recién a las diez, cuando su tren esté entrando en la estación y ella con el boleto en la mano se acerque al borde del andén para tomarlo, antes de eso, Elena sabe, ya va a encontrar jubilados haciendo la cola como si tuvieran miedo de que la plata alcanzara sólo para pagarle a los que primero llegan. Sólo podría evitar el frente del banco dando una vuelta manzana que su Parkinson no le perdonaría.
Ése es el nombre. Elena sabe desde hace un tiempo que ya no es ella la que manda sobre algunas partes de su cuerpo, los pies por ejemplo. Manda él. O ella. Y se pregunta si al Parkinson habría que tratarlo de él o de ella, porque aunque el nombre propio le suena masculino no deja de ser una enfermedad, y una enfermedad es femenina. Como lo es una desgracia. O una condena. Entonces decide que lo va a llamar Ella, porque cuando la piensa, piensa “qué enfermedad puta”. Y puta es ella, no él. Con perdón de la palabra, dice. Ella.
El doctor Benegas se lo explicó varias veces pero Elena todavía no termina de entender; sí entiende lo que tiene porque lo lleva en el cuerpo, pero no algunas de las palabras que usa el médico. La primera vez estaba Rita presente. Rita, que hoy está muerta. Les dijo que el Parkinson es una degeneración de las células del sistema nervioso. Y a las dos les cayó mal la palabra. Degeneración. A ella y a su hija. El doctor Benegas seguramente se dio cuenta, porque enseguida trató de explicarles. Y dijo, una enfermedad del sistema nervioso central que degenera, o hace mutar, o cambia, o modifica de manera tal algunas células nerviosas que dejan de producir dopamina. Y Elena se enteró entonces de que cuando su cerebro ordena movimiento, la orden sólo puede llegar a sus pies si la dopamina la lleva. Como un chasqui, pensó aquel día. Entonces el Parkinson es Ella, y la dopamina el chasqui. Y el cerebro nada, piensa, porque sus pies no lo escuchan. Como un rey derrocado que no se da cuenta de que ya no gobierna. Como el emperador sin traje del cuento que le contaba a Rita cuando era chica. Rey derrocado, emperador sin traje.
Y ahora está Ella, no Elena sino su enfermedad, el chasqui y el rey derrocado. Elena repite sus nombres como antes repitió los de las calles que la separan de la estación; esos nombres comparten su espera. De atrás para adelante y de adelante para atrás. Emperador sin traje no le gusta porque si no lleva traje está desnudo. Prefiere rey derrocado. Espera, repite, combina de a pares: Ella y el chasqui, el chasqui y el rey, el rey y Ella. Prueba otra vez, pero los pies siguen ajenos, ni siquiera desobedientes, sordos. Pies sordos.
A Elena le encantaría gritarles, pies muévanse de una vez por todas, hasta carajo les gritaría, muévanse de una vez por todas, carajo, pero sabe que sería en vano, porque sus pies no escucharían tampoco su voz. Por eso no grita, espera. Repite palabras. Calles, reyes, otra vez calles. Incluye palabras nuevas en su rezo: dopamina, levodopa. Intuye que la dopa de dopamina, y la dopa de levodopa, deben ser la misma cosa, pero sólo intuye, no tiene certeza, repite, juega, deja que su lengua se trabe, espera, y no le importa, sólo le importa que el tiempo pase, que esa pastilla se disuelva, circule por su cuerpo hasta sus pies y éstos se enteren, por fin, de que tienen que ponerse en marcha.
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