“Leemos para ver cómo escriben los otros”: una entrevista con el colombiano Gabriel Alzate, autor de “Un lugar que no tenía nombre”

El escritor colombiano obtuvo el más reciente premio del Concurso de Novela y Cuento de la Cámara de Comercio de Medellín. En conversación con Infobae, reveló algunas de sus técnicas y la forma como concibió estos cuentos

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"Un lugar que no tenía nombre" es el título del libro de cuentos con el que el colombiano Gabriel Alzate consiguió hacerse con la categoría en el Concurso de Novela y Cuento de la Cámara de Comercio de Medellín. (Foto: Santiago Díaz Benavides).
"Un lugar que no tenía nombre" es el título del libro de cuentos con el que el colombiano Gabriel Alzate consiguió hacerse con la categoría en el Concurso de Novela y Cuento de la Cámara de Comercio de Medellín. (Foto: Santiago Díaz Benavides).

Ya son varios años los que lleva Gabriel Alzate Ochoa escribiendo un cuento tras de otro, una novela tras de otra, compilándolo todo como en un gran volumen de su narrativa completa, con el ánimo, quizá, de entregar la vida toda contada.

No sabe cómo ni por qué, pero ha estado escribiendo desde los diecisiete años. Ha llenado tantas libretas con notas que no sabría decir cuántas han sido. La que lleva ahora recién ha pasado la mitad y tiene, además de las anotaciones que dieron inicio a los cuentos con los que se ha ganado la edición más reciente del Concurso de Novela y Cuento de la Cámara de Comercio de Medellín, los de una novela que aún no ha empezado a escribir.

Cejas pobladas, canas, ojeras arrugadas, marcadísimas, y unos ojos que parecen sospechar de todo, Alzate se acomoda sobre una silla en el patio de un hotel pequeño de Bogotá, donde estuvo dando entrevistas casi todo el día, junto a una mesa en la que hay una botella de agua y un vaso de plástico que antes llevó café en su interior, ambos objetos vacíos. Fiel a su humor, lo primero que hace es hablar sobre el clima, como si fuera uno de los personajes de sus cuentos. Menciona que prefiere la lluvia bogotana al calor agobiante de Cali, la ciudad donde vive desde 1974. “Imagínate eso. Despertarse diciendo ‘qué calor’, y acostarse diciendo ‘qué calor’. No, eso es muy maluco”, dice.

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El escritor ha llegado a la capital colombiana para presentar su más reciente libro, por el que fue galardonado en Medellín, junto a Francisco Montaña, reconocido en la categoría de novela. “El que presentó el libro fue un amigo que conozco desde el colegio. No podía ser otra persona”, apunta Alzate, respecto al evento de presentación que ha tenido el día anterior. “Si estos cuentos hablan sobre la amistad y tantas cosas, pues no podía ser otro que ese amigo con el que hemos pasado tanto”.

Gabriel Alzate nació en Medellín en 1951 y, desde que entendió que lo suyo era ser escritor, pese a todo, ha sido finalista en varios concursos nacionales de cuento y ha publicado los libros “La hora del lobo”, con el que ganó el Premio Jorge Isaacs en 1996; “Piedras en la boca”, “Cuentos infieles”, “Volver a casa” y “La música secreta del pasado”. Además, es autor de las novelas “Los viejos tienen que morirse”, “El viajero en el umbral”, que le mereció el Premio Nacional de Novela Ciudad de Bogotá en 2006; y “Más que un forastero”. Suyos son también la biografía “Francisco de Quevedo: Entre la mordaza y la pluma”, y el poemario “Oficios de la noche”.

“La memoria es la identidad y es también la dignidad”, dice Alzate. “Si uno pierde la memoria, pierde su dignidad, y sin eso no hay nada”. En los diez cuentos que hacen parte del título más reciente, el autor se propone explorar el lugar que ocupa la memoria en nuestras vidas, pero la memoria sentimental, esa en la que habitan la tristeza, el desamor y la locura. “La defendemos hasta la muerte. No hay posibilidad de menos”.

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Entre las historias de “Un lugar que no tenía nombre”, el título que ha publicado el grupo editorial Penguin Random House, están la de la mujer en un sanatorio, completamente abstraída de la realidad; la de la otra mujer que tiene que hacerse fuerte ante los conflictos en su matrimonio; la de un hombre que, tras perder su trabajo, se encierra para siempre en un cuarto, o al menos eso parece; y la de un tipo atormentado, sentenciado a ser tío eterno, porque no consigue ser padre.

Todas historias de personajes rotos, ausentes, marchitos como la planta que no recibió cariño a tiempo. Sus vidas se encaminan lentamente hacia un sitio sin nombre, un lugar que no existe, que no consigue ser descrito completamente por las palabras.

Portada de "Un lugar que no tenía nombre", de Gabriel Alzate. (Penguin Random House).
Portada de "Un lugar que no tenía nombre", de Gabriel Alzate. (Penguin Random House).

De los diez, un cuento en particular consigue llamar la atención. El cuarto en el índice, casualmente, el que más le costó trabajo a su autor: “Almas desnudas”.

Sobre él, Alzate señala que fue un cuento que se resistía a salir, que no lo dejaba tranquilo. Al final, surgió como el más melancólico blues, el más cadencioso bolero. “Sufrí mucho con ese cuento. Hoy servía, mañana no. Me parecía una mierda, después algo mejor. Me enloquecía. No sabía qué hacer, pero la idea me martillaba. Algo tenía que hacer. Yo quería contar esta historia, la melancolía de esa mujer solitaria, desplazada del mundo. Cuando una persona rompe con el mundo y se instala en eso que algunas personas llaman ‘la enfermedad mental’, se convierte en una desplazada de las posiciones “correctas” de la vida y pasa a construir su propio mundo, lleno de evocaciones y tristezas (...) En últimas, es la historia de muchos personajes tristes”.

Además de este, las historias de “Un padre de familia”, “Alejandro sin Bucéfalo”, o “Imágenes en sepia”, consiguen quedarse un buen rato en la cabeza del lector, dándole qué pensar. Lo cierto es que los diez cuentos son muy buenos, pero siempre habrá un par que sacarán la mano.

¿En qué momento empieza a darle vueltas a estas historias?

— Cuando escribo lo hago siempre a partir de imágenes, de voces, de sonidos. Veo gestos, comportamientos. A veces, junto todo y a partir de eso sale algo. Dejo que los personajes se cuenten a través de todas esas situaciones que recopilo. Así pues, la conformación de los diez cuentos que componen el libro se da de manera seguida. Un cuento tras de otro. Fueron llegando así, pero no de una forma milagrosa, se desprenden de otros libros de cuentos en los que yo exploro las mismas preocupaciones e inquietudes. Este es el tercero de ellos. Entonces, no hay un momento en particular, llevan dando vueltas mucho tiempo. Todo, eso sí, está muy ligado con el mundo de los recuerdos, de las impresiones. A mí me parece que una de las cosas más bellas y al tiempo, detestables, sobre las que uno puede hablar es la amistad, un sentimiento muy complejo e importante que nos conduce a lo más recóndito de nuestras memorias. Y es al encuentro de la memoria adonde me interesa llevar a los lectores.

¿Cómo concibe el proceso de cada una?

— Lo más difícil es siempre el primer párrafo. No todas las veces el arranque es como uno lo tiene pensado. Varios cuentos de este libro fueron muy exigentes, especialmente uno. Lo que intento es que todas esas notas que tengo engranen de alguna forma, que todo tenga sentido y, claro, que lo que estoy narrando sea bueno. En eso puedo durar meses o simplemente unos días. Todo es relativo.

— ¿De dónde se alimenta para escribir? Seguro que tiene referentes. ¿De qué manera lee? Y no solo libros...

— Uno lee a los que realmente enseñan, y hay que ver y escuchar lo que uno piensa que mejor le va a venir a lo que se está haciendo. Eso se hace siempre en clave de imitador. Uno quiere ver cómo es que hacen tal cosa o tal otra. Escritores hay muchos, muchísimos. Lo importante no es tanto leer demasiado, sino saber leer bien para lo que uno está buscando. Y del cine, ni hablar. A mí me encanta Bergman, por ejemplo. No lo supero. Y en música, el jazz, el blues, la ópera. El que escribe está pendiente de todos los detalles.

— Cada libro suyo es una exploración más de las inquietudes que desde hace mucho lo vienen acompañando, pero este en particular parece ir más allá, es como si quisiera hablar de la fiereza del amor, de la amistad, de lo esencial de los pequeños detalles, justamente.

— Y es así. Todo está diciendo algo. Me interesa que los personajes tengan algo genuino para decir, que hagan ciertas cosas y no otras, que vean el mundo con sus propios ojos y no con los míos. Las pequeñas cosas, pese a parecer insignificantes, componen el mundo, y de eso, tal vez, también habla este libro.

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En esta obra, lo cotidiano es excesivo. El lirismo roza la perfección, el anhelo de lo bien hecho. Leer los cuentos de “Un lugar que no tenía nombre” es como sentarse a ver una serie sobre nuestros días. El manejo del lenguaje es sumamente visual, casi fotográfico, y quizá no sea el autor el que hace consciente este proceso, sino nosotros, los que leemos, que estamos ya llenos de discursos y formatos que tienen que ver más con lo audiovisual que con lo escrito. “Se trata de no perder de vista lo esencial de los pequeños detalles. El gesto, la sonrisa, la mirada; la forma en que toma en sus manos el teléfono. Todo dice algo del otro”.

Quizá esa sea la razón por la que las historias de Alzate están llenas de silencios, pero también de musicalidades e imágenes, de lecturas, de hipervínculos textuales. “Como escritor, uno empieza a leer distinto. Los que nos dedicamos a esto leemos para ver cómo escriben los otros”.

Con virtuosismo, Gabriel Alzate consigue llevar al lector a ese lugar de espacios vacíos, entre la desesperanza y la expectativa. Y después del viaje, se queda aferrado en la memoria.

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