La primera novela de la escritora española Aida González Rossi, que estrena, además, la colección de narrativa dirigida por Sabina Urraca para el sello Caballo de Troya, del grupo editorial Penguin Random House, es una verdadera bofetada en la cara de los lectores y, al mismo tiempo, un regalo.
“Leche condensada” es la historia de Aida, que es y no es la misma escritora. Es, en principio, una chica preadolescente, tiene 12 años, y se pasa los días a merced de la crisis que le produce saber que ya no será más una niña y empezará a estirarse, a expandirse, a sangrar, y el hecho de tener que mudarse de su casa junto a su madre y llegar a la fuerza a un nuevo lugar en Tenerife, que de entrada le es ajeno.
Aida se refugia en el internet, en los videojuegos y la presencia de su abuela, que la resguarda cuando Moco llega de visita. Moco es su primo. Antes eran como almas gemelas, pero ahora él es un monstruo. A los dos los ha cambiado el tiempo. Ella, mientras su cuerpo le grita cosas y su alma reclama afecto, intenta entender qué es lo que siente y por qué parece que las niñas son cada vez más atractivas y los hombres más abominables. Esto es más intenso cuando Yaiza, su amiga, está cerca de ella. ¿Qué es lo que debe hacer con todo ese caos que lleva adentro?
En apenas 176 páginas, González Rossi consigue un relato virtuoso cuya base es la mera oralidad, la forma en que se habla en la infancia, y así cuenta una historia que deja en evidencia la suciedad que queda al vivir en una realidad que asfixia. Leer “Leche condensada” es pasar un rato con la Game Boy, mascando un bubbaloo, o perdiendo el tiempo con el internet, como si guardara un secreto.
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Más que leerse, la novela se escucha, y puede que allí resida el gran acierto de la autora, que se mete en la piel de esta chica y cuenta, reflexiona, se queja, llora.
La prosa en este libro tiene sabor a la sangre que brota de una herida en la rodilla, después de tropezar mientras corremos; tiene el sabor a esas papitas de palillo que vienen en paquete; tiene el olor al jabón de manos que está en el baño, el primer elemento para la nitroglicerina necesaria para quemarlo todo, acabar con todo. También tiene la sensación de chispazo que queda después de sentir el roce del otro, de estremecerse con su mera presencia.
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La historia de Leche condensada trata sobre la infancia que se acaba, los arrebatos que se adueñan del cuerpo, las relaciones que se anhelan, pero no se entienden, y asustan. También trata sobre la posibilidad de encontrar refugio en medio del caos; de vivir en un pueblo y descubrir que se es algo que a nadie le agrada, de mudar de piel y seguir.
Con una voz que es salvaje, sucia y poética a la vez, Aida González Rossi consigue aquí, en su gran debut como novelista, una novela absolutamente original en la que un videojuego, como un beso, contiene el mundo entero.
Leche condenasada (Fragmento)
No entiende cómo pasa, pero pasa. Al principio se dejan caer sobre las piedras del borde de la finca, es verdad que parecen sillones, Aída imagina lámparas, velas, una alfombra por la que arrastrar las plantas de los pies hasta que le den escalofríos: los perros acostados donde estaría la mesa. Son dos, son preciosos. Los chicos (dos, preciosos) se sientan con las piernas muy abiertas, Aída también pero porque no quiere verse, decide que ya está bueno ya de pensar en eso.
...
Es la única niña que no chinga a los niños con lo último que queda de la coca-cola enjediondada, que no se ríe, pasando los brazos por los hombros de las otras, de los charcos de espuma más negra de lo normal, también es la única del cumpleaños a la que se le sientan al lado, casi sin que se entere, dos chicos con camisas de Pokémon. Aída sale de sí misma (la sensación es parecida a la de cuando un espino por fin se explota) para contestarles oh. Qué tal. Son rubios, idénticos, uno tiene una paleta partida, el trozo que le falta parece, por lo recto del corte, arrancado: Blastoise y el Gyarados rojo abriendo las bocas en sus camisas nuevas, sin costras ni uñas intentando digerirlas.
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