Para Daniel Loedel, Isabel, su media-hermana, fue durante muchos años un portarretratos en la pared sobre la cama de su papá en la casa de Nueva York donde vivían. Una imagen pixelada y descolorida de una nena de 13 años a la que no conocía.
Era la ampliación difusa y en baja calidad de la foto carnet que su papá, Eduardo Loedel, guardaba en su billetera desde 1976, cuando se mudó de la Argentina a los Estados Unidos. Dejando tras él, además del terror de la dictadura, a una de sus hijas.
“Mi hermana Isabel Loedel Maiztegui fue montonera, ella nació en el ‘56. Mi papá tiene ahora 90 años. Somos hijos de un mismo padre, pero con madre distinta, igual que con mi hermano Enrique y mi hermana Bonnie”, le explica Daniel a Infobae Leamos. Esa es la geografía familiar de los Loedel.
Y agrega: “En el ‘76 o ‘77, mi padre y mi hermano huyeron a Estados Unidos, pero a mi hermana Isabel no hubo nadie que pudiera convencerla de irse. Ni a ella ni a su pareja, Julio Di Giacinti, ellos se quisieron quedar en la Argentina. A los dos los desaparecieron en enero de 1978″.
La historia que cuenta, la que ahora sabe de memoria y con más detalle que cualquiera de su familia, es la misma que ignoró durante años. Esa que se escondía detrás del portarretratos en la pared, sobre la cama de su papá. Esa de la que nadie quería hablar. De la que no se podía preguntar. La historia de Isabel. “Yo nací 10 años después de que pasara todo esto y crecí con la sensación de que había fantasmas en mi casa”, dice.
Encontrar a un fantasma
Marzo de 2018. Daniel está sentado frente al informe que acaba de entregarle un integrante del Equipo Argentino de Antropología Forense, los encargados de ponerle nombres a las víctimas de la dictadura en Argentina. Daniel fue el destinatario legal del informe a pesar de no haber conocido a Isabel. Ni su papá, Eduardo, ni su medio-hermano, Enrique, respondieron a las cartas que el Equipo les había enviado años antes.
En la carpeta hay unas veinte fotos de huesos perforados. Son restos que estuvieron treinta años enterrados en una fosa común y los últimos diez, archivados en un laboratorio, a la espera de ser identificados.
Las fotos se mezclan con otras imágenes que pasan como diapositivas por la cabeza de Daniel. Aparece el portarretratos en la pared de su casa en Nueva York. Una costilla rota. Isabel con 22 años, la edad que tenía cuando la mataron. Un fémur. Su papá más joven, sentado a una mesa con Isabel y con Julio, tomando cerveza, riéndose. Un cráneo color sepia al que le faltan dientes. Los ojos azules de su hermana en una foto color.
Entre las fotos del informe, una viene a confirmar algo que los Loedel siempre supieron: Isabel había muerto en un tiroteo. Lo subrayaba una bala entre los huesos. Un consuelo extraño. El de un final rápido.
“Todos sabían lo que había pasado porque en 1978 la mamá de Isabel fue con el hermano de Julio, Daniel, hasta la casa en Villa Ballester donde sabían que ellos se estaban escondiendo. Fueron porque habían perdido contacto hacía dos semanas. Cuando la dueña les abrió, tenía puesto un vestido y zapatos de Isabel. Ella les dijo que había habido un tiroteo en la casa. Y que habían matado a los terroristas”, describe Daniel. Era la versión familiar que el informe vino a confirmar.
A mitad del proceso de la identificación de Isabel, Daniel tuvo que convencer a su papá para que lo dejara sacarle una gota de sangre. Con la suya, por ser medio-hermano, no alcanzaba. Eduardo Loedel finalmente aceptó.
“Si el test hubiera tenido que hacerse en Argentina, mi padre no se lo habría hecho. Fui yo el que tuvo que viajar a Nueva York y traer la muestra a Buenos Aires. Pero a pesar de eso, hoy mi padre está orgulloso de lo que hice. En ese momento él tenía emociones encontradas”, cuenta.
Mientras buscaba a su hermana, en medio de los viajes, de los detalles que iba descubriendo sobre un horror desconocido, Daniel sintió la necesidad de empezar a escribir. Esa necesidad se convirtió en Hades Argentina (Ediciones B, 2022), su primera novela. Una ficción hecha con retazos de la historia de Isabel.
Todo sobre una hermana
El protagonista es Tomás Orilla, igual que Eduardo Loedel, un traductor que huyó de la dictadura en 1976. Orilla, diez años después de abandonar el país con un pasaporte falso, vive en Nueva York y está en medio de una crisis con su esposa, Claire.
Es la enfermedad de una mujer a la que conoció de chico, Pichuca, lo que lo hará volver a la Argentina diez años después. Pichuca, además, es la mamá del personaje de Isabel Aroztegui, la chica de la que Tomás siempre estuvo enamorado.
Con los años, Isabel, ese amor nunca completamente correspondido, se hará montonera y le pedirá un favor peligroso: que usando su amistad con un coronel del ejército, Felipe Gorlero, con la excusa de que le dé trabajo, se infiltre en un centro clandestino de detención.
Esos pasajes y otros de 1976 serán visitados por el Tomás de 1986, acompañado de fantasmas del pasado, que lo llevarán a recorrer distintas escenas de su vida. Desdoblamientos temporales, futuros posibles, en una historia que tiene como telón de fondo uno de los capítulos más oscuros de la historia argentina.
“Corrían rumores. Alguien de quien no se sabía nada desde hacía dos días, que no había vuelto a su casa. Otro, un profesor que inesperadamente había aceptado un cargo en México, aunque el destino a veces era más improbable, como Suiza o Noruega. Eso te hacía pensar en los cuentos que los padres les hacían a los hijos cuando se les moría un perro viejo y les decían que lo habían llevado a un lugar idílico donde podía correr con libertad. No podías evitar preguntarte si todos esos rumores que empezaban a rondar no serían también eufemismos para no nombrar las cosas”, escribe Loedel en Hades Argentina.
En el título de su libro, Loedel habla del “Hades”, el inframundo griego, el mundo de los muertos. Y ese es el universo, una Buenos Aires fantasmal, la que en una decisión arriesgada del autor, recorrerán los personajes.
“Esa idea llegó de esta sensación de estar buscando a un fantasma. Al principio me esforcé por escribir de una forma más realista, una novela histórica sobre la dictadura. Lo intenté un año entero y algunas cosas de esa búsqueda quedaron en el libro, pero me di cuenta que no estaba funcionando, que no estaba pasando. Y un día que había salido a caminar, sin buscarlo, entendí cómo escribir la historia. Tenía que ser el viaje de Tomás por el inframundo de los desaparecidos. Obviamente esta idea se remonta al mito y la cultura griegos, a ese limbo, a ese purgatorio, que es su propio infierno”, le explica el autor a Infobae Leamos.
En el libro, dice Daniel, trató de imaginar cómo había sido su hermana para crear el personaje de Isabel. Una prima, sus hermanos, el hermano de Julio, ayudaron con algunos recuerdos. Rescató incluso alguna anécdota de su papá, como un día de playa en el que Isabel tuvo un accidente. Un recuerdo transfigurado, colocado dentro de la historia de Tomás en el libro:
“A mi de joven me gustaba mucho ver películas violentas. Fue eso lo que hizo que un día mi papá compartiera conmigo algo que le pasaba desde hacía años: él no podía ver películas con sangre. Fue entonces que me contó de ese verano cuando Isabel era chica, en el que ella pisó por accidente la botella rota en la playa y se lastimó el pie. Mi papá la levantó y corrió por la arena buscando ayuda. Fue la primera vez que lo vi llorar por Isabel, y es curioso, porque no estábamos hablando de su muerte. Estábamos hablando de un recuerdo en el que él la protege. Estoy convencido de que es justamente eso lo que lo conmovió. Pensar que no pudo protegerla de los dictadores”, cuenta Loedel a este medio. Ese recuerdo se filtraría en su novela.
“Había sido un momento crucial de ese primer verano. Isabel volvió de una de esas caminatas solitarias por la playa con un pie muy lastimado: había pisado una botella de cerveza rota y durante nuestra carrera frenética para conseguir ayuda médica se pasó insistiendo en que no era nada, que todo estaba bien, mejor que bien. Después de que le dieron varias puntadas, le pregunté cómo podía decir que estaba bien con un tajo en el pie de película de terror, y ella se puso a reír y dijo que era desopilante.
—¿Desopilante?
—Haceme el favor... ¿No les viste la cara? Es como si nunca hubieran visto sangre. Vos, en cambio, Tomás, vos no te asustaste, igual que yo, ¿o no? No —continuó, tan segura de sí misma que le creí—, ni yo ni vos le tenemos miedo al dolor.
Nunca había entendido por qué esa experiencia quedó grabada a fuego en mi memoria. Quizá fue por el hecho de que me ella me puso a su nivel justo en el momento en que yo estaba seguro de que no podía estar más lejos. Eso fue lo más parecido al amor verdadero que sentí en la vida”.
“Mi padre y mi hermano, creo, de diferentes maneras sentían mucha culpa y eso se metió en mi casa. En el caso de mi padre por no poder salvar a Isabel. Mi hermano, en cambio, tenía la culpa del sobreviviente. Pero esa culpa también influyó en mí y en la novela. Recuperar los restos reales de Isabel y escribir la novela fueron de la mano. De alguna manera se convirtieron en parte de la misma búsqueda”, analiza Loedel, que a lo largo de veinticinco capítulos, sobrevuela distintos lugares de ese horror que conoció a destiempo: la picana, la apropiación de bebés, los secuestros, las violaciones y los vuelos de la muerte.
Incluso en las páginas de Hades Argentina se hace lugar para bucear en la psiquis -¿y el cinismo?- de los militares:
“Volví al trabajo el martes. Llegué a la hora del almuerzo y me encontré a todos comiendo juntos en la cocina, cosa rarísima.
—¿Cómo fue la visita de mami? —preguntó el Rubio con tono socarrón.
—¿Qué tiene de malo que lo visite la vieja? —salió el Gringo en mi defensa—. Ya quisiera yo ver más seguido a la mía.
—Seguro, Carlitos, vos y la mercadería sufren lo mismo —dijo Aníbal muerto de risa.
—Calma, señores, calma —dijo el Cura—. Usted sabe, Aníbal, que no tienen madre. No mientras están aquí, no mientras están con nosotros. Mientras están en nuestra jurisdicción, los detenidos no tienen identidad. No son nadie.
El concepto era horroroso y todos lo tomaron como una genialidad. Nadie dijo nada y yo empecé a recoger los platos.
—Tu madre debe estar orgullosa de vos, Verde —dijo el Cura, mientras yo ponía los platos en la pileta.
—Ella es la que me enseñó a lavar —dije, asintiendo”.
A pesar de que la categoría de “realismo mágico” no le guste, Daniel Loedel admite haber tenido -por su papá argentino- desde muy joven contacto con las obras de Gabriel García Márquez, “Jorge Luis Borges y sus ruinas circulares” o Pedro Páramo, novela inicial de Juan Rulfo. Toda esa influencia fue, quizás, la que le dio la respuesta a una pregunta a la que tuvo que enfrentarse para escribir el libro: ¿cómo contar tanto horror?
“Al empezar a investigar, al conocer sobre los centros de detención y lo que ahí hacían los militares, fue todo tan brutal que sólo pude concebir en mi imaginación ese infierno. Fue la forma que encontré para poder contar estas cosas. Hubiera sido demasiado doloroso si no lo ponía en un marco de fantasía”, dice, convencido de que el inframundo y esa Buenos Aires fantasmal en la que se mueve el personaje de Tomás Orilla fueron la única forma de contener el peso de lo real.
Hubo otra dificultad a la que tuvo que enfrentarse a la hora de escribir la novela: la de “sentirse un fraude”. Una sensación sobre la que escribió en 2021 en un artículo para el medio norteamericano The Atlantic:
“Me preguntaba: ¿Era esto solo un pequeño robo artístico en el que me estaba involucrando, saqueando la tragedia de otra persona, de otro país, al típico estilo estadounidense? ¿Qué derecho tenía yo a reclamar el papel de redentor de Isabel cuando los más allegados querían dejarla bajo tierra? ¿Cómo me atrevía yo a reavivar este dolor que yo nunca había sentido, si para mí ella había sido simplemente una sombra desaparecida durante tantas décadas?”.
Las respuestas a todas esas preguntas llegaron el día en que Daniel viajó con los huesos de Isabel en una caja desde la ESMA hasta el cementerio de La Plata para ponerlos en el Panteón de la Memoria, Verdad y Justicia, junto a los de su compañero, Julio Di Giacinti. Las semanas previas tuvo pesadillas en las que llegaba el día y nadie asistía. Que estaba solo con los restos frente a una gran fosa común, igual a esa en la que la habían encontrado.
Al despertar, lo tranquilizaba la certeza de que Bonnie le había dicho que iba a viajar. No lo harían en cambio ni su papá ni su hermano. Sabía además que estarían algunos familiares de parte de la madre de Isabel, tres primos, dos de los cuales vendrían desde Uruguay, el hermano de Julio, y también la integrante del Equipo Argentino de Antropología Forense que había hecho los arreglos. Ese recuento le bastaba para tranquilizarse.
Ese 26 de marzo de 2019, al mausoleo en el cementerio de La Plata asistió una multitud. La mayoría eran desconocidos para el autor. Había compañeros de colegio de Isabel y también de la universidad. Una mujer muy mayor, que había sido la niñera de su infancia. Recién entonces, dice, dejó de sentirse un fraude y supo que tenía que escribir Hades Argentina. Un año después le puso punto final, y al siguiente fue su papá quien la tradujo al español.
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