En defensa de las novelas románticas, ese género literario tan denostado

El género literario me abrió la puerta a las historias sobre los sentimientos, las pasiones, el romance y las relaciones. Cómo se convirtieron en la educación sentimental que revolucionó mi vida.

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Las novelas románticas son las más vendidas y las que ocupan los primeros puestos en los rankings de ventas (Getty Images)
Las novelas románticas son las más vendidas y las que ocupan los primeros puestos en los rankings de ventas (Getty Images)

Mi educación sentimental había empezado algunos años antes de leer mi primera novela romántica. Sin saberlo, había atravesado la gran puerta de entrada al amor mirando fascinada y extasiada las telenovelas de la tarde, acompañada de mi abuela Élida a mediados de los noventa. Decir que un libro despertó mi curiosidad por el romance sería falso pero lo que sí hizo fue seguir alimentando el combustible amoroso con otra dinámica. Mientras escribía estas líneas sonreía por los recuerdos y porque un género literario que siempre fue denostado, yo siempre disfruté leerlo.

Hay algo que tenía -y tengo- claro: cuando leí mi primera novela romántica ya estaba enamorada del amor. Porque cuando encontré El honor del silencio, de Danielle Steel, en la mesa de luz de mi otra abuela, Clara, el nivel de fanatismo por el romance en sangre ya estaba alto. Mis días pasaban frente a la televisión, con el pulso acelerado y los ojos ilusionados, mientras veía los grandes melodramas me repetía: “yo quiero eso para mí”. Necesitaba saber cómo se enamoraban y demostraban sus sentimientos los personajes, cómo se consumaban, finalmente, esos besos hambrientos que tardaban en llegar y había entendido desde temprano que los obstáculos son más frecuentes de los que nos gustaría asumir. Eso quería y el libro me lo dio.

Tenía 14 años y solo era una chica parada frente a un libro romántico pidiéndole que la ame y que sostenga la hermosa ilusión de que esos amores perfectos podían suceder en la vida real. Lo que no sabía es que iba a amar ese libro, que volvería sobre esas escenas que me habían encendido el cuerpo y que quería más. El honor del silencio no me besó, no me abrazó ni me dijo que estaba enamorado de mí, pero me marcó.

¿Qué busco cuando leo novelas de amor? ¿Por qué me gusta leerlas? La literatura romántica me sostuvo -y la hace aún hoy- frente a un mundo desencantado y hostil. Y, también, porque en sus páginas buscamos una ilusión en la incomodidad y en la subversión. Nada de lectura o consumo culposo. Emoji de corazón.

Quizá fue la tapa con ese rojo intenso, las letras doradas, la imagen de un paisaje oriental las cosas que me llamaron la atención. O, como buena romántica, porque creo en el destino y en la leyenda del hilo rojo que nos une con el amor de nuestra vida -y aunque ese hilo se estire o se contraiga, nunca se rompe. Creo que también hay un hilo que conecta al lector con su libro.

En este caso, el hilo rojo me unió a la novela romántica. Leí la edición española de 1997. Entre sus páginas amarillentas encontré un ticket de una farmacia de Boedo del año 2000 que usaba como señalador, una libreta de “lectura de presión arterial” y claves y anotaciones de mi abuela Clara.

Cuando empecé El honor del silencio descubrí una narración vibrante, sensible y adictiva en la que una joven japonesa, Hiroko, decide cursar sus estudios en California a principios de los años cuarenta. Una mujer quería estudiar del otro lado del mundo -¡qué osada!- , atrapada entre la pasión por la modernidad occidental de su padre, un profesor de Kioto, y el tradicionalismo arraigado de su madre. El libro me presentaba a una mujer que vivía en medio de profundas contradicciones. ¿Acaso no nos atraviesan? Por supuesto. El libro me hablaba a mí.

Hiroko se muda a Estados Unidos y el ataque a Pearl Harbor la convierte, junto a toda la colonia japonesa, en una enemiga del país que reside. La protagonista es una víctima más de la hostilidad y los prejuicios. En medio de uno de los episodios más terribles de la Historia reciente estadounidense, ella encuentra el amor gracias a un profesor universitario, Peter Jenkins. El amor como esperanza en un panorama desolador.

“Un capítulo más y me acuesto”, me repetía, pero el amor era más fuerte y no paraba de leer hasta la madrugada. “Ilusionate”, me susurraban esas páginas, “porque hasta en el peor escenario el amor es una posibilidad tangible”. ¿Iba a dejar de leerlo? Ni loca. Esas “novelitas para mujeres” me interpelaban a mí, a mis abuelas, a todas.

“El amor nunca pasa de moda, pero el desamor tampoco. Y es el desamor lo que más está presente en mi obra”, expresó la célebre autora Corín Tellado (Getty)
“El amor nunca pasa de moda, pero el desamor tampoco. Y es el desamor lo que más está presente en mi obra”, expresó la célebre autora Corín Tellado (Getty)

Antes de llegar a los establos él se detuvo y volvió a abrazarla. Notaba la suave respiración de Hiroko y sus estrechas caderas apretadas contra él. Últimamente se acercaban cada vez más a la llama de la pasión. Había algo excitante en su situación y ninguno de ellos podía resistirse”, leía en mi adolescencia. El deseo de los personajes crecía a la par del mío. Volví sobre esas líneas hoy y la sensación fue la misma.

En tiempos donde la regla es no demostrar amor y tener vínculos fugaces -más bien transaccionales y no sentimentales- leer novelas románticas no solo expone y construye lugares comunes; también es una vuelta a una amorosidad que muchos temen abrazar. Quería que el mundo fuera un lugar encantador, que cobija cálidamente, a pesar de todo. Todavía me pasa.

No dejé de leer las novelas de Danielle Steel: El beso, Secretos, Truhan, El precio del amor, La boda... una lista eterna. Hasta busqué en el supermercado otros libros de la autora, que leía parada al lado de la góndola. Esa educación sentimental que había empezado con Marimar, María la del barrio, Celeste siempre celeste y Perla negra, entre otras, había cambiado de forma pero no de motivaciones. “El amor se abre paso despacio no importa el cerrojo”, diría Arjona.

Recuerdo cuando se me electrizó el cuerpo al leer Las edades de Lulú, de Almudena Grandes. No es una novela romántica, ya sé. Me lo regaló una compañera de trabajo en uno de mis primeros días laborales en un grupo editorial. Me dijo: “mañana me contás”. Y le conté. Porque aunque la novela no era “rosa” -estaba lejos, muy lejos-, el erotismo era el rey. ¿Acaso se puede pensar el amor lejos de lo erótico y la sexualidad? Creo que no. La novela narra el recorrido sexual de Lulú desde sus quince a sus treinta años y me había quitado el aliento.

Pienso que, como dice el filósofo francés Roland Barthes en Fragmentos del discurso amoroso “El lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro, es como si tuviera tuviera palabras como dedos, o dedos en mis palabras. Mi lenguaje tiembla de deseo”. Yo también temblaba de deseo, quizá porque el lenguaje esconde los deseos del lector, expandidos en las páginas de los libros y construye cuerpos ajenos que aman, que tocan, que intercambian tanto como quisiéramos nosotros.

Una novela romántica es un modo de prostesta basada en el goce, pensé durante mis primeros años en la universidad. Porque si las mujeres gozamos a través de la lectura de historias de romance, el canon grita que es una literatura que no vale la pena. Pero para nosotras, sí. Recordé que la académica e investigadora estadounidense Janice Radway analiza el género de la novela romántica y sus lectores en el libro Reading the romance. Women, Patriarchy and Popular Literature. Allí observa que la literatura romántica permite a las lectoras “canalizar las necesidades insatisfechas por las instituciones patriarcales y las costumbres”.

En una entrevista laboral me preguntaron qué me gustaba leer. “Danielle Steel” fue mi primera respuesta, un poco para ver la expresión de horror en la cara de quien sería mi jefe, y un poco como reivindicación. Y fue mi trabajo el que me permitió descubrir otras autoras: Florencia Bonelli, Viviana Rivero, Florencia Canale, Gabriela Exilart, Magda Tagtachian, Luz Gabás, Graciela Ramos, Andrea Milano... y tantas más. Porque todavía habita en la Belén de ahora esa chica parada frente a ese libro romántico pidiéndole que la ame.

La novela romántica me habló al oído. Los labios carnosos del pecado me susurraron que disfrutar es improductivo. En una época signada por la autoexigencia, la ansiedad y la presión por la eficiencia laboral, leer sobre las mieles de las relaciones humanas, las pasiones y los sentimientos -eso que no sirve para nada- es un acto completamente revolucionario. Vuelven a mí esas tardes con las persianas bajas y el televisor fuerte al lado de mi abuela Élida. O a la lectura en mi cama todos los veranos y cómo se gestaba mi propia revolución.

En mi familia, la rebelión siempre tuvo cara de mujer. Mis abuelas y mi mamá me contaron que leían sin parar a una de las máximas referentes de la literatura romántica: Corín Tellado. Se había colado en las casas, en las cocinas, cuando mis abuelos o mi papá estaban trabajando, para decirles a las mujeres que tenían derecho a soñar con otros mundos.

El amor nunca pasa de moda, pero el desamor tampoco”, solía decir Tellado, la gran dama de la novela romántica. Quienes leemos novelas románticas lo sabemos. Estamos enamoradas del amor, de las relaciones que se quedan, que sostienen y abrigan en épocas de incertidumbre. Ahí, donde algunos no ven feminismo, encuentro un “libro propio”, una ilusión propia, un hilo rojo que me une a las historias que quiero construir. La ilusión es mi revolución. Volví a abrir El honor del silencio después de más de veinte años y vi a esa joven de 14 años que quería amar y leer. El hilo rojo nunca se cortó.

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