Hola, qué bueno encontrarte otra vez.
Raro lo que me pasa, siempre escribo sobre todo. Proceso las cosas con los dedos sobre el teclado. Pienso con los dedos. Y, sin embargo, van a hacer cinco años desde que murió mi mamá y nada, todavía no me sale nada.
Quizás por eso fue que cuando me llegó Sobre el duelo, de Chimamanda Ngozi Adiche, lo puse en la pilita de los libros para leer pero no lo abrí. Lo vi ahí muchas veces. Ahí quedó. Pasó un año, un año y medio. Este verano lo llevé a la playa. Sí, un libro sobre el duelo a la playa. Acá te cuento.
Qué pasó
La familia de origen de Chimamanda vive dispersa por el mundo. Tres hermanos en Estados Unidos (incluida ella), uno en Inglaterra, dos en Lagos (Nigeria) y los padres en Nigeria también pero en otra ciudad, Abba. Google Maps me dice que entre Lagos y Abbas hay unos 1300 kilómetros. Y esos son los que están más cerca.
El punto es que tienen una solución muy siglo XXI para esto: Zoom. Se encuentran todos los domingos en esa ilusión de cercanía. El 7 de junio de 2020 —plena pandemia— hablan y el padre no se siente tan bien pero nada grave. El 8 uno de los hermanos va a verlo y lo nota cansado. El 9 ella, Chimamanda, habla con él brevemente sobre ese cansancio. El 10 está muerto.
“Me derrumbé”, escribe ella. Literalmente: desde el otro lado del océano se va al piso. Grita. Patea. Asusta a su hija de cuatro años.
El resto del libro será tratar de entender esa pena que se ha quedado pegoteada al alma.
Ella
Chimamanda nació en Abba en 1977. Su padre, James Nwoye, fue el primer catedrático de Estadística del país. Su mamá, secretaria de Admisiones en la Universidad. A los 19 años le dieron una beca para ir a estudiar a Estados Unidos. Chau África.
En Estados Unidos Chimananda se volvió feminista y novelista. Escribió libros exitosos como Todos deberíamos ser feministas y Americanah.
Vive entre Nigeria y Estados Unidos, un poco aquí, un poco allá.
Entonces, el libro
Sobre el duelo es un libro chiquito, corto y hondo. “La pena es un tipo de enseñanza cruel”, dice Chimamanda y desde la tribuna asentimos los doloridos. “Aprendes lo poco amable que puede ser el duelo, lo lleno de rabia que puede estar”.
Dice, por ahí, que calcula la edad de otros que andan por la calle y si pueden ser mayores que su papá le da bronca. Conozco esa sensación horrible. A veces pasa con gente que querés mucho.
De las cosas que piensa Chimamanda hay un par que me llamaron la atención especialmente.
La primera, cuando dice que la palabra “nunca” llegó para quedarse. No había pensado ella, no había pensado yo, en “nunca”. Algo irreversible, que no se puede arreglar. “Durante el resto de mi vida viviré tratando de alcanzar cosas que ya no existen”, dice. Ese es uno de los desgarros.
Pero, sobre todo, me sorprendió una idea que no me convence tanto. Chimamanda cuenta que fueron felices, una familia feliz, y cree que eso la hizo más débil: “Hemos tenido tanta suerte de ser felices, de vivir protegidos en una unidad familiar intacta, segura, que ahora no sabemos qué hacer con esa ruptura. ¿Quizás el amor, aunque sea inconscientemente, conlleva la arrogancia engañosa de creerse a salvo de la pena?”
Tengo mis dudas acá: ¿acaso haber sido feliz ablanda? ¿O, al revés, sufrir magulla, golpea, y uno llega con tanto dolor encima que uno más puede ser insoportable?
En fin, ¿quién puede decir cómo se vive un duelo? Sufriendo, con dolor en los músculos, aferrándose de lo que hay —como la madre, que decide seguir los rituales tradicionales de los que estaba alejada— y guardando cada recuerdo como un tesoro de cristal.
Vivimos el duelo repitiendo algunas escenas al derecho, al revés, en cámara lenta, poniéndoles zoom a los detalles. Ese último abrazo, ¿no lo podés sentir todavía, físicamente, en la piel? Yo sí.
Un día creo que voy a poder escribir sobre la muerte de mi madre. Mientras tanto, acá algunas frases que subrayé del libro de Chimamanda.
Mis subrayados
1. “Hasta ahora, la pena era de otros”.
2. “La felicidad se convierte en una debilidad porque te deja indefenso frente al dolor”.
3.”He llegado a temer las llamadas por Zoom envueltas en un manto de sombra. La forma de la familia ha cambiado para siempre y nada lo evidencia de modo más doloroso que deslizarse por la pantalla del móvil y no ver ya el recuadro con la palabra ‘Papá’”.
4. “No me gustan especialmente las camisetas pero me paso horas en una página web para customizarlas, diseñando camisetas para honrar la memoria de mi padre, probando tipos de letras y colores e imágenes. En algunas pongo sus iniciales, JNA, y en otras las palabras igbo omekannia y oyilinnia, que tienen un significado similar, ambas son variantes de la expresión ‘la hija de mi padre’”.
5. “Tengo que ocultar la fuerza con que me oprime la pena”.
6. “Por fin entiendo por qué la gente se tatúa a los seres que ha perdido. La necesidad de proclamar no solo la pérdida sino también el amor, la continuidad. “Soy la hija de mi padre”. Es un acto de resistencia y rechazo: la pena te dice que se ha acabado y tu corazón la contradice; la pena intenta reducir tu amor al pasado y tu corazón te dice que todavía está presente”.
7. “No importa si quiero cambiar, porque he cambiado”.
Bueno, acá nos quedamos. Le leo estas últimas frases en voz alta a mi compañero Fernando Pagano y se me hace un nudo en la garganta; cambio de tema para no llorar. El duelo no se pasa, pienso, de aquí en más voy a vivir con él.
*****
Este artículo reproduce el newsletter “Leer por leer”, al que podés suscribirte haciendo click acá.
Seguir leyendo: