Sylvia Plath, mucho más que una célebre suicida: cómo hacer arte con un padre muerto y un marido asfixiante

Se cumplen 60 años de la muerte de la escritora británica. Antes de quitarse la vida, produjo poemarios, novelas y diarios que reflejan una época que parecía prometedora pero que sólo contempló a algunos privilegiados. Es que las posguerras no son gratis.

Plath se sintió identificada con Virginia Woolf.

“Cuando una mujer escribe, escribe para todas las que han callado -mil años, y callan todavía- y callarán.

Son ellas las que escriben a través de ella.” - Marina Tsvietáieva, poeta y prosista rusa.

¿Cómo leer a Sylvia Plath saliendo de la marca que deja el suicidio? Hace sesenta años, en Primerose Hill, Londres, el 11 de febrero de 1963, la escritora estadounidense dejó preparado el desayuno de sus hijos Fieda y Nicholas, precintó la puerta de la cocina, prendió el gas y metió la cabeza en el horno.

Hacía pocos meses se había separado de su marido, el poeta británico Ted Hughes (1930-1998). Plath había tenido varios intentos de suicidio y una serie de internaciones psiquiátricas con tratamiento de electroshock narrados en su única novela, La campana de cristal, y que precedieron ese final en parte anunciado, también, en muchos de sus poemas y en sus diarios. Había nacido el 27 de octubre de 1932 en Boston, Massachusetts. Tenía 30 años.

“—No hay viajes de vuelta en esta línea —dijo la mujer, suavemente—. Una vez llegas al noveno reino, no hay retorno posible. Es el reino de la negación, de la voluntad congelada. Tiene muchos nombres.

—Me da igual. Voy a bajarme en la siguiente parada. No pienso quedarme en el tren con esta horrible gente. ¿Acaso no saben, no les importa adónde van?”.

El fragmento corresponde a una nouvelle o relato largo inédito que Plath escribió a los 20 años, Mary Ventura y el noveno reino (publicada en su versión completa por Random House en 2020, ilustrado por Mónica Bonet). En el epílogo de esa edición, Mariana Enríquez escribe: “Su figura va mutando: la escritora desgarrada entre la domesticidad idealizada de la época que le tocó vivir y su propia personalidad oscura, algo salvaje; la pionera feminista, la enferma mental, la mujer destruida por un hombre tormentoso y cruel, la madre suicida, la víctima, la heroína, la abandonada”.

La mutación, en todo caso, sería indicador de una lectura saludable, ya que durante muchos años predominó lo que otra escritora, la española Aixa de la Cruz, en el prólogo a La campana de cristal (Random House, 2020) define como el “fetiche”, basado en su impactante fin: “A estas alturas, resulta difícil, sino imposible, pensar en nuestra autora sin pensar en su suicido, pero no es lo mismo aproximarse a la obra de una autora a través de su biografía porque esta se ha vuelto en un fetiche que hacerlo porque su biografía se revela como el marco epistemológico ideal para entender todo su contexto histórico”.

La novela fue publicada en 1963, pocos meses antes de morir, con un seudónimo: Victoria Lucas, en parte porque la autoficción dejaba expuesta a la autora y a su entorno (sobre todo a su madre y a su primer novio infiel). Narra la vida de una chica con ambiciones intelectuales que llega a Nueva York hacia 1953.

La vida “real” de Plath era alimento perfecto para una novela. Como Esther Greenwood, la protagonista de su novela, fue una de las elegidas para escribir en la revista Mademoiselle y albergarse en el mítico hotel Barbizon. El nombre hace pensar en el Lobizón, y hay algo de fauces, de caer en la boca del lobo para las chicas de los años 50, hijas de las sufragistas de los locos 20, hermanas menores de las que reemplazaron laboralmente a los hombres en la Segunda Guerra, madres de la generación de baby boomers y de las feministas de la segunda ola; esas chicas tironeadas, acusadas de quitarles el trabajo a ellos como inmigrantes de segunda categoría y al mismo tiempo, empujadas a hacer una doble tarea (visible, invisible), víctimas de un nuevo reproductivismo de posguerra, queriendo ser ellas mismas, crecer y desarrollarse profesionalmente y no siempre pudiendo: sobreadaptadas.

Sylvia Plath y Ted Hughes con su primera hija.

La breve experiencia en ese hotel mítico exclusivo para señoritas, que albergó a otras mujeres íconos de la época como Grace Kelly o Liza Minelli, es narrada por Paulia Bren en El Barbizon: el hotel que liberó a las mujeres, con traducción de Cecilia Fanti (Paidós, 2022). Allí, la autora cuenta cómo, mientras sus compañeras salían a comprar ropa o a pasear por la Gran Manzana, Sylvia se quedaba trabajando hasta tarde, y cómo allí vivió sus primeras experiencias con chicos, que la hicieron confrontar con su condición de chica de los 50, sus deseos de comerse el mundo, pero también sus vulnerabilidades. También desmitifica un final espectacular, con una Sylvia enfurecida arrojando toda su ropa desde la terraza, a modo de despedida.

“No quiero ser una chica”, escribió Plath en su diario. “Estoy de malas. Me disgusta ser chica porque como tal he de comprender que no puedo ser hombre. En otras palabras, tengo que canalizar mis energías en la dirección y la fuerza de mi compañero. Mi único acto libre es elegir o rechazar a ese compañero.” Y no: no era fácil ser una chica en los 50 en Estados Unidos. Ni aun siendo blanca, y heterosexual. Ni aún así. La salida era matrimonial. Ella tenía dolorosa conciencia de su condición.

“No era un buen momento para salirse del curso establecido”, dice Heather Clark, autora del libro The Grief of Influence: Sylvia Plath and Ted Hughes, “si no eras un hombre blanco, es decir si eras afroamericano, gay, trans, mujer, judía, etcétera… la década de los 50 no fue muy buena etapa para ser estadounidense”. Su testimonio es uno de los que contiene el documental Sylvia Plath, dentro de la campana de cristal, dirigido por Teresa Griffiths y narrado por la actriz Maggie Gyllenhaal. Allí, la hija de la escritora, Frieda Hughes, dice: “Hubo muchísimas cosas importantes en su vida y creo que su final las eclipsa todas. No pudo apreciar el éxito de lo que había creado volcando sus sentimientos en una novela”.

Ella siente que no encaja. Siempre siente que no encaja. No porque no sea bella según los cánones de la época (lo es, tal vez un poco demasiado alta, como Esther en La campana de cristal), sino porque no es tonta como los cánones de las épocas exigen para una mujer. Y sufre. Sufre mucho, Plath. Incluso cuando, dos años después, cree encontrar respuesta en el amor, con el poeta Ted Hughes, un tal para cual que no funciona: después de seis años de matrimonio, de los 24 a los 30, se separan (él la deja por otra, ella no lo perdona).

Hughes es el albacea celoso, no solo el infiel, y como tal, decide: edita y destruye. Editar será, también ocultar: fragmentos de diarios, poemas de su libro icónico, Ariel, habrá cortes que luego serán reconstruidos (como ocurre incluso con un texto inédito como Mary Ventura), pero otros no. Algo, siempre, se termina perdiendo. No solo la vida. También, en la obra. ¿Importa lo que se ha perdido? ¿O importa lo que ha quedado?

Además de la experiencia en el Barbizon, La campana de cristal cuenta las internaciones en centros de salud mental de la protagonista y ofrece una inteligente crítica prefocaultiana a la institución médico psiquiátrica, vinculada a la institución judicial punitivista carcelaria. El texto comienza con una denuncia, en pleno macartismo de posguerra, a la pena de muerte y su ejecución en la silla eléctrica.

Plath, que sufrió tratamientos electroconvulsivos, verbaliza ese hilo conductor en forma novelada. El uso de la electricidad para matar en vida o inducir a la muerte, o para terminar con esas vidas que hay que descartar de modo ejemplificador. Todo estaba ahí, estuvo desde siempre:

“Fue un verano raro, tórrido, el verano en el que electrocutaron a los Rosenberg. La idea de que te puedan electrocutar me asquea, y en los periódicos no se leía otra cosa: los titulares desencajados me acechaban desde todas las esquinas por la calle y en todas las bocas del metro hediondas, con un tufo rancio a cacahuetes. No tenía nada que ver conmigo, pero no me quitaba de la cabeza qué se sentiría, cuando te queman viva por dentro”.

¿Nada que ver? ¿O todo que ver?

Plath posando a lo "Marylin" en 1954

“Cuando estás loca, estás ocupada en estar loca… todo el tiempo… Yo cuando estaba loca, era solo eso, una loca”, escribe en su diario. Y en el capítulo 15 del libro, aparece la referencia esperada: la campana de cristal es ese espacio simbólico que recubre a “la loca”, en el que necesita aislarse cada tanto, de donde a veces (demasiadas) no puede salir. Un lugar donde los pensamientos ¿paranoicos? resuenan. El cráneo es la campana, frágil, transparente; el cerebro, el badajo que la hace sonar y la deja expuesta.

La vida de Sylvia Plath podría leerse en línea con la de artistas suicidas, de quienes siempre desconfiamos. ¿No les alcanza con tanta creatividad? Nos preguntamos: el corte de oreja de Van Gogh que prefigura su muerte autoinfligida, ¿no es una actuación?. El suicidio queda como marca indeleble, a veces, por encima de la obra (de Alfonsina Storni podemos tararear de memoria el estribillo de Alfonsina y el mar, la zamba que inmortalizó Mercedes Sosa, pero ¿cuántos de los versos de la poeta conocemos?).

En el caso de Plath en particular, se puede pensar en continuidad con la vida y muerte de la británica Virginia Woolf (1882-1941), que construyó su carrera en sociedad con su marido Leonard Woolf (una ilusión que a Plath le duró muy poco), que también tuvo un historial de internaciones en instituciones psiquiátricas y se suicidó: no podía soportar la idea de otra guerra como la que había devastado Londres, y al mundo conocido.

Woolf, referente de vida artística y emocional para Plath.

En una entrada de sus diarios, Sylvia Plath escribió:

Lunes por la tarde

25 de febrero de 1957

“Siento que mi vida está unida a la suya de algún modo. Me encanta Woolf. Pero en el verano negro de 1953 yo sentí que estaba replicando su suicidio. Solo que yo sería incapaz de meterme en un río y ahogarme. Supongo que siempre seré excesivamente vulnerable y algo paranoica. Pero también soy condenadamente sana y resistente, y tengo la sangre dulce como una tarta de manzana. Solo tengo que escribir y esta semana ya me siento angustiada porque no he escrito nada últimamente. La novela se ha convertido en una idea tan grande que me da pánico. Sin embargo sé y siento que he vivido muchas cosas, he acumulado tanta experiencia para mi edad, he dejado atrás la moral convencional y me he forjado mi propia moral que consiste en construirme una vida que merezca la pena. No obstante, no tengo otro dios que el suelo”.

Como escribió otra gran escritora, Agotha Kristof: peor que la guerra ha sido la posguerra. Lo vemos en Woolf, pero también en Plath, una chica con ambiciones en plena posguerra mundial en el país triunfante, el imperio emergente y persecución macartista.

También, siempre también, está la familia. Un recorrido breve por su vida cuenta que su padre, Otto Plath, biólogo y profesor de la Universidad de Boston, murió cuando ella tenía ocho años. Con su madre, Aurelia, su hermano Warren y sus abuelos maternos, se mudó a Wellesley (Massachusetts). Empezó a llevar un diario a los once años; publicó su primer poema en una revista de tirada nacional, la Christian Science Monitor.

Se recibió con honores en el Smith College en 1955, después de superar un intento de suicidio, y obtuvo una beca Fulbright para estudiar en Cambridge. Allí conoció en una fiesta al poeta Ted Hughes, con quien se casó en 1956 seis meses después y con quien tuvo dos hijos. Volvió a Estados Unidos en 1957, donde estudió con Robert Lowell, y en 1960 publicó su primer volumen de poesía, The Colossus.

De vuelta a Inglaterra, en una nueva depresión, escribió Ariel (1962), y La campana de cristal (1963). Después de su muerte, Ted Hughes reunió sus inéditos y publicó tres volúmenes de poesía más; los Collected Poems (Poemas reunidos) recibieron el Premio Pulitzer a título póstumo en 1982. En español se consiguen, los Diarios completos, La campana de cristal, Mary Ventura y el noveno reino, la Poesía completa y una selección de poemas cuyo título, más que vanguardista, es tomado de los dos primeros versos de un poema: Soy vertical pero preferiría ser horizontal.

Mucho se ha escrito sobre la cicatriz por la temprana muerte del padre, pero también por el peso de ese en su vida. Su poema “Papi” es contundente:

Papi, tenía que matarte pero / Moriste antes de que me diera tiempo./

Saco lleno de Dios, pesado como el mármol, / Estatua siniestra, espectral, con un dedo del pie gris, / Tan grande como una foca de Frisco. /…/ Siempre te tuve miedo: a ti, a ti / Con tu Luftwaffe, con tu pomposa germanía, / Con tu pulcro bigote y esa / Mirada aria, azul centelleante. / Hombre-pánzer, hombre-pánzer, Ah tú… /…/ Cada mujer adora a un fascista, / con la bota en la cara; el bruto, / el bruto corazón de un bruto como tú. /…/ Yo tenía diez años cuando te enterraron. / A los veinte intenté suicidarme / Para volver, volver a ti. /…./ Hay una estaca clavada en tu grueso y negro / Corazón, pues la gente de la aldea jamás te quiso. / Por eso bailan ahora, y patean sobre ti. / Porque siempre supieron que eras tú, papi, / Papi, cabrón, al fin te rematé”.

Los Simpsons homenajearon a Plath: Lisa lee "La campana de cristal" bajo claves feministas.

También mantuvo una correspondencia intensa con su madre. En un carta, en 1952, le escribe:

“Por Dios, ¡deja de asustarte de todo! Una palabra sí y otra no de tu carta es ‘asustada’. Deja ya de recomendarme que escriba sobre ‘gente decente y animosa’ -para eso lee Ladies Home Journal-. Es una pena que te asusten mis poemas -pero a ti siempre te ha dado miedo leer o ver las cosas más duras del mundo- como Hiroshima, la Inquisición o Belsen”.

Ted Hughes escribió en el prólogo a los Diarios completos que nunca pudo conocer el “yo verdadero” de la escritora, portadora de distintos “yoes”, como lo cuenta Janet Malcolm en su libro La mujer en silencio: Sylvia Plath & Ted Hughes. Él fue su guardián literario: cortó, ocultó, conservó y difundió. Podríamos decir: patrimonializó. Pero también: mansplaineó. Fue cancelado por los feminismos. Se hizo cargo de la voz de la poeta y eligió sus silencios. Eso ocurrió con los diarios y poemas. Lo que no se perdió en esa manipulación de textos, fue repuesto, y hoy podemos conocer mucho más de Sylvia Plath, no solo leerla “más allá” de sus “tendencias suicidas”.

Una advertencia: “Nueva York puede ser muy calurosa en junio”. Las redactoras de Mademoiselle sabrían como vestirse. La experiencia en El Barbizon ofrecía ser liberadora. Pero, ¿liberó a Plath? En parte sí, claro. En parte, no: ella nunca pudo salir de su campana de cristal. O al menos, no para siempre. Murió joven, a los 30 años. Tal vez no sea cuestión de no pensar en el suicidio. Sino en cómo pensarlo. La pista la dio la misma Sylvia en su poema “Lady Lazarus”, en sus versos más citados: “Morir es un arte, / como cualquier otra cosa. / Yo lo hago excepcionalmente bien”.

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