Hay una foto en la que Irene Gruss está recostada sobre su brazo y mano derecha. Su melena corta, un pulóver, el fondo borroso, todo compone un muy buen retrato. Es de Tony Valdez. Igual, lo que lo destaca el cuadro, es ella. Podría decirse que está seria, pero también triste, harta o, en realidad, un poco de todo eso. Tiene la cara relajada y la mirada fija en la lente de la cámara. Se puede ver, aunque no salga en cuadro, que está mirando a quien capturó la imagen. Ahora, en la Sala Federal del Centro Cultural Kirchner, proyectada en una pantalla, está desafiando a la audiencia. Como si preguntara “¿Y a mí que me importa?”, ese cuestionamiento que le arrojaba a los poemas, propios y ajenos, para que pasen la prueba de salir al mundo.
Son las cinco de la tarde del jueves 10 de febrero, el sol arrasa afuera y adentro, al resguardo, el lugar, con capacidad para 150 personas, está lleno. En su tercera edición, el Festival Poesía Ya! tiene en su grilla el evento (la fiesta, el encuentro) “La Dicha: Homenaje a Irene Gruss”. Para recordarla. Como invitación a leerla. Para pensar en y sobre su poesía. O simplemente para estar ahí, dejarse invadir de dudas, ánimo belicoso, curiosidad, ternura, emoción, cierta alegría, mucha nostalgia.
“Siempre irónica, Irene prefirió morir en Navidad”, dice su gran amigo el poeta y editor Eduardo Mileo, curador del encuentro junto a la docente, editora y poeta Gabriela Franco. El 25 de diciembre de 2018 fue martes. También hacía calor, ensordecía. El clima, la noticia inesperada. Tenía 68 años. Dos hijos ya emancipados. Dos gatos que no. Amigos que la adoraban y con los que también se peleaba. Alumnos de taller y discípulos por fuera de toda formalidad.
“Desde que llegué estoy recordando su risa”, dice la poeta, ensayista y docente Alicia Genovese cuando se sube al escenario para leer una selección de poemas de Sobre el asma, un librito pequeño de 1995, edición de autora, casi en formato de fanzine.
La risa de Irene Gruss no era moco de pavo. Podía ser irónica, bestial, autoparódica, amorosa, provocativa. Pero siempre genuina. Queda grabada. Las fotos siguen pasando en la pantalla. Ahora Irene Gruss sonríe. Sus ojos rasgados están completamente achinados. Se apoya en una baranda, sostiene un cigarrillo. Atrás hay una rueda de la fortuna. Fue en un viaje que hizo a Estados Unidos, pocos años antes de morir. Está contenta. Ahí está la dicha, la que señala y titula además del homenaje, a su libro, que originalmente publicó la editorial Bajo la luna en 2004.
Ahora todos esos poemas que leen en el homenaje están —junto al resto de su obra— en un volumen enorme, preciso, de su Poesía completa con edición al cuidado de Gabriela Franco y Eduardo Mileo (Ediciones En Danza, 2021). Once libros publicados en vida, dos antologías personales, manuscritos encontrados, una colección de fotografías y un prólogo de Susana Villalba arman las casi 600 páginas.
Irene Gruss ganó el Premio Municipal de Poesía concedido por obra inédita en 1975. Aunque su trayectoria comenzó unos años antes en el mítico “Taller De Lellis” junto a Daniel Freidemberg, Jorge Aulicino y Jorge Asís en el inicio (después también Genovese), su primer libro recién es de 1982: La luz en la ventana (El Escarabajo de Oro). Cinco años después llegó El mundo incompleto (Libros de Tierra Firme), el título que también le puso a uno de sus blogs.
“Irene le aportó a la poesía la duda, la ironía, la contradicción”, dice el poeta, narrador y ensayista Osvaldo Bossi cuando es su turno de subir a escena. “Si estuviera acá me discutiría lo que digo de ella”, se ríe, lee el que para él, asegura, es “uno de los poemas más bellos, no de ella, de la Argentina”. El jardín es una especie de carta de amor, entre pendenciera y cariñosa, que Gruss escribió para Diana Bellessi cuando eran amigas. Es un texto zigzagueante, que se hila finito en la hoja y no corta estrofas, se alarga. En un momento, dice: ¿Estás repleta de memoria, de sentidos por el viaje, Diana? ¿Comerías conmigo para contarme? ¿Pasaste hambre en la estadía, Diana, pasaste hambre? ¿Te embriagaste? ¿En algún momento llegaste a marearte por el viaje?
Casta Diva
Irene Gruss nació en Buenos Aires el 31 de agosto de 1950. Quiso ser cantante y participó en coros. También empezó y abandonó las carreras de Medicina, Biología y Letras. Se formó en talleres, discutiendo. En sus inicios, colaboró en revistas literarias como “El escarabajo de oro” y “El Ornitorrinco”.
Fue una meticulosa correctora para editoriales y se forjó de oficio en redacciones como, entre otros medios, las de los diarios “Clarín” y “Perfil”. Coordinó talleres desde mediados de los 80, hacía clínicas individuales con un seleccionado de algunos escogidos, fue maestra de poetas. Ganó más premios, antologó libros, fumó incontables cigarrillos, tomó muchos cafés en bares de Almagro, su barrio, sobre avenida Rivadavia.
Aulicino escribió en el prólogo de La pared (ediciones Nudista, 2012): “Si se debiera acudir al epítome de la poesía nacida en los setenta en Buenos Aires y de su despliegue, habría que leer, entre unas pocas opciones, la poesía de Irene Gruss”.
En el último libro que publicó en vida, Entre la pena y la nada (Ediciones Del Dock, 2015), el poema Humo dispara: “Entre la esperanza y la fe hay una duna plagada de cardos, juncos secos, avispas a la tarde”.
Su libro póstumo, De piedad vine a sentir (Ediciones En Danza, 2019), termina con un poema que se llama Notas de memoria, y en el prólogo, otra vez de Aulicino, su amigo entrañable, dice: “El problema que Irene Gruss resolvió en términos excelentes no fue cómo hacer importante lo trivial, sino cómo deshacerse de peso de lo importante sin que llegue a parecer trivial. El trabajo no2 fue de despersonalización sino de transpersonalización. Y por eso importa”.
En el homenaje, la dicha estuvo presente, y también las lágrimas. Entre el público estaban sus hijos, sus amigos, sus colegas, sus congéneres, sus alumnos, sus lectores. Y ella, que desde una foto en la costa, uno de sus lugares favoritos en el mundo, aferraba un paquete de puchos con los rulos al viento y esbozaba una sonrisa.
Participó del homenaje, además, la poeta y librera Melina Varnavoglou, que leyó una selección de poemas y un fragmento de la única novela de Irene Gruss, Una letra familiar (Bajo la Luna, 2007).
También hizo su aporte, desde la crítica, la doctora en Letras, investigadora del Conicet y profesora de Teoría Literaria en la UBA Lucía de Leone, que fuera de toda formalidad esperable con tanto título, en un afinidad con la energía de la homenajeada, hizo un análisis exhaustivo del tono que marcó el pulso de su obra, que “construye desde la incorrección”, apuntó. “Pido peras al olmo, las saboreo:/ son deliciosas”, escribió Irene Gruss en Quién me quita lo bailado, un poema que se publicó originalmente en Solo de contralto (Galerna, 1997).
En su poesía está presente su risa como olas de mar, su tono de voz firme. Hay epígrafes de Emily Dickinson, Richard Yates, Maximo Gorki. Y cuando quien lee se deja llevar entre esas olas, flota, entonces zácate: tuerce la anécdota con una observación cruda del mundo, de sí misma en el mundo, y hasta una cita existencial de Mickey Rourke, con la que abre Notas para una tanza (Gog y Magog, 2012): “Las decisiones que tomas tienen el peso y la responsabilidad de incluir la posibilidad de fallar”.
Un poema de Irene Gruss
El amor absurdo
Nos faltaban hechos.
Ni hacíamos el amor ni nos acomodábamos
a tomar café.
No organizamos ningún campamento a
las Islas Canarias, y
en Puerto Madryn
ni nos reconocimos; los únicos testigos de esto
fueron los cormoranes. Bichos feos de por sí,
los cormoranes saltaban
gritaban
nuestra falta de hechos.
Amantes insólitos,
nunca nos reunimos, ni por casualidad,
a oler la lluvia, ni a agitar las banderas
ni a cerrar las ventanas
ni a inventar, ni siquiera
inventar
algo cierto.
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