Vestigios de un antiguo tiempo en París. Al borde de la orilla izquierda del Sena y frente al Museo de Louvre, un escenario tan encantador como arrogante. El Palais Mazarin es un signo monumental de la capital gala. Allí, la Academia Francesa de casi cuatro siglos suele guardar su cortés indiferencia a los miles de turistas que todos los días visitan la principal ciudad del hexágono.
Hasta el punto de que “la anciana del Quai Conti”, con su espectacular presencia, esconde un mundo particularmente acogedor para los “inmortales” que se han inventado un traje verde a medida, un engreído vestuario para retener la magnífica marca patrimonial de la cultura francesa. Un alojamiento suficientemente suntuoso para darle lugar este jueves al escritor hispanoperuano Mario Vargas Llosa.
Entre sus muros, la primera sensación cuando uno ingresa, es una atmósfera donde vibra la herencia de las raíces más profundas de la realidad e imaginación de esta nación. Sus prestigiosos miembros velan, desde el barrio más bello de la capital gala, de cierto “antimodernismo” que en 1635 ordenó combatir el prestigioso cardenal Richelieu, principal ministro de Luis XIII, proclamado “jefe y protector” de la institución.
Contemplar su espacio permite entender a este refugio. Quizás una de las mayores cúpulas de la cultura mundial, erigida para intentar hoy en día sostener una misión potente pero al mismo tiempo perturbada: “dar reglas certeras a la lengua francesa y hacer que sea pura, elocuente y capaz de tratar las artes y las ciencias”.
Ahí llega Vargas Llosa. Premio Nobel de Literatura y ahora Inmortal. El escritor peruano-español que nunca escribió un obra en francés. Rompiendo la resistencia de los dogmatismos de las tradiciones culturales. Su amor por la cultura francesa, central en su discurso, lo ha convertido en uno de los mayores defensores y divulgadores de la lengua de Montesquieu, Marivaux, Voltaire, Victor Hugo o de su tan admirado France Gustave Flaubert. Él que había vivido en París llegado a los 23 años, profesa para aquellos que lo creen un distópico.
Guardia Republicana, redoble de tambores, honores de reyes a republicanos. Decorados y sonidos que enmarcan esta ceremonia de entrada bajo la “coupole”. Y vuelve a París, reconoce quien esta tarde ocupa la cátedra de Michel Serres con la silla verde aterciopelada número 18, desde un punto de vista artístico, literario y sensual, la capital del mundo. “Y ninguna otra ciudad podría haber disputado su corona”.
A pesar de ser mayor de lo que permiten los estatutos, con 86 años, lee un discurso en un abultado francés. El edificio con forma de un arco de círculo, rematado en ambos extremos con un gran pabellón cuadrado y en medio del cual se levanta la tumba del cardenal Mazarino es el lugar desde donde Vargas Llosa confirma su soberbia ejemplaridad para entronarse con holgado mérito.
Cuando se creó, Richelieu dotó a la Academia de un sello titulado “A la inmortalidad”. La fórmula se refería a la lengua francesa, que la institución tiene la misión de perpetuar. Pero el hábito ha llevado a nombrar a sus miembros, que se han convertido, en “inmortales”. Para muchos, Vargas Llosa arriba a “la liga de los antimodernistas”.
Sin embargo, su nombramiento fisura la fachada monocromática de este mundo de pompas y solemnidades. Un murmullo que se hace notar, un aggiornamiento de la maquinaria cultural francesa. Nada es casual, todos coinciden: la llegada de Vargas Llosa vivifica un herencia algo obsoleta, una marca patrimonial estancada.
Tarde soleada en París, sin dudas uno de los acontecimientos culturales más simbólicos de los últimos tiempos.
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