Nos gusta el chisme, nos encanta leer entre las líneas de cualquier ficción claves de la vida de su autor, miserias apenas disfrazadas, rencores más o menos disimulados. Así leímos Los vientos, el cuento que Mario Vargas Llosa escribió en 2020 y en el que parecía hablar -¿dos años antes de que ocurriera?- de su separación con la mediática Isabel Preysler. Con palabras durísimas. “Fue un enamoramiento de la pichula, no del corazón”, decía ahí. Y también: “Ya me olvidé del nombre de aquella mujer por la que abandoné a Carmencita; volverá a mi memoria, sin duda, aunque, si no volviera, tampoco me importaría. Nunca la quise.”
El Premio Nobel peruano, que es un caballero, negó que ese relato -que Leamos publica ahora en exclusiva como libro electrónico- tuviera algo que ver con su última pareja: “Nunca jamás en la vida se me hubiera ocurrido ridiculizar a Isabel. En esa época yo me llevaba muy bien con ella”, dijo a los medios. ¿Es así? Después de todo, una de las grandes novelas de Vargas Llosa, La tía Julia y el escribidor -una verdadera clase de escritura- tiene que ver con su primer matrimonio: a los 19 años Mario Vargas Llosa -en la novela, “Marito”- se enamoró de su tía Julia Urquidi y se casó con ella.
Dicho esto, hay que decir que Los vientos es mucho más que el arrepentimiento por abandonar a su mujer de toda la vida e, incluso, más que esa osadía de tener como protagonista a un hombre viejo que va largando sus vientos (sus gases, sus pedos) y llega hasta la escatología: “En el sueñecito de la avenida del Pintor Rosales se me había salido la caca, y no me importaba tampoco”.
Diría más: que cuanto más maltrecho el personaje, cuanto más físicamente degradado, cuanto más al borde de la extinción, más fuerza cobran sus palabras. Porque, ahora sí, Los vientos es una crítica despiadada del mundo contemporáneo. Ocurre en un futuro próximo pero apunta a tendencias que ya aparecen. A la vez, es la manera en que se ve el mundo a medida que pasan los años: diferente, ajeno y, en tanto ajeno, incómodo. Y peor. No fue Vargas Llosa quien inventó lo de “todo tiempo pasado fue mejor”, algo que no es ni verdadero ni falso de manera general, pero sí un efecto de la edad.
Vamos de a poco.
El protagonista de Los vientos es un antiguo periodista que sale a protestar por el cierre de unos cines y no puede volver a su casa porque no recuerda dónde vive. Tampoco llevó su celular: está solo y perdido en Madrid. Va a caminar, caminar, para tratar de orientarse y, mientras, a recorrer mentalmente lo que fueron y lo que son la vida cultural, la literatura, la política, el sexo, el vegetarianismo. Ese hombre que se ensucia los pantalones tiene una formación exquisita y es desde allí que mira a una cultura que ve convertida en superficialidad y circo. También, tiene una vida plantada en el siglo XX: hay cambios que nos van dejando atrás.
¿El protagonista es un alter ego del escritor? Digamos que hay muchos indicios para pensar que sí. En ese futuro del relato, el personaje tiene cien años. Vargas Llosa los cumpliría en 2036 (¿ese es el año en que ocurre el cuento?). El personaje dice de sí, que es un “irredento conservador”, y da opiniones políticas que no discutiría el escritor. Vargas Llosa es un liberal y no hay que creer que es un conservador estereotipado: defiende el aborto legal -”Es la madre la que debe decidir si quiere o no tener un hijo”-, está a favor de legalizar las drogas -”Es la única forma de acabar con el narcotráfico”, y aunque apoya al Estado de Israel también es crítico.
El personaje vive en Madrid, como Vargas Llosa, pero -y acá se diferencian- su casa es un cuartito con baño y él por momentos “parece un pordiosero”.
Ese hombre al borde del mundo lanza, con Los vientos, una invectiva, ese género definido como un “ataque violento” y que tan bien cultivaron autores como Louis-Ferdinand Céline y Fernando Vallejo. Una invectiva contra los tiempos que corren y que da cuenta de la cercanía del propio final.
De hecho, el cuento empieza con algo que se va: los cines. El periodista sufre pero opina que “a ningún joven madrileño le importa que desaparezcan los últimos cines de Madrid; jamás ponían los pies en ellos”. ¿Librerías? Tampoco: “Ya hay cuatro, ahora, en Madrid. No te quejarás. ¡Cuatro librerías! ¡Más que en París y en Londres, te lo aseguro. ¡Créeme! ¡Todo un lujo!”, le dice su amigo.
No hay librerías pero los textos están digitalizados. Sin embargo, lo que se produce en los tiempos del relato tampoco le gusta al personaje: “Desde que se generalizó la costumbre de leer novelas encargadas al ordenador renuncié a leer las que se producen –sería ridículo decir “escriben”- en nuestros días. (...) Quién iba a tomar en serio una novela fabricada por un ordenador de acuerdo a las instrucciones del cliente: ‘Quiero una historia que ocurra en el siglo XIX, con duelos, amores trágicos, bastante sexo, un enano, una perrita King Charles Cavalier y un cura pederasta’. Como quien encarga una hamburguesa o un perrito caliente, con mostaza y mucha salsa de tomate”.
El arte contemporáneo tampoco se salva: “Las llamadas galerías de arte, en cambio, me parecen unos cirquitos fracasados en la gran mayoría de los casos. O teatros de unas mojigangas ridículas. En la última que visité, hace unos meses (¿o años?), la Malborough, de Madrid, exhibía bajo el título “Arte para la fantasía y la imaginación” unas pinturas inmateriales del famoso Emil Boshinsky. Por lo pronto, no sé por qué es tan famoso ese estafador”, dice.
Vargas Llosa alude a los NFT, un certificado digital de autenticidad asociada a un archivo digital que no se puede duplicar. Una forma de poder darle un dueño a cosas difíciles de guardar. Por ejemplo, en 2021 se vendió un dibujo digital, el Nyan Cat, por casi 600.000 dólares: es una imagen que se puede ver en Internet. ¿Qué compra el que compra?
Otra obra de arte que comenta tiene que ver con oler vómito, orín y otras delicias, hasta domar el olfato y acceder al significado metafísico. Sí, el arte olfativo existe, de distintas maneras. Y cabe recordar que no hace falta esperar a 2036: en 2011 el artista Carlos Herrera ganó el Premio Petrobras con una obra que consistía en un par de zapatos viejos metidos en una bolsa de plástico junto con una remera y, dentro de cada zapato, un calamar que se iba pudriendo y largando olor.
En medio de su furia el narrador advierte, sin embargo, algunos avances: hay menos pobreza y se consiguió derrotar el cáncer y el sida. Pero pero pero... cree que lo que se perdió fue mucho. Mario Vargas Llosa, uno de los referentes del liberalismo contemporáneo, hace decir a su personaje que “en cuanto a la libertad, creo, hoy día –mañana puedo haber cambiado de opinión- que ha desaparecido enteramente de nuestras vidas”. Cree que es “un mundo de esclavos contentos y sometidos”. Y se lanza a dar opiniones políticas. Cito algunas:
1. “Las matanzas entre israelíes y palestinos siguen allí como demostración cotidiana de nuestra vocación autodestructiva”.
2. “Sigue siendo imposible un acuerdo internacional para desactivar los polvorines atómicos”.
3. “El ‘franquismo’ actual es de otra índole: sin caudillos ni partidos extremistas, sin fusilamientos ni torturas, todo muy científico, apoyado en la física y las matemáticas, y, sobre todo, en el dominio absoluto de las pantallas y las imágenes sobre la razón y las ideas”.
En su deriva por Madrid, el hombre se cruza con jóvenes que defienden el no tener sexo en nombre de la higiene. ¿No basta con expulsar excrementos para andar expulsando semen? Y en nombre del respeto por otras especies se llega a algunos puntos que él considera demasiado. Hasta las ratas son animales domésticos, dice, y no es una metáfora.
Y sí, en algunos párrafos está su arrepentimiento por haber dejado a su mujer, Carmencita, por esa de cuyo nombre no puede acordarse. A propósito: la memoria del caballero va y viene, así que puede que cuente un par de veces más o menos lo mismo. Una espada láser sobre nuestra civilización empuñada por una mano cada vez más débil. La mirada sobre la realidad y los ojos que se opacan. Todo eso es Los vientos.
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