El año del pensamiento mágico no es divertido. Pero nunca prometí que iba a comentar libros divertidos. Y entiendo que el asuntillo de la muerte -para muchos- no sea el tema ideal, pero aquí voy. Joan Didion, autora y protagonista de esta historia, se sienta a cenar con su esposo John y, sin mediar respuesta, el tipo se muere. Ahí mismo, con el vaso de whisky servido, sentado en el sillón, junto a la chimenea del living. “La vida cambia en un instante. El instante normal. Y de repente, ya no existía”.
Es un relato brutal. Una lectura “faro” cuya luz sirve para guiar en los momentos de pura oscuridad porque, si Didion pudo, nosotros también. Logra que no te sientas solo. No es cursi, tampoco vulgar. Y es absolutamente cierto que, cuando se trata de expresar cómo es la pena y el dolor por la muerte de un ser amado, la autora lo hace de un modo excelso, respetando todos los códigos del buen gusto, -sabidos y por saber- en ese camino sin retorno. Como si lo hubiera hecho toda su vida. Es el lado oscuro y el luminoso a la vez. Un hito en la literatura sobre la muerte. Casi un manual del qué y el cómo, escrito en primera persona.
¿Por qué? Porque con este relato se aprende que el duelo no es solamente un estado del alma, de la mente y del corazón. También es un estado del cuerpo, que de un día para el otro se achaca con veinte mil cosas, todas ellas producto del sufrimiento indeleble que provoca el estrés de la pérdida. Y que lleva tiempo. Mucho. Demasiado.
Y, entonces: ahora qué… “El dolor por la pérdida nos resulta un lugar desconocido hasta que llegamos a él. Si la muerte es repentina, es posible que esperemos sentirnos conmocionados, pero no esperamos que la conmoción sea arrasadora, que trastorne a la vez el cuerpo y el espíritu. (…) Ni podemos saber – y ahí reside la diferencia fundamental entre como imaginamos el dolor y cómo es en realidad ese dolor – la interminable ausencia que sigue al hecho en sí, el vacío, la absoluta falta de sentido, la inexorable sucesión de momentos en los que nos enfrentaremos a la experiencia del sin sentido. (…) no esperamos estar literalmente locos, personas enteras que creen que su marido está a punto de regresar y necesita sus zapatos”.
A esta altura de la lectura ya sabemos que somos pasajeros de un viaje extremo hacia las entrañas heridas de la escritora , con un itinerario sin escalas hacia el inexorable destino lindero a la locura: “Todavía no estaba preparada para enfrentarme a los trajes, camisas, chaquetas, pero sí pensé que podía encargarme de los zapatos (…) Me detuve en la puerta de la habitación. No pude dar los zapatos. (…) Si John quería volver, le iban a hacer falta”.
La claridad de la crónica, de las descripciones y la revelación de sus sentimientos más íntimos, permite comprender algo de todo este intríngulis del duelo, que para los que hemos estado ahí, y seguimos estando, sabemos que puede ser por lo menos insensato y un toque eterno. “En la versión del dolor que imaginamos -dice Didion-, la pauta a seguir es la recuperación. Prevalecerá un cierto movimiento hacia delante (…) aun así me levantaría por las mañanas y mandaría la ropa sucia a lavar. Seguiría planeando el menú del almuerzo de Pascua. Seguiría acordándome de renovar el pasaporte (…)”.
Todo sigue, amigos míos, eso es innegable. Pero ya nada será igual. Ni para Didion ni para nadie. Así y todo, siempre se puede estar peor: su única hija también muere, a los 39 años, víctima de una neumonía mal curada, dos años después de la partida de su esposo. Y de un nuevo duelo nace un nuevo libro, Noches azules que, cuando junte coraje y oxígeno, se los comentaré.
Lo cierto es que “el dolor por la muerte de un ser querido, cuando llega, no es en absoluto como esperamos que sea. (…). Durante ese período indeterminado que denominamos duelo, es como si estuviéramos en un submarino, en silencio sobre el lecho oceánico, sintiendo las cargas de profundidad, a veces cercanas y a veces lejanas, que nos azotan con recuerdos”.
Sin duda, la muerte es un tema universal y, al igual que otras personas, Joan Didion también recurrió a los libros para aprender a lidiar con lo que le estaba pasando y mantenerse a flote. Pero, según cuenta en su historia, nada era suficiente.
“Teniendo en cuenta que el dolor por la pérdida es la aflicción más común, la literatura existente parecía notablemente escasa”, escribió. Así, sus crónicas del dolor y la pérdida pasaron a llenar el vacío de los pocos títulos disponibles y de esa forma mejoraron la vida de muchos que, en su afán por seguir viviendo, andan colgándose de la literatura como tabla de telgopor para así hacer pie en el océano de incertidumbres y sorpresas que nos depara la existencia humana.
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