En 2013, cuando la escritora española Alice Kellen publicó su primer libro, Llévame a cualquier lugar, muy probablemente no esperaba que su éxito la llevara a ser una bestseller mundial. Desde entonces, en solo una década, la misteriosa autora de literatura romántica ha publicado un total de 16 libros, un promedio que se acerca al impresionante número de dos libros por año.
La última novela de esta joven autora -que, a pesar de haber llegado a más de un millón de lectores, ha logrado mantener oculta su verdadera identidad- se llama La teoría de los archipiélagos, título que ella misma explica: “Todos somos islas, llegamos solos a este mundo y nos vamos exactamente igual, pero necesitamos tener otras islas alrededor para sentirnos felices en medio de ese mar que une tanto como separa. Yo siempre he pensado que sería una isla pequeñita, de esas en las que hay tres palmeras, una playa, dos rocas y poco más, me he sentido invisible durante gran parte de mi vida. Pero entonces apareciste tú...”.
La teoría de los archipiélagos (Planeta), cuyo comienzo puede leerse a continuación, empieza cuando el personaje principal, Martín, de 72 años, vuelve al pueblo valenciano que le marcó de por vida hace casi cuatro décadas en busca de la mujer que fue su verdadero amor. Corría el verano de 1980 y Martín era entonces un joven redactor e ilustrador de enciclopedias casado con Candela, con quien no estaba pasando por su mejor momento matrimonial. Allí conoció a Isaac, el joven jardinero que tanto le ayudó en sus momentos más delicados y en el que no ha podido dejar de pensar en las últimas décadas.
Incluso habiendo sido leída y publicada en todo el mundo, poco se sabe de Alice Kellen, que desde sus comienzos optó por publicar con otro nombre para no mezclar su vida privada con su vida laboral. Su seudónimo, según aclaró, salió a partir de mezclar la alucinante novela de Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas, con el apellido la novelista irlandesa Marian Keyes.
Así empieza “La teoría de los archipiélagos”
Primavera, 2018
Todo ha cambiado, aunque Martín no está seguro de que sus recuerdos sean fieles, porque han pasado casi cuarenta años desde que llegó al pueblo en mitad de una tormenta y subido a un destartalado Ford blanco que pedía a gritos una muerte digna.
Ahora, las calles lo reciben silenciosas. No lo reconocen. No saben quién es. Pensarán que se trata de un forastero más que desea alejarse del ruido de la ciudad, pero lo que busca el hombre de setenta y dos años que acaba de parar delante del hostal es un amor perdido. Todavía no está seguro de cómo empezar a buscarlo; al fin y al cabo, no se trata de un calcetín o de un antiguo cromo. Y no va a ser tan sencillo dar con esa persona, porque lo que le interesa no es un cuerpo, sino descubrir si todo lo que ambos entretejieron, esa historia efímera pero profunda, ha sobrevivido después de tantas décadas.
A Martín también lo azotan otras dudas que siempre arrastra el paso del tiempo, por eso tiene miedo. Tiene tanto miedo que no está seguro de que las manos agarrotadas se deban tan solo a la artrosis. La pregunta que ha flotado a su alrededor durante todo el trayecto desde Madrid hasta Valencia es: ¿seguirá latiendo ese corazón que tanto echa de menos o se paró un día cualquiera y el vínculo que los unía estaba tan desgastado que él ni siquiera lo notó? Quizá estaba tomándose un café en el bar del barrio o leyendo las noticias en el periódico, incapaz de percibir que aquello había ocurrido. Sea como sea, necesita averiguarlo.
Martín está convencido de que un inflexible reloj que nadie más puede ver lo acompaña a todas partes desde hace unos años, y el tic, tac, tic, tac no lo deja dormir tranquilo. Sabe que el tiempo corre en su contra. Sabe que es su última oportunidad. Y sabe que necesita tener una conversación más con su antiguo amor antes de despedirse de este mundo.
La dueña del hostal le dice que quedan dos habitaciones libres.
—¿En qué se diferencian?
—La ventana de la habitación doble da a la calle principal; además, es más grande y tiene una zona de estar con una cafetera e infusiones.
—Me quedaré con esa.
—¿Cuántas noches estará?
—Todavía no lo he decidido.
La mujer le dirige una mirada curiosa, pero es evidente que tras años regentando aquel hostal domina el arte de no hacer preguntas incómodas.
—De acuerdo. Bastará con que pague cada noche con veinticuatro horas de antelación —dice mientras Martín saca unos cuantos billetes y los deja sobre el mostrador de madera envejecida—. Tenga, esta es la llave de la habitación.
Después, tarda una eternidad en subir hasta el segundo piso: un escalón, otro y otro más, cualquiera diría que no se acaban nunca. Al entrar, deja la maleta sobre la alfombra, que tiene un diseño floreado que parece fundirse con el estampado del edredón que cubre la cama.
Martín abre las ventanas, respira el aire cálido primaveral y luego empieza a deshacer el equipaje. No ha traído gran cosa, tan solo unas cuantas camisas lisas de algodón, pantalones de pana, que su nieta insiste en que están pasados de moda, un sombrero de paja que nunca ha usado en Madrid, algunos libros que años atrás se prometió releer, varias fotografías dentro de la cartera, sus medicinas y, lo más importante, un cuaderno de dibujo antiguo con las páginas amarillentas.
A algunas personas les da por aferrarse a cosas materiales conforme se hacen mayores y, sin embargo, a él le ha ocurrido todo lo contrario: respeta la fascinación que los objetos despiertan en el alma, pero dejó de darles valor cuando comprendió que nada de eso podría hacerlo feliz. Martín considera que hay dos tipos de felicidad: la de los pequeños momentos, ordinariamente asequible, y la plena, pura e inmensa, un bienestar tan hondo que es capaz de emborrachar hasta el delirio. Una vez, él se sintió así. Pero no cree que pueda repetirse, porque ese tipo de felicidad es como ver una estrella fugaz en una noche nublada o perder un botón en la calle y encontrarlo días después.
Antes de salir de la habitación, mira su teléfono y no le sorprende descubrir que no hay ninguna llamada. Sus hijos siempre están ocupados corriendo a todas partes, como le pasa a la gente joven, y sus dos nietas tienen mejores cosas que hacer que perder el tiempo hablando con un anciano como él.
En una ocasión, la más pequeña hizo un trabajo para el instituto que tituló «Mi abuelo Martín», y durante varias tardes merendaron churros con chocolate en una cafetería de Lavapiés y charlaron durante horas. Cuando terminaron, ella le aseguró que lo había disfrutado y que deberían repetir el plan una vez a la semana, pero la intención cayó en el olvido y él no quiso recordárselo para no molestarla.
Martín se siente como si fuese un puñado de azúcar disolviéndose en café caliente. Cree que todo él va desapareciendo conforme envejece. En las últimas décadas ha desaparecido la fuerza que tenía en las piernas y en los brazos; han desaparecido recuerdos, objetos que un día le importaron y la emoción de alcanzar metas; ha desaparecido incluso la percepción que tenía del tiempo y del espacio, como si todo se hubiese ralentizado.
Se ha vuelto invisible, incluso para sus allegados.
Pese al dolor, Martín lo entiende porque él también fue joven y recuerda la sensación de pensar que el mundo era un lugar burbujeante y lleno de estímulos.
Sin embargo, le hubiese gustado comer más churros con chocolate junto a su nieta, sí. Y quizá seguir desgranando con ella retazos de su vida hasta dejar atrás lo superfluo y llegar más abajo, más, para tocar la afilada verdad. Esa verdad que tan solo conoce otra persona y que tiene que ver con una historia de amor y desamor, tan dulce como el almíbar y tan amarga como todas las despedidas.
Quién es Alice Kellen
♦ Nació en Valencia, España en 1989.
♦ Es escritora de literatura romántica juvenil y adulta.
♦ Desde su primera novela en 2013, ya ha publicado 16 libros, entre los que se encuentran Tú y yo, invencibles, 33 razones para volver a verte, Todo lo que nunca fuimos y Nosotros en la luna.
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