Los que tenemos el teléfono atestado de fotos debemos hacer un ejercicio de la imaginación para comprender cómo era el mundo antes de las primeras imágenes fotográficas. Una cita del famoso libro de Walter Benjamin sobre la historia de la fotografía puede ayudarnos: “Nos daba miedo la nitidez de estos personajes y creíamos que sus pequeños rostros diminutos podían, desde la imagen, vernos a nosotros: tan desconcertante era el efecto de la nitidez insólita y de la insólita fidelidad a la naturaleza de las primeras imágenes de los daguerrotipos”.
Carlos G. Vertanessian (Buenos Aires, 1959) ha dedicado su vida a investigar la historia de la fotografía y a coleccionar daguerrotipos y otras tecnologías de la imagen. Fruto de su pasión por la materia, acaba de publicar Retratos del Plata. Historias del daguerrotipo 1839-1859, editado por Fundación CEPPA. Se trata de un libro bello, pródigo en imágenes de una humanidad muy contemporánea; su importancia, sin embargo, reside en una reconstrucción de época documentada y sensible, que nos permite entender el valor de esas imágenes y el contexto de su producción.
En el siglo XIX las ideas y los inventos viajaban en barco, a toda velocidad. El daguerrotipo llegó muy pronto al Río de la Plata; aquí y en el mundo su reinado fue breve, pero su influencia durará por siempre. La historia del invento tiene, previsiblemente, ensayo y error. En las primeras décadas del siglo fueron varios los que exploraron la posibilidad de producir (y reproducir) imágenes fidedignas. “Yo también he venido persiguiendo un imposible”, le escribía Daguerre a Niépce en 1826, quien se convertiría en su socio hasta su temprana muerte.
No sobreviven las notas imprescindibles para reconstruir el proceso técnico e intelectual de Daguerre; lo cierto es que en el año 1835 había comprendido que una corta exposición a la luz solar era suficiente para “captar” la imagen sobre una placa, y que luego ésta podría ser “revelada” con mercurio. Daguerre dedicó los años siguientes a perfeccionar su invento y a encontrar el modo de hacer dinero con él; en 1839 el gobierno francés decidió comprárselo y liberar la patente (para todos los países menos para su gran competidor, Inglaterra), por considerarlo un asunto de orgullo patriótico y de servicio a la humanidad.
El invento viajó al mundo entero. En el Río de la Plata su principal promotor fue Florencio Varela, por entonces exiliado en Montevideo. Considerado el primer daguerrotipista de estas costas, Varela organizó demostraciones con equipos llegados en el buque escuela de la marina francesa, cuyo objetivo era hacer imágenes de los lugares visitados para ser exhibidas en Francia “sin haber sido falseadas o mejoradas por un pincel mentiroso”, y “tomar la fisonomía de las diferentes razas humanas”. Mariquita Sánchez, presente en la primera demostración, escribió a su hijo Juan Thompson al día siguiente: “Ayer hemos visto una maravilla”.
La fotografía profesional, cuya estrategia comercial fue similar a la de las campañas de retratos emprendidas por los pintores viajeros, comenzó poco después. Los daguerrotipistas llegaban a la ciudad y alquilaban espacios preferentemente en planta baja cuyo insumo imprescindible era la luz (un espacio bien iluminado, un día de sol, acortaba el tiempo de exposición, logrando que los retratados salieran menos movidos). Una vez establecidos, ofrecían sus servicios en los diarios. Retratarse era muy caro: costaba 100 pesos, el equivalente a cinco sueldos de un dependiente de comercio.
Se atribuye a John Elliot, un pionero activo entre 1843 y 1845, el daguerrotipo de Manuelita Rosas que pertenece a la colección del Museo Histórico Nacional. En él la vemos sentada de perfil, sonriendo a cámara, con una soltura y una naturalidad poco comunes.
El norteamericano también retrataría al Almirante Brown, con el telón de fondo con columna que se volvería la marca de identidad de su estudio. Elliot también introdujo una novedad: el color. Pintaba a pincel (“iluminaba”) los moños de las damas, y las divisas y los chalecos de los caballeros, color carmín los federales, azul de Prusia los unitarios. La grieta a todo color.
El daguerrotipo era también un dispositivo de memoria. “Mientras la vida y la salud perduren, asegure el retrato de sus amigos”, o “La vida es incierta y peligrosa cada demora, ahora es el tiempo de obtener un buen retrato”, promocionaban su arte los daguerrotipistas. Este argumento de venta pronto derivó en una práctica que llegó a representar más del 30% del negocio: el retrato post-mortem.
El retrato del pariente muerto -con frecuencia el único- permitía fijar su imagen en el recuerdo y prolongar el contacto con el que se había ido. Especialmente conmovedores son los retratos de niños (“angelitos”), fotografiados como dormidos; muchos de ellos fueron luego reproducidos en formato Carte de visite, y distribuidos entre los parientes para desafiar al olvido. Aunque la muerte niña era más común y se vivía con mayor resignación, no era menos desgarradora: el daguerrotipo Matrimonio con angelito es casi imposible de mirar.
El daguerrotipo también operó como fresco social. El retrato grupal Hombres de negocios alemanes, realizado en el estudio de Fredericks en 1852, es de una modernidad apabullante. En él se vislumbra una narrativa mucho más sofisticada, y aparecen casi por vez primera los gestos y las formas de una burguesía que 30 años después habría reemplazado completamente los modos de la sociedad rosista.
Los daguerrotipistas solían ser contratados también por propietarios que querían tomas de sus propiedades y hasta de sus caballos, y por los gobiernos municipales, interesados en documentar y hacer conocer las obras de infraestructura que emprendían.
Los militares y los políticos, que entonces eran casi la misma cosa, comprendieron su valor. Vemos los retratos de San Martín y de Urquiza reproducidos en litografías, en un gesto que pretende administrar la posteridad. Especialmente interesante es el capítulo de Sarmiento; Vertanessian reproduce y analiza retratos del sanjuanino poco conocidos o inéditos, analiza de modo punzante y novedoso los ya vistos, y repasa el interés del prócer por la fotografía.
“Al abrir esas cajitas que cubren hoy nuestras mesas, puede decirse que nadie muere del todo en una familia, que ningún amigo ha dejado de sonreírnos ni de amarnos, por causa de su ausencia”, escribe Sarmiento. Su retrato como teniente coronel, realizado en Río de Janeiro en 1852, con una pierna sobre un banco y apoyado en su espada, cara y cuerpo pura ferocidad, es extraordinario. Las charreteras del uniforme apócrifo y la condecoración de la corte del Emperador Pedro están debidamente “iluminadas” de dorado.
Pero Sarmiento fue un hombre de muchas vidas, y su retrato con traje de tweed, en Chile en 1854, y las fotografías de la década del 60 como Presidente, nos hablan de un personaje totalmente consciente del valor de la imagen y de su importancia como instrumento de propaganda y de trascendencia final.
El daguerrotipo emerge en la encrucijada entre arte, ciencia y tecnología. El debate sobre el lugar que ocupa en las Bellas Artes (la relación de competencia - colaboración con la pintura, la democratización del acceso a retratarse, la capacidad de generar emociones novedosas), sigue hasta el día de hoy. Retratos del Plata echa luz sobre este problema sin insistir en él; las imágenes que reproduce no nos permiten dudar de que la fotografía es un arte tan misterioso y elocuente como cualquier otro.
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