Todo empezó con un bultito en la axila derecha. Cuando la escritora y periodista argentina Patricia Kolesnicov palpó de casualidad esa protuberancia por primera vez, al principio no pensó nada. Pidió un turno con su ginecóloga y, tras una serie de exámenes, decidieron sacarlo de inmediato. “Esa elección me salvó la vida: el bultito era un cáncer agresivo”, escribe la autora en su libro Biografía de mi cáncer, reeditado por IndieLibros, que puede descargarse gratis por el Día Mundial contra el Cáncer.
La cosa, como era de esperar, no fue fácil: “Tenía 33 años, había tenido siempre un cuerpo muy fuerte y la biopsia decía que me esperaban unos cuantos rounds con la muerte. No dudé: iba a dar esa pelea; lo hice con quimioterapia, con psicoanálisis, con una ecléctica medicina alternativa, con rayos, natación y el amor de los demás. Diez meses después de haber palpado el bultito estaba pelada, flaca, sin cejas, débil. Pero los análisis estaban limpios”.
De aquella protuberancia que encontró en 1999 a la primera edición del libro, cuando el cáncer ya había sido vencido, hubo cuatro años en los que los límites de la medicina tradicional la llevaron a probar todo tipo de terapias alternativas. Pero, sin tender al esoterismo, al misticismo ni a la actual imposición anticientífica de “vibrar alto”, una de las cosas que Kolesnicov más resalta ya no como posible solución a la enfermedad sino, más bien, como paliativo, es el amor de sus allegados y, en particular, de su compañera: “Soy un cuerpo amado, no solamente un cuerpo enfermo”.
Al poco tiempo de haber ganado el Premio Nobel de Literatura José Saramago, reseñó Biografía de mi cáncer en su blog literario. Además de resaltar el valor con el que Kolesnicov se enfrentó al cáncer de mama, valor del que “solo una mujer es capaz”, el autor de Ensayo sobre la ceguera y El hombre duplicado destacó su humor “de lo más negro”: “El relato, que en otras manos sería grave, inquietante, incluso asustador, despierta frecuentemente en nosotros una sonrisa cómplice, una súbita risa, una irreprimible carcajada”.
“Biografía de mi cáncer” (fragmento)
Tengo mucho pelo. Tengo rulos hasta la cintura, hasta la cola si están mojados y los estiro con los dedos. Tengo dos millones de hebillas. Grandes, de cuero, de madera, de metal, una hecha con una cucharaque me compró Olga en Colonia. Acabo de hacer un espectáculo unipersonal en el que me lo ataba en una escena, aparecía en trenzas en otra, lo mojaba sobre el escenario, lo zarandeaba. Uso los rulos para hacer el amor.
Tengo demasiado pelo para mi estatura. Era difícil, en los primeros ‘70, ser una nena con rulos. Había que peinarlos, los rulos se inflaban, había que atarlos: en las fotos de la infancia uso una cola tirante. A los doce me lo hice planchar y durante un par de años lo usé lacio: parecía el príncipe valiente.
El falso pelo lacio necesitaba cuidados; era una adolescente que pasaba la tarde del viernes en la peluquería. Primero la toca, después los ruleros, el secador. Un domingo a la tarde, en el vestuario del club, vi a una chica petisa, rubia, que se ponía savia en unos hermosos bucles y sacudía la cabeza. No sé cuánto tardé en sacarme todos los ruleros, todas las tocas, todas las planchas de encima, pero a los 17 yo hacía lo mismo.
Una vez, en algo así como una clase de dinámica grupal, nos pidieron que nos definiéramos a través del pelo. Me acuerdo: dije que era enroscado, pero que si se lo sabía tratar se le podía dar la forma que uno quisiera. Que se lo veía muy fuerte, muy personal, pero que con calor y humedad se volvía dócil. Nunca lo volví a tocar.
Mis galas consistieron en atarlo así o asá, en dejarlo secar con tiempo y agua, en una trenza hacia atrás para dar campesina o una trenza al costado y cuello mao. No me hice claritos ni reflejos ni nada de nada. Se me llenó de hielo una mañana de varios grados bajo cero, cuando lo lavé en las sierras. Se me llenó de piojos una vez por mes cuando fui maestra jardinera. Se me enredó en los picaportes y quedó aplastado debajo de los cuerpos de las personas que durmieron conmigo. Exigió una hora de dedicación en cada lavado: cepillo, peine grueso, peine fino. Mi pelo es algo que yo hice conmigo misma. Un tratado de paz en los horrores de la adolescencia. Una belleza que encontré. Y ahora me dicen que si quiero seguir viva lo tengo que dejar caer.
Las agujas y el amor
Nunca me impresionaron las agujas. No me impresiona ésta, que se mete en mi brazo izquierdo, conectada a un tubito conectado a una bolsa de suero. No me impresiona la enfermera que regula el goteo con una mariposa en el tubito. Estoy tirada en una cama que se sube y se baja.
Acá empieza la cosa. Es viernes temprano. El 23 de julio es el cumpleaños de mi hermana, todos los años menos en 1999, que es el día en que empiezo quimioterapia. Ando muela contra muela desde la madrugada y así llegamos al Instituto. Dos horas, dijeron. Así que llevo el cargamento de drogas y, en mi cartera, una novela policial.
Entrego la carga cuando entro y me hacen pasar a un cuarto donde está la cama, una silla, un pie para colgar la bolsa con la medicación y un armario con frazadas. Enfrente hay otra sala con cinco, seis sillones y un par de televisores; ahí hay gente recibiendo su quimioterapia. Pero yo no. Será que en mi orden decía “aplicación larga”. Será que lo mío es mucho más grave. Será que me voy a sentir mucho peor, algún motivo habrá para esta deferencia. No pregunto —no tendría paciencia para escuchar una respuesta— y me quedo sentada en la cama.
La enfermera entra y sale. Aparece un doctor que supervisa. Es él quien da comienzo formal al tratamiento, pone la aguja en la vena gorda de mi brazo izquierdo, explica que serán varias bolsitas de suero, una con un antibiótico, un protector para el estómago, un antiemético que anda bárbaro y hace que la gente con quimio casi ni vomite, la droga misma y algo que lava la vena. Más o menos así o en cualquier otro orden.
El doctor hace algunos chistes y por fin se va, nos deja solas, Olga y yo. Cae una gota, una gota, una gota, demasiado lento. Abro el librito y me voy un rato con la detective que es la buena pero también es una veterana de Vietnam así que nunca se sabe. No duro mucho: me estoy mareando, las letras tienen contornos difusos, las letras se mezclan, los renglones ondean. Apoyo la novela, todavía abierta, en el colchón, tengo frío.
Mi compañera saca una frazada del armarito, me tapa, se acuesta a mi lado y me abraza. Se pone, conmigo, en la camilla de la quimioterapia. Tengo el brazo estirado, baja la droga y ella apoya su cabeza en mi pecho. Ella está ahí, no estoy en manos del doctor y la enfermera y las agujas. Soy un cuerpo amado, no solamente un cuerpo enfermo. La enfermera entra y desaprueba:
—Usted no puede estar en la camilla.
—Bueno —dice Olga, y no se mueve.
—¿Qué va a decir el doctor, si entra?
—Bueno, bueno —repite Olga, sin discutir y sin soltarme.
Renacer
Gaby, que estudia Letras Clásicas, que cada semana tiene el pelo de otro color y me habla de la Ilíada en la huerta, es la primera que lo ve. Estamos desayunando afuera, yo ni me doy cuenta de que me está mirando y ella se me acerca, abre los ojos y lo dice con cautela, como si la palabra pudiera conjurar el milagro: “Tenés pestañas”.
Me eyecto al baño: es casi cierto. Es una sombra negra, insinuada, como si me hubiera pasado un delineador apenas. Taxol va en retirada y vuelvo yo misma a mi cara. El chanchito, el potrillo, la albahaca y yo: brotar. En los días que siguen peregrino al espejo. La línea se va haciendo cepillito: tiene textura, raspa un poco, se pueden mover los pelitos. Mido el progreso con la yema de los dedos. Voy dejando de ser insecto. Detrás de las pestañas llegan las cejas: barba de dos días, me hacen reír de felicidad. Muy suave, pica el pelo de la cabeza. De ida, la cabeza salpicada por islas oscuras podía ser patética. De vuelta, esta sombra es gloriosa. ¿Serán rulos? Olga está en la Capital. Cuando se lo cuento, llora.
Quién es Patricia Kolesnicov
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina en 1965.
♦ Es escritora y periodista.
♦ Colaboró en las revistas Sex-Humor, Vivir, El Porteño y Latido, el diario El Cronista y en diferentes suplementos culturales. Fue la editora de la sección Cultura en el diario Clarín y actualmente es la editora de la sección Leamos de Infobae.
♦ Escribió los libros No es amor, Biografía de mi cáncer y Me enamoré de una vegetariana.
Seguir leyendo: