Ya hace varias décadas que es sabido que el ritmo en el que vivimos es inviable. El afán capitalista de producir, trabajar y consumir cada vez más ha ido desbaratando el equilibrio de la naturaleza hasta un punto de no retorno. Pero, ¿cómo llegamos hasta esta situación límite? ¿Hay una salida posible?
En su nuevo libro, La vida no es útil, el líder indígena, ambientalista, chamán y filósofo brasileño Ailton Krenak tiene un claro objetivo: insuflarle nuevos aires al estancado pensamiento occidental y que la gente despierte del “coma colonial”. Para el autor, uno de los fundadores de la Unión de Naciones Indígenas (UNI) en la década del 80, la clave está en descolonizar, despatriarcalizar y descapitalizar nuestras mentes y nuestra forma de ver el mundo para que las futuras generaciones sigan teniendo un mundo al cual ver.
“Suspender el cielo es expandir los horizontes de todos, no solo de los humanos. Se trata de una memoria, una herencia cultural de la época en que nuestros ancestros estaban tan armonizados con el ritmo de la naturaleza que solo necesitaban trabajar unas pocas horas del día para proveerse de todo lo que se necesitaba para vivir. Todo el resto del tiempo uno podía cantar, bailar, soñar: lo cotidiano era una extensión del sueño. Y las relaciones, los contratos tejidos en el mundo de los sueños, continuaban teniendo sentido después de despertar”, escribe el autor en su nuevo libro editado por Eterna Cadencia para la colección Pluriversos.
Desde su juventud, el líder indígena de 69 años es una de las voces fundamentales del activismo de los pueblos originarios. Vale la pena resaltar una de las escenas más determinantes de sus primeros años cuando, durante la asamblea constituyente brasileña de 1987, en un emocionante pronunciamiento en el Congreso Nacional, pintó su rostro de negro y dijo: “El pueblo indígena siempre vivió al margen de todas las riquezas. Un pueblo que vive en una casa cubierta de paja, que duerme en esterillas en el suelo, de ningún modo debe ser identificado como enemigo de una nación”.
“La vida no es útil” (fragmento)
La máquina de hacer cosas
Las diferentes narrativas indígenas sobre el origen de la vida y nuestra transformación aquí en la Tierra son memorias de cuando éramos, por ejemplo, peces. Porque hubo gente que fue peces, hubo gente que fue árboles antes de imaginarse ser humanos. Todos nosotros ya fuimos algo más antes de ser personas –este mensaje cruza narrativas de nuestros parientes Ainu, que viven en el norte de Japón y de Rusia, de los Guaraníes, de los Yanomami, de los parientes que viven en Canadá y en Estados Unidos–. Quién sabe si hasta los mesopotámicos, ese pueblo muy antiguo, no hayan tenido historias de esta naturaleza. Los amerindios y todos los pueblos que tienen memoria ancestral cargan recuerdos de antes de ser configurados como seres humanos.
Cuando los pueblos originarios se refieren a un pueblo como “una nación que está de pie”, están haciendo una analogía con los árboles y las selvas. Pensando las selvas como entidades, vastos organismos inteligentes. En esos momentos, los genes que compartimos con los árboles nos hablan y podemos sentir la grandeza de los bosques del planeta. Este sentimiento comienza a movilizar a la gente hacia la idea, que ya se ha banalizado, de proteger los bosques. Existen grupos de personas que se unen para proteger un bosque, para crear una reserva natural, y justo aquí un vecino mío, Sebastião Salgado, tiene una chacra que se llama Instituto Terra.
Se trata de una pequeña porción de la región devastada del curso medio del río Doce que fue reforestada para mostrar a la gente que es posible restaurar la selva. Cada uno de nosotros –no la economía, no el sistema como totalidad– puede actuar positivamente en este caos y trabajar, por así decirlo, para una auto-armonización.
Pero, en los últimos cuarenta años, la lucha para contener la deforestación se ha convertido incluso en un programa del Banco Mundial, de la ONU, y todo se mostró ineficaz. No pudimos frenar la deforestación en el planeta. Los únicos bosques plantados con gran competencia y capacidad de volumen son los de vida corta, que en seis, ocho años son cortados para convertirlos en celulosa. Lo que estoy tratando de decir es que mi elección personal de parar de derribar la selva no es capaz de anular el hecho de que los bosques del planeta están siendo devastados. Mi decisión de no usar un automóvil y combustible fósil, de no consumir nada que aumente el calentamiento global, no cambia el hecho de que nos estamos derritiendo. Y, cuando alcancemos un grado y medio más de temperatura en el planeta, muchas especies morirán antes que nosotros. Ese oso blanco que pasea por el Ártico ya parece un perro perdido. Se está muriendo de hambre, ha cambiado de color, está enfermo, duele ver a ese oso. No creo que fuera una apelación publicitaria usar su imagen para mostrar cómo depredamos la vida en el Ártico.
Fue impresionante, durante la pandemia, cómo aceptamos la convocatoria de quedarnos en casa y mantener distanciamiento social. Salvo algunos excéntricos, todo el mundo que pudo estuvo de acuerdo con ella. Entonces, si somos capaces de escuchar semejante orden, todos al mismo tiempo, de permanecer en casa, ¿por qué no podríamos escuchar la orden de dejar de saquear el planeta? ¿De parar de destruir ríos y bosques? Este es un valor trascendente.
Mucha gente dice que lo que nos distingue de otros seres es el lenguaje; el hecho de hablar, tener discernimiento y crear relaciones sociales. Ahora bien, si la principal marca de los humanos es distinguirse del resto de la vida terrestre, eso nos aproxima más a la ficción científica que argumenta que los humanos que están habitando la Tierra no son de aquí. En medio de este tiempo suspendido, lleno de sorpresas, un amigo, con quien me comunico hace mucho tiempo, me dijo: “Sabes, Ailton, muy probablemente esta gente que está aquí en la Tierra haya venido de otras constelaciones, eran androides y tenían un pasado muy negativo, por eso cargan esa enfermedad de las máquinas”.
Esto me hizo pensar que los griegos, en algún momento, comenzaron a percibir a la Tierra como un mecanismo, y me pareció aterrador. Pero quizás no sean todos los humanos los que no son de aquí, y esta humanidad esté constituida de muchas piezas. Somos pueblos, tribus, constelaciones de personas esparcidas por la Tierra con diferentes memorias de existencia.
Amigos que trabajan con la historia de la filosofía y la tecnología me dijeron que la desviación de los humanos en su sentimiento de pertenencia a la totalidad de la vida se dio cuando descubrieron que podían apropiarse de una técnica. Actuar sobre la tierra, sobre el agua, sobre el viento, sobre el fuego, incluso sobre las tempestades que una vez se interpretaron como fruto de un poder sobrenatural.
En las tradiciones que comparto, no hay poder sobrenatural. Todo poder es natural, y nosotros participamos de él. Los chamanes participan de él. Los chamanes, en sus diferentes cosmogonías, salen de aquí y van a otros lugares del cosmos. Hay un tránsito de terranos (en lugar de terrícolas, porque así, si hay gente que no es de aquí, está incluida) en la Tierra y fuera de ella.
Davi Kopenawa, en su libro A queda do céu [”La caída del cielo”], nos habla de este tránsito en la cosmovisión Yanomami. Hay un sujeto que es sobrino del Sol y es pariente de los Yanomami. Me pareció maravillosa la idea de que alguien que sea tu pariente tenga un vínculo con un astro. No en un sentido simbólico, sino real. De alguien que puede negociar con el Sol algo de interés para su casa, porque es un sobrino suyo, un ahijado, un cuñado. Este parentesco de habitantes de la Tierra con seres u organismos que están fuera de ella me ha interesado especialmente en este tiempo de fricción de ideas.
Están apareciendo muchas sugerencias de mundos, siempre acompañadas por la idea de que están en choque. Yo no percibo este momento que estamos viviendo como una situación límite, creo que lo que estamos pasando es una especie de ajuste de enfoque en el que tenemos la oportunidad para decidir si queremos o no apretar el botón de nuestra autoextinción, pero todo el resto de la Tierra seguirá existiendo.
No consigo imaginarnos separados de la naturaleza. Incluso podemos distinguirnos de ella en la cabeza, pero no como un organismo. La posibilidad de sobrevivir con este cuerpo en Marte o en cualquier otro planeta dependerá de un aparato tan complejo que será más fácil conseguir máscaras y respiradores y continuar aquí (y mira que ni siquiera nos estamos dando cuenta de eso). Esas increíbles tecnologías que utilizamos hoy, que nos ponen en conexión, tienen una buena dosis de ilusión. Son como un trofeo que la ciencia y el conocimiento nos dieron y que usamos para justificar el rastro que dejamos en la Tierra.
El planeta nos está diciendo: “Ustedes se volvieron locos, se olvidaron de quiénes son y ahora están perdidos pensando que han conquistado algo con sus juguetes”. Pues la verdad es que todo lo que nos dio la técnica son juguetes. El más sofisticado que pudimos conseguir es ese que pone a la gente en el espacio; y también el más caro. Es un juguete que solo alcanza para que jueguen treinta, cuarenta tipos. Y, por supuesto, hay multimillonarios que quieren jugar a eso. Lo que me hace pensar que esta humanidad imaginaria, además de tener una tremenda puerilidad espiritual, no logra hacer crítica de su historia. Historia que, la mayoría de las veces, es una vergüenza.
¿Qué hay para celebrar en el hecho de que podemos hablar en un vivo para tres mil o cuatro mil personas por un aparatito que es producto de una civilización que se está comiendo a la Tierra para hacer juguetes? Simplemente la Tierra es un organismo mucho mayor que nosotros, mucho más sabio y poderoso, y nosotros, su juguete más inútil. La Tierra nos puede apagar sacándonos el aire, ni siquiera necesita hacer barullo.
El combustible fósil, del cual el mundo depende hoy, ya debería haber sido abandonado en la década de 1990 –todos los informes de la época decían eso–. Desde entonces, ha aumentado de manera impresionante la cantidad de cosas hechas a partir del petróleo. Tenemos, desde finales de 1970, desde principios de 1980, información sobre la destrucción de capas de ozono. ¿Cómo es que te avisan que se está horadando el techo del cielo y lo máximo que puedes hacer es cambiar de heladera?
Si le propusiéramos a alguien que ahora tiene veinte, treinta años, que pusiera en cuestión todo esto, esta criatura podría decir: “Pero ahora que me ha llegado el turno, ¿me vienes a decir que se acabó la fiesta?”. Existe un deseo de que esta condición de consumo de la vida se extienda por tiempo indeterminado, sin que la máquina de hacer cosas tenga que ser apagada.
Quién es Ailton Krenak
♦ Nació en Minas Gerais, Brasil en 1953.
♦ Es un líder y filósofo indígena, ecologista y escritor.
♦ En 1985, fundó la organización no gubernamental Centro para la cultura india.
♦ En 2008 recibió la Ordem do Mérito Cultural (Ministério da Cultura).
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