En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos autores y autoras cuentan el detrás de escena de los libros que acaban de publicar. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, cómo organizaron su trabajo, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría o qué objetivo se propusieron.
Esta vez, quien cuenta la experiencia de escritura en primera persona es la escritora Eloísa Díaz sobre su primera novela, Arrepentimiento. Nacida en Madrid en 1986, Díaz es hija de una argentina y nieta de andaluces. La inquietud por lo que sucedía a más de diez mil kilómetros mientras ella era adolescente estaba en el centro de su atención. Ver por televisión la crisis de 2001 es un recuerdo fresco. Licenciada en Derecho con un Máster en Escritura Creativa por la Universidad de Columbia, la escritora afirma que “la aritmética de ser de más de un lugar nunca es limpia”.
Arrepentimiento, que fue preseleccionada para el Premio CWA John Creasey (New Blood) Dagger 2022 y nominada al Premio ITW 2022 a la mejor novela nóvel, relata la vida del inspector Alzada, un policía de la Bonaerense al borde del retiro, con un historial brutal: la dictadura militar. Aunque su alrededor el terrorismo de Estado despliega toda su potencia feroz, el protagonista hace todo por mantenerse al margen de los hechos. Hasta que secuestran a su hermano, y su vida ya no puede alejarse tanto de lo que efectivamente ocurre en la Argentina.
El relato hace un salto y, veinte años después, el horror colectivo vuelve a tocar a la puerta. El estallido económico, político y social de 2001 es el telón de fondo cuando aparece un cadáver en las inmediaciones de la morgue, mientras reportan la desaparición de una mujer de la clase acomodada porteña. La trama lleva a Alzada a mirar para atrás y revisar los capítulos más trágicos. Con casi 300 páginas, Arrepentimiento es una novela policial sobre cómo “los seres humanos nos acostumbramos a ver en la oscuridad, literal y figuradamente”, según cuenta la propia autora.
Cómo escribí “Arrepentimiento”
Suelo decir que escribí mi novela en inglés porque la empecé durante mi Máster en escritura creativa en la Universidad de Columbia y que una vez comenzada ya fue más fácil seguir. Pero eso es, al menos parcialmente, mentira. Una novela no es fácil seguirla. Al contrario, una novela te hace dudar, replantear, repensar, a veces incluso parar.
Sí es cierto que nació una tarde en Nueva York, cuando consulté el calendario del taller de ficción al que asistía y me di cuenta de que me tocaba entregar en dos días. Treinta páginas de las que no tenía la primera. Así que mi novela nació en movimiento, un personaje corriendo por las calles de Buenos Aires, teniendo un muy mal día y mucha prisa, a juego con mi humor esa tarde. Dicen que el camino se hace al andar. Treinta páginas, sólo tenía que llenar treinta páginas.
Al principio, el inspector Alzada no tenía un pasado oscuro. Lo que pasó es que me di cuenta de que cuanto peor le iba, más divertido era. Y así se convirtió en una suerte de inspector Clouseau latino. ¿Cómo hago para amargarle aún más el día?, era la pregunta que me hacía constantemente. ¿Cuál es el peor sitio al que tener que ir? La morgue, me vino de golpe. Pensé que sería cómico que no soportara ver a los muertos, y tuve que encontrar una explicación: porque había visto demasiados, porque los seguía viendo, porque no lograba olvidar. Allá que seguí esa idea.
Al principio, no era una una novela policíaca. Alzada era policía, sí, pero podría haber sido maestro. Eran veinticuatro horas en la vida de un tipo al que todo le sale mal. Pero conforme situé su presente en 2001 y su pasado en la dictadura, su profesión pasó a ser importante. Para aquel entonces, Alzada había comenzado a decirme, y a contradecirme, y yo no quería que pudiera defenderse con que él de todo eso no sabía nada. No quería darle la opción de ser sólo cómplice. Dudé y dudé acerca de qué estaba haciendo escribiendo una novela negra, quizás por eso el resultado es un policial muy poco policial, hasta que una amiga un día me dijo, ¡Qué belleza! Alzada se niega a encontrarse con la verdad, cuando ésa es la pura descripción de su trabajo. Policía pues.
La narración no saltaba en el tiempo, discurría linealmente el 19 de diciembre de 2001. Entonces me encontré con un obstáculo de oficio, de destreza (o falta de, en mi caso). No sabía cómo salvar la dificultad de estar dentro de la cabeza de un personaje —porque en mi novela estamos pegados, pegados al inspector Alzada— y enseñarle al lector pensamientos que Alzada no quiere pensar. Es más, que rehúye activamente, habiendo interiorizado el silencio impuesto entonces. En más de un nivel, la pregunta se convirtió en, ¿cómo hablamos de lo que no hablamos? ¿Cómo se cuenta una ausencia?
Decidí que la narración imitaría cómo recordamos en la realidad. Investigué largo y tendido sobre la ciencia de la memoria: qué mecanismos usamos para almacenar información, y cuáles empleamos para sacarla a colación. Cómo a veces los recuerdos se nos aparecen como una bengala en la noche, clara, nítida, escandalosa e ineludible, y a veces como una medusa en la mar, transparente y por ende prácticamente invisible, lo que la vuelve tanto más peligrosa.
Entiendo ahora releyendo esta primera mitad de mi “cocina” que puede dar la impresión que escribir mi novela fue un affaire de casualidad, cuando lo fue más bien de causalidad. Me explico. Por más que en la ficción busquemos alejarnos de quienes somos —yo no soy un policía bonaerense al borde del retiro—, lo que somos acaba encontrándonos. Al final, los temas sobre los que escribimos revelan nuestra más tierna pasión, nuestra más íntima convicción.
Pienso en una foto que creía haber olvidado. Es mi madre de estudiante. Es la época de Franco, pero la foto no muestra la dictadura. La foto muestra a unos chicos que apenas han dejado de ser adolescentes, en chaquetas y vaqueros y pantalones de campana y carpetas y melenas y cigarrillos y mucho punto porque son los setenta. Están sentados en un banco delante de la facultad de Derecho que yo visitaré casi treinta años más tarde; a la vuelta, la cafetería en la que yo jugaré al mus entre derecho financiero y derecho administrativo (y, a veces, durante derecho administrativo).
Para cuando vi la foto, había ido al colegio alemán y mucho se nos había explicado sobre la Alemania nazi; todo momentos excepcionales, tanto para bien como para mal, pero a mí ni las heroicidades ni el mal a cara descubierta me han interesado jamás. Fue ahí, viendo esa foto, cuando entendí algo que yo en mi privilegio de bebé democrático no había entendido: la normalidad es eso. Sí, era una dictadura. Pero la gente seguía estudiando, soñando, riendo, enamorándose, yendo al cine, abriendo negocios, escribiendo libros, yéndose de vacaciones. ¿Cómo de normal puede ser esa vida? Al fin y al cabo, los seres humanos nos acostumbramos a ver en la oscuridad, literal y figuradamente.
¿Y cómo de normal puede ser la vida después? Es algo que como sociedad nos preocupa recurrentemente, no en vano este otoño nos hemos lanzado en masse a ver Argentina, 1985. ¿Cómo seguimos? ¿Cómo volvemos a empezar cuando no tenemos la posibilidad de cambiar de lienzo? Pienso en los arrepentimientos; no en el concepto teológico del propósito de enmienda, no; en las correcciones que los pintores realizan sobre sus cuadros. Velázquez es uno de sus mayores exponentes, quizás porque quería aprovechar el trabajo hecho y no tener que empezar de cero, seguro porque pintaba a tal velocidad y con tanta maestría que no esperaba a que la capa anterior se hubiera secado. En el momento, el óleo fresco, no se veía. Pero con el tiempo, las capas de arriba se hicieron traslúcidas, dejando aflorar las inferiores. El error antes de la enmienda. El error y la enmienda. La representación visual del acto de arrepentirse. No sigo trazando el símil porque confío en mis lectores —la próxima vez que miren el “Retrato de Felipe IV a caballo”, cuéntenle las patas al animal.
Pienso también en cuando vi las imágenes del corralito, yo era adolescente, parapetada tras la pantalla del televisor, a diez mil kilómetros de distancia. Pienso en mi cédula argentina apenas usada, a la que tuve derecho porque mi madre nació allí de padres andaluces. En verme obligada a buscar en Google palabras de mi propio libro en su traducción al argentino, un idioma que no es el mío. En las pesadillas en que la prensa argentina me llamaba impostora por ordeñar la tragedia de un país extranjero con fines narrativos. En que la aritmética de ser de más de un lugar nunca es limpia, nunca es simplemente lo uno más lo otro. Yo soy española, pero siento algo más que los demás españoles cuando la Argentina gana la Copa del Mundo. Pienso en un término de mis estudios, “jurisdicción”, que sirve para determinar si un tribunal tiene derecho a conocer de un asunto. ¿Tengo derecho a conocer de la Argentina? ¿A escribir sobre ella?
Ahora que lo pienso, quizás sí que escribí mi novela en inglés porque así era más fácil seguirla. La distancia, física y no, me dio más manga ancha que si hubiera escrito sobre las historias no resueltas que tiene España, si hubiera escrito en español. Porque escribir sobre lo que me ocupa y me preocupa iba a escribir. Al fin y al cabo, y citando a uno de mis personajes de cine favoritos, Pablo Sandoval, “Hay una cosa que [el tipo] no puede cambiar: no puede cambiar de pasión.”
“Arrepentimiento” (Fragmento)
1
(2001) Miércoles, 19 de diciembre; 8:30
En cualquier otro país, habría habido una guerra.
Pero este no era cualquier otro país. Era la Argentina. El inspector Alzada avanzaba a toda velocidad por la avenida Belgrano, el pie derecho con fuerza sobre el acelerador, la vista nublada. ¿Cuándo había comido por última vez? ¿O dormido? Ya no sos joven, Joaquín. Podía oír a Paula con tanta claridad como si la tuviera a su lado. Se acomodó los Ray-Ban sobre el puente de la nariz y suspiró.
Era cierto. Necesitaba un descanso. La semana pasada había sido convocado a Recursos Humanos, donde le explicaron la “situación”. El inspector entendió perfectamente a la señora, de una cortesía excesiva, cuando esta le dirigió una mirada de complicidad. Así y todo, le hizo decírselo: aunque tenía derecho a jubilarse, el fondo previsional de la Policía no estaba en condiciones de cumplir. Lo que había deseado durante décadas tendría que esperar “un poquito más”, había dicho la mujer sin convicción. Por supuesto, era libre de renunciar a su cargo cuando quisiera, agregó, pero no era algo que le aconsejara, dado el clima actual. Curiosa elección de palabras, “clima”, cuando lo que querés decir es “quilombo”.
Alzada se inclinó sobre el volante. A esta altura del verano, habría correspondido que el cielo luciera un insolente tono lapislázuli. En su lugar, una neblina cargada de polvo sumía Buenos Aires en un ambiente pegajoso y coloreaba la atmósfera de un homogéneo gris opaco. La tapa metálica, lisa y pulida, de una olla a presión. Sin duda, no es el clima de siempre. En el horizonte, sobre las aguas turbulentas del Río de la Plata que los conquistadores habían descrito como “color de león”, todos los semáforos abiertos. Alzada puso tercera.
Se había levantado con el pie izquierdo. Después de una noche inquieta, se despertó tarde, y tuvo en consecuencia que decidir entre ducharse o desayunar. Al final, no hizo ninguna de las dos cosas, sino que cayó de lleno en una conversación complicada con su esposa. Llegado a ese punto, y en un intento de mitigar su aparente mala suerte, decidió ponerse su camisa preferida, la celeste de cuello blanco, pero incluso ese pequeño placer le fue negado: la camisa no estaba planchada. Ahora llevaba una gris, una compra impulsiva de la que se había arrepentido casi al momento, y Alzada podría haber jurado por Dios —si el católico devoto que era a ratos se hubiera atrevido— que, en esta atmósfera sofocante, la camisa brillaba.
Y luego, la llamada del forense. Alzada había reconocido inmediatamente al doctor Petacchi cuando le telefoneó a primera hora de la mañana —¿cómo podía olvidar esa voz?— e hizo cuanto pudo por evitar tener que ir a la morgue, sugiriéndole que le diera los detalles por teléfono. El doctor se aclaró la garganta: “No sé, inspector. No es lo mismo que verlo en persona”. Alzada se quedó en silencio, lo que empujó al forense a añadir: “Por supuesto que mi trabajo es ayudarlo a usted. Así que, si es demasiada molestia, mando el informe a comisaría”.
Está bien.
De modo que, ahora, en lugar de estar tomándose un café en el patio de su casa, estaba camino al lugar de Buenos Aires que menos le gustaba. Bueno, el segundo lugar que menos le gustaba.
Alzada giró a la izquierda y admiró la amplitud de la avenida 9 de Julio. Un campo de batalla. El fino barniz de normalidad había desaparecido de las veredas, que ahora rebosaban con la energía nerviosa de una guerra inminente. Gente. Mirara adonde mirara, gente. Era fácil distinguir a los que tenían prisa por tomar una calle lateral y escapar: iban pegados a las persianas metálicas bajas que enmarcaban los estantes vacíos de los negocios. Caminaban a buen paso, la cabeza gacha.
Además de la perenne protesta semanal de las Madres, la ciudad últimamente vivía incontables marchas y manifestaciones. Las calles de Buenos Aires estaban colmadas de una rabia constante. Con todo, ese día había algo más. Alzada no podía decir exactamente qué.
Quién es Eloísa Díaz
♦ Nació en Madrid en 1986.
♦ Es escritora y licenciada en Derecho, obtuvo un Máster en Escritura Creativa por la Universidad de Columbia en 2013.
♦ Arrepentimiento, su primera novela, ha sido traducida a cinco idiomas.
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