De conquistar a más de 100 millones de personas con sus primeras historias románticas en TikTok, la escritora española Elena Armas pasó a conquistar también las librerías alrededor del mundo. Su primera novela, Farsa de amor a la española (2021), se editó en más de 25 países y se convirtió en un bestseller de The New York Times. Dos años más tarde, la masividad de su éxito la llevó a escribir no una continuación sino más bien un spin-off, es decir, la historia de uno de los personajes de su debut.
Experimento de amor en Nueva York, editado por V&R, retoma la historia de Rosie Graham, la mejor amiga de Lina, protagonista de Farsa de amor. Al comienzo de la novela, Rosie está desesperada. Tiene solo ocho semanas para escribir una novela romántica en medio de su bloqueo creativo y, como si fuera poco, se le derrumbó el techo del baño en su propia cara, lo que la obliga a refugiarse en el departamento de Lina mientras esta está de viaje.
Los problemas arrancan cuando, en medio de la noche, la protagonista siente unos sospechosos ruidos en la puerta. Después de una tensa escena de lo que parece ser una entradera -que puede leerse en el fragmento compartido a continuación-, vemos que el extraño no era más que Lucas, el primo de Lina, con quien tendría que compartir su nuevo hogar.
Para su sorpresa, este joven desconocido le terminará haciendo una propuesta un tanto peculiar para ayudarla con su bloqueo: tener cuatro citas románticas para inspirarse y poder terminar así su libro. Ante la desesperación y la angustia, Rosie termina aceptando. Empieza a escribir la novela de sus sueños al mismo tiempo que, entre cita y cita, empieza a enamorarse. Pero los problemas no terminaron aún: la estadía de Lucas en Nueva York tiene fecha de vencimiento.
Así empieza “Experimento de amor en Nueva York”
Alguien estaba tratando de entrar en mi apartamento.
Bueno. En teoría, no era mi apartamento, sino más bien el lugar donde me estaba quedando en aquel momento. Eso no cambiaba los hechos. Porque si algo había aprendido de vivir en un par de vecindarios de Nueva York de dudosa reputación era que, si alguien llamaba a tu puerta, era porque pedía que lo dejaras entrar.
Evidencia número uno: el tamborileo insistente en la puerta de entrada que, por suerte, estaba cerrada con llave.
El sonido se detuvo y me dejó liberar todo el aire que había estado conteniendo.
Esperé, con la mirada fija en la cerradura.
De acuerdo. Quizá estaba equivocada. Quizá era un vecino que confundió este apartamento con el suyo. O tal vez quien sea que estuviera allí afuera había golpeado la puerta por casualidad y...
Un ruido, como si alguien estuviera empujando la puerta con el hombro, me asustó y me hizo retroceder de un salto.
Nop. No era alguien llamando a la puerta y era probable que tampoco fuera un vecino.
Mi próxima respiración fue tan liviana que el oxígeno apenas llegó a su destino. Pero ¡qué diablos! No podía echarles la culpa a los pulmones. En realidad, después del día que había tenido, tampoco podía culpar a mi cerebro de no ser capaz de cumplir con funciones básicas como respirar.
Hacía solo un par de horas que el que había sido mi apartamento durante los últimos cinco años, tan acogedor y divinamente bien cuidado, se me había caído encima. Literal. Y no estamos hablando de una grieta en el cielorraso y algo de polvo suelto. Una parte del techo se desprendió y se desmoronó. ¡Se desmoronó! Ahí, justo delante de mis ojos. Casi encima de mí. Se hizo un agujero lo bastante grande como para regalarme una vista despejada de las partes íntimas del señor Brown, el vecino del piso de arriba, que me miraba desde las alturas. Y me hizo descubrir algo que nunca quise ni necesité saber: aquel hombre de mediana edad no usaba nada debajo de la bata. Nada de nada.
Ese descubrimiento había sido tan traumatizante como el trozo de cemento que casi se me cayó encima de camino al sofá. Y ahora esto. Me forzaban la entrada.
Después de recomponerme lo suficiente como para juntar mis cosas –bajo la mirada inquisitiva y atenta del señor Brown y debajo de sus partes íntimas que pendían incluso con total... libertad– y de llegar al único lugar en el que podía pensar, alguien estaba tratando de entrar por la fuerza.
Me pareció escuchar unas palabrotas en un idioma extraño mientras continuaba el ruido contra la cerradura.
Ay, mierda.
Allí afuera, en la ciudad de Nueva York, había más de ocho millones de habitantes y tenía que ser justo yo la potencial víctima del robo, ¿verdad?
En puntas de pie, me di la vuelta y me alejé de la puerta del apartamento estudio adonde había huido en busca de albergue, y dejé que mi vista recorriera rápidamente el lugar conocido para analizar mis opciones.
Por la distribución abierta del apartamento, no había ningún escondite respetable. El baño era la única habitación con puerta, pero ni siquiera tenía cerradura. Tampoco veía objetos que pudiera usar como armas, excepto el candelabro torcido de cerámica, que había surgido un domingo de pereza y bricolaje, y la lámpara de pie endeble de estilo bohemio, de la cual no estaba segura. Escapar por la ventana no era una opción, si tenía en cuenta que el apartamento estaba en un segundo piso y no había salida de incendios.
Las palabrotas frustradas se volvieron más claras. La voz era profunda, musical, y una respiración muy ruidosa encubrió unas palabras que no logré entender.
Se me aceleró el corazón y me llevé las manos a las sienes en un intento de contener el pánico creciente.
Podría ser peor, me dije. Quienes sean que estén allí afuera, está claro que no son buenos en esto. En forzar entradas. Y no saben que estoy adentro. Todo lo que saben es que el apartamento está vacío. Eso me da...
Sonó una notificación de mi celular, un sonido alto y agudo que rompió el silencio. Y me puso al descubierto.
Mierda.
Con una mueca de dolor, me abalancé sobre el dispositivo, que estaba en la isla de la cocina. No podrían ser más de tres o cuatro pasos hasta allí. Pero mi cerebro, que todavía parecía estar luchando por realizar las funciones básicas, digamos, me hizo dar tres o cuatro pasos adelante, calculó mal la distancia y me hizo chocar la cadera contra un taburete.
–No, no, no. –Escuché que las palabras se me escaparon de la boca en un gemido, mientras que con una mano intentaba alcanzar el taburete. Sin éxito. Porque...
Se estrelló contra el piso.
Sentí que apretaba los párpados. Como si mi cerebro estuviera tratando de protegerme de ver el lio que había hecho.
Después de la Gran Explosión, el silencio llenó la sala con algo que, sabía, era una falsa sensación de calma.
Abrí un ojo y eché un vistazo en dirección a la puerta.
Tal vez aquello era bueno. Quizá eso... ¿lo había ahuyentado? ¿Los había ahuyentado? Lejos...
–¿Hola? –Una voz ronca llamaba desde el otro lado de la puerta–. ¿Hay alguien en casa?
Caramba.
Me enderecé y me di la vuelta muy despacio. Todavía podía pasar que...
Por segunda vez, resonó en todo el apartamento la melodía que había configurado para la aplicación motivacional que me había descargado temprano ese día.
Jesús. Alguien allí afuera quería arruinarme el día. Llámalo karma, predestinación, destino, diosa Fortuna o alguna otra entidad poderosa a la que, era obvio, le había tocado los huevos. Hasta podría ser Murphy y su ley estúpida.
Finalmente, tomé el celular para silenciar la estúpida cosa.
Sin querer, mis ojos se fijaron en la supuesta frase motivacional que aparecía en la pantalla: si la oportunidad no llama a tu puerta, construye la puerta.
–¿En serio? –susurré.
–Puedo oírte, ¿sabías? –comentó el intruso–. El móvil, después el golpe y otra vez el móvil. –Hizo una pausa y agregó–: ¿Estás... bien?
Fruncí el ceño. Muy considerado para ser un posible ladrón.
–Sé que hay alguien ahí dentro. Puedo escuchar tu respiración –insistió.
Me vino una oleada de indignación. Yo no era una persona con respiración pesada.
–Bien, escucha, yo solo quería... –dijo el intruso, con una risita.
Una risita. ¡Se estaba riendo! ¿A mi costa?
–No, tú escucha –solté al fin, con voz quebrada–. Lo que sea que estés haciendo, no me interesa. Voy a, voy a... –Había estado parada allí como una boba, sin hacer nada. Y eso no iba a continuar–. Voy a llamar a la policía.
–¿A la policía?
–Exacto. –Desbloqueé mi móvil con los dedos temblorosos. Ya había tenido suficiente de esta... esta... situación. Qué diablos, todo este día ya había sido suficiente–. Te doy unos minutos para que te vayas antes de que los oficiales lleguen aquí. Hay una central de policía a la vuelta de la esquina. –No había ninguna y esperaba que él no lo supiera–. Así que, si yo fuera tú, empezaría a correr.
Di un paso mínimo y cuidadoso en dirección a la puerta, luego me detuve para escuchar su reacción. Con suerte, sería el sonido de su huida.
Pero no escuché nada.
Quién es Elena Armas
♦ Nació en Madrid, España, en 1990.
♦ Es ingeniera y, según se define, una “romántica empedernida”.
♦ Es autora de Farsa de amor a la española, publicada en más de 25 países, y Experimento de amor en Nueva York.
♦ Además de ser autora best seller de The New York Times, es la primera española en ganar un premio Goodreads.
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