Cuando Beatriz Sarlo dice en Borges, un escritor en las orillas que la ciudad es el territorio natural de los intelectuales del siglo XX —y el término “intelectual” puede interpretarse como sinónimo de “escritor”, aunque incluya a otras figuras como Xul Solar— hace una distinción justamente con Borges.
Porque mientras otros, como Roberto Arlt, vivieron los cambios de Buenos Aires en tiempo presente, Borges, que nació un año antes del cambio de siglo, pasó la adolescencia y parte de la juventud en Europa: en Suiza y España. Estuvo afuera toda la Primera Guerra y los años inmediatamente posteriores. Por eso, cuando volvió en 1921 se encontró con otra ciudad. En eso años, Buenos Aires había cambiado de piel. Era la época de la belle epoque y las migraciones; la ciudad había abandonado el estatuto de aldea poscolonial y empezaba a abrirse a una “modernidad periférica”.
Borges, entonces, escribe Sarlo, debía recordar lo que se olvidaba de Buenos Aires en el mismo momento en que comenzaba materialmente a desaparecer. Y de esa experiencia, dice, decanta la poesía nostálgica de Fervor de Buenos Aires. Es por lo menos curioso destacar a la nostalgia como una característica de Borges, pero es evidente que ese es el tono de los poemas.
Escritos entre 1921 y 1922, él mismo decía en el prólogo a la edición de 1969 que allí se había propuesto “cantar un Buenos Aires de casas bajas y, hacia el poniente o hacia el Sur, de quintas con verjas”, y que “en aquel tiempo, buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha”.
Fervor de Buenos Aires, el primer libro de Jorge Luis Borges, se publicó en 1923: hace cien años. Por estos días, Penguin Random House tiene previsto hacer una edición conmemorativa y hay por lo menos dos editoriales preparando volúmenes de ensayos sobre el libro. Pero la publicación original, con una tirada de apenas 300 ejemplares, distaba mucho de ser un hecho significativo. Borges contaba en el Ensayo autobiográfico cómo había sido la “aventura privada” de publicarlo y darlo a conocer. Aunque la cita es larga, vale la pena traerla completa:
“Nunca pensé en mandar ejemplares a los libreros ni a los críticos. La mayoría los regalé. Recuerdo uno de mis métodos de distribución. Como había notado que muchas de las personas que iban a las oficinas de Nosotros —una de las revistas literarias más antiguas y prestigiosas de la época— colgaban los sobretodos en el guardarropa, le llevé unos cincuenta ejemplares a Alfredo Bianchi, uno de los directores. Bianchi me miró asombrado y dijo: ‘¿Esperás que te venda todos esos libros?’. ‘No —le respondí—. Aunque escribí este libro, no estoy loco. Pensé que podía pedirle que los metiera en los bolsillos de esos sobretodos que están allí colgados’. Generosamente, Bianchi lo hizo. Cuando regresé después de un año de ausencia, descubrí que algunos de los habitantes de los sobretodos habían leído mis poemas e incluso escrito acerca de ellos. De esa manera me gané una modesta reputación de poeta”.
Acabo de llegar, no soy un extraño
El libro tiene un cierto aire de do-it-yourself familiar: la hermana hizo el diseño de tapa, el padre pagó la impresión y hay poemas dedicados a Macedonio Fernández —amigo de la casa—, a su cuñado Guillermo de Torre, a su bisabuelo el coronel Isidoro Suárez. Hay también un poema dedicado a Haydée Lange, hermana de Norah, y otro a una misteriosa C.G.
Las dedicatorias de Borges son siempre objeto de debate porque en muchos casos son referencias veladas y también porque su mujer sacó algunas en las ediciones actuales —el “Poema de los dones” ya no es para María Esther Vázquez, por ejemplo—, pero se dice que C.G. probablemente haya sido Concepción Guerrero, un amor de aquel tiempo que todos los amores son amores de primavera. “Agravando la reja está la noche. / En la sala severa / se buscan como ciegos nuestras dos soledades / Sobrevive a la tarde / la blancura gloriosa de tu carne”.
Pero el verdadero objeto de amor —si no de deseo— es la ciudad: Borges, como un típico flaneur se deja llevar por las calles familiares y a la vez extrañas, y se reconoce en los patios, en los aljibes, en las partidas de truco, en las plazas, en las lluvias, en los atardeceres, en los cementerios. Fervor de Buenos Aires forma parte de una tradición tan hermosamente porteña que crece continuamente y que siempre encuentra algo nuevo que decir, y que tiene nombres tan diferentes como Julián López, Martín Kohan, Arlt y Piglia por supuesto, pero también Spinetta, Charly, Pablo Trapero, Alejandro Agresti y la lista es infinita.
“Las calles de Buenos Aires / ya son la entraña de mi alma”, dice el poema “Las calles”, que era el primero del libro. Era. Como todo gran escritor, Borges fue un fundamentalista de la reescritura. Fervor de Buenos Aires tiene una segunda edición en 1943 y una tercera en 1969 en la que, pese a lo que él mismo dice en el prólogo —”No he reescrito el libro”—, hace cambios radicales. Quizá el escritor consagrado mirara al joven que fue y quisiera protegerlo; quizá sintiera envidia por su coraje. La última modificación se dio ya con el volumen de la Obra poética, en donde “Las calles” ya no está.
Ey, qué te pasa Buenos Aires
A fines del año pasado, Penguin publicó la versión facsimilar del original de Mis muertos punk, de Fogwill. Él también, como Borges, intervenía con crudeza sobre su obra y de ese libro había eliminado los cuentos “Testimonios” y “Méritos” —en el que justamente narra el sueño de la madre de Borges—. La recuperación de esos relatos tal vez no le haga justicia al autor del libro, pero sí al escritor: lo complejiza, lo dimensiona, lo historiza. Va a ser muy interesante ver cómo el mismo sello lidia con las diferentes versiones de Fervor de Buenos Aires en la edición conmemorativa.
Fervor tiene su continuación en Luna de enfrente, de 1925. El otro libro refleja un lado B de Buenos Aires. En esos dos años hubo cambios profundos en Borges: en su mirada, en su escritura, también en sus relaciones. La ciudad de Fervor de Buenos Aires no deja nunca de ser íntima; la de Luna de enfrente tiene algo de ostentoso y público. “Nadie vio la hermosura de las calles”, “el temporal fue unánime”, “cuarenta naipes han desplazado la vida”, “la causa verdadera / es la sospecha general y borrosa / del enigma del Tiempo”. De alguna manera Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que Borges haría después: en ese puñado de poemas están sus búsquedas y sus palabras.
Se le ha criticado —lo hizo Adolfo Prieto en un libro quizás un poco apresurado, Borges y la nueva generación (1954)— que cayera en el impresionismo del arrabal y las esquinas de almacenes rosados. Pero para muchos de los que crecimos en una ciudad que tenía un puerto en la puerta y que recordamos a la florista que en un extremo de la calle se emborrachaba con Legui, la Buenos Aires hoy con edificios altos y barrios gentrificados nos llena de extrañeza. Y es en las imágenes de Fervor —y en las Luna de enfrente y Cuaderno San Martín— donde podemos refugiarnos buscando una vida marcada no por el progreso y “las calles enérgicas”, sino por “la dulce calle de arrabal / enternecida de árboles y ocaso”.
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