Hoy nadie escapa a la soledad. En tiempos de fluidez, las chances de contacto son cada vez más grandes, pero las personas no dejan de decir que se sienten solas.
Los vínculos se convirtieron en interacciones. En las redes sociales hablamos de amigos para referirnos a personas que nunca vimos –que tal vez nunca veamos, pero que igualmente nos hacen algún tipo de compañía– y si no asumimos un cambio de perspectiva para pensar las relaciones sociales, corremos el riesgo de caer en una actitud nostálgica.
Sin embargo, el pasado no fue mejor. Parafraseando a Les Luthiers, mejor digamos que “todo pasado fue anterior” y que más bien, para reflexionar sobre las condiciones de estar a solas en el siglo XXI, conviene tomar otro punto de vista. Porque en otro siglo la vincularidad normativa –obligatoria– también producía sufrimiento.
Ahora bien, ¿es lo mismo la soledad que estar a solas? Aquí tenemos una primera vía para una distinción importante. La soledad es un sentimiento, que puede ocurrir incluso ante otras personas, rodeado de otros –”en el fondo estamos solos, en un desierto de gente”, dice una canción de Andrés Calamaro–, mientras que estar a solas es una capacidad, una potencia, la de estar con uno mismo sin sentirse amenazado por tensiones internas.
Detengámonos en este último punto, con algunas aclaraciones importantes.
El origen de la soledad
El humano nace de otro, en otro humano y, durante su primer tiempo de vida, existe en una unidad dual de la que progresivamente tiene que aprender a desprenderse. De este modo, la cuestión de estar solo es un problema desde la temprana infancia. Para muchos niños es un trabajo de toda la niñez, ya sea porque les cuesta dejar de dormir con los padres, porque no pueden jugar (o ir al baño) sin que haya un adulto cerca o, más directamente, porque todo el tiempo le hablan a otro, sin que importe si los escuchan o no. Quizás en esta experiencia de la infancia esté la raíz del placer en el uso de las redes sociales.
No obstante, si todo va bien, el niño descubre su interioridad y, progresivamente, se da cuenta de que los otros no saben qué es lo que él piensa; comienza a guardar secretos o cosas que no quiere decir. También descubre la mentira y, antes que una degradación moral, en este hecho se revela un gran crecimiento psíquico, el de su autonomía (literalmente: darse a uno mismo la ley).
Si la crianza no fue adecuada, el niño tendrá una personalidad dependiente y, con los años, tenderá a buscar el contacto con otros solamente con el fin de no estar solo. Será capaz de resignar sus ideas, por pertenecer a un grupo. Perderá capacidad crítica para no sentirse aislado. Se volverá conformista, sin pensamiento propio y tenderá principalmente a dejarse guiar adaptativamente.
También puede ocurrir lo contrario; que, si en la crianza no se resolvió su autonomía, se convierta en alguien atemorizado por los vínculos, que tienda al repliegue y la desconfianza en el trato con los otros, por temor a reeditar la fusión original. Este tipo de condición es más frecuente hoy en día, cuando una constante en los vínculos es el miedo al compromiso, cuya traducción psíquica está en la fantasía de quedar absorbido por el otro; por eso quienes sufren de este temor, por lo general, viven tratando de pensar qué piensa el otro –verdadero gesto de simbiosis por el cual se quiere entrar en la mente ajena.
Antes de continuar, quisiera enfatizar que dije “autonomía” y no “independencia”, dado que el desarrollo humano no es de la dependencia hacia la independencia, sino que se trata de apropiarse de la dependencia para que no sea absoluta y se la pueda vivir de forma relativa. Así nace lo que propiamente llamamos un “vínculo”, que es la relación con otro en vistas de que nos encontremos a nosotros mismos.
En un vínculo nos realizamos –nos volvemos reales– a través de otro. De este modo, la experiencia de estar a solas no excluye la presencia de la alteridad; de la misma forma que la soledad no es por sí misma una situación de no-vincularidad. Ahora bien, si en los últimos años la soledad se volvió un tema significativo en la reflexión psicológica, es porque aquella cobró el sentido de ausencia de vínculo y pasó a nombrar lo fallido de poder estar con alguien con quien contar psíquicamente, ya sea por falta de implicación o continuidad.
Para la primera acepción de la soledad –vincularidad que no es efectiva, pero con la que se cuenta– quizá quepa mejor hablar de “personas solitarias”, cuya condición no es preciso reivindicar, porque hoy es legítimo que alguien pueda elegir no casarse, no tener hijos, irse de viaje solo, etc. La que llama la atención y requiere esclarecimiento es la segunda acepción, la de quienes sufren por falta de vínculos y quizá pasan sus días en el intento de encontrarse con alguien que se quede o a quien volver.
Una autora fundamental
Para profundizar sobre esta cuestión, voy a comentar un libro que no es muy reciente, pero que, a pesar del paso de los años, es el mejor para esta cuestión: Las nuevas soledades, de Marie-France Hirigoyen, publicado en Francia en 2007 y en Argentina en 2015.
Antes de la recensión de este lúcido ensayo, unas pocas palabras sobre la escritora, ya que se trata de una prestigiosa psicoanalista, que también es autora de diversos ensayos cuya lectura es indispensable para entender los tiempos que corren. Mencionaré tres, que considero como los más importantes.
En 2006, Hirigoyen publicó Mujeres maltratadas: los mecanismos de la violencia en la pareja, que es un libro preciso para iluminar escenas que, en el ámbito doméstico, pueden pasar desapercibidas. Hoy ya es común hablar de violencia económica, por ejemplo, como lo es distinguir entre agresión y violencia, pero en aquellos años este ensayo fue precursor.
En 2012, apareció El acoso moral: el maltrato psicológico en la vida cotidiana, que es una gran guía para detectar procesos de maltrato a los que estamos acostumbrados, por efecto de un modo de vida social que tiende a la instrumentalización de las relaciones, donde el otro se convirtió en desechable.
Cerremos la serie con Los narcisos han tomado el poder, de 2020, que extiende lo visto en los libros anteriores, hacia un ensayo general sobre el narcisismo patológico, uno de cuyos ejemplos a nivel colectivo es –para la autora– Donald Trump.
En términos generales, los estudios de Hirigoyen giran en torno a la perversión y sus formas de aparición (por ejemplo, la manipulación) en una época en que las neurosis –o sea, los conflictos con el deseo– dejaron de ser el modelo de la personalidad “normal” para darle lugar a una crisis vincular, basada en el destrato, la negación del otro y el odio como vía de separación.
La lectura de los libros de Hirigoyen es una herramienta importante, para tener una idea formada sobre temas que se volvieron muy populares en estos últimos años. Por ejemplo, hoy no es raro entrar a una red social y encontrar un montón de información sobre lo que se llama “perversión narcisista”, a partir de la cual se ofrecen criterios de reconocimiento, tips para escapar de sus “garras”, en una nueva versión de la maldad, que parece más un delirio psicótico que una presentación fundada.
Por supuesto, quienes hacen proliferar este tipo de información también sugieren tomar “consultas” con ellos, muchas veces sin contar con un título profesional para el ejercicio –por eso no dicen “sesiones”, o bien son ambiguos respecto de la tarea que realizan, a la que también pueden llamar “asesoramiento”.
En las redes sociales, nos dicen que perversos pueden ser nuestros jefes, los padres, una pareja, hasta los hijos y, en este mundo en el que la capacidad de asombro no tiene límite, una mascota. Leer a una autora como Hirigoyen, que es una profesional seria y además formada en victimología, puede ser una buena orientación para no consumir ese material que, en cierta medida, pareciera estar más al servicio de la autocomplacencia y la victimización antes que en el camino de plantear la complejidad de las configuraciones vinculares.
Leer a una autora como Hirigoyen, que entra en la fibra íntima de los vínculos humanos, es una oportunidad para salir del diagnóstico precipitado y para pensar desde el psicoanálisis –es decir, a partir de la noción de transferencia– que no se pueden usar los términos así como así y, por ejemplo, llamar “psicópata” a cada pareja de la que alguien se separa porque las cosas no salieron como se esperaba.
En una sociedad en que las personas son cada vez menos tolerantes a la frustración y no admiten que sus expectativas no puedan cumplirse, tanto como haber perdido tiempo en un proyecto que no salió, no es extraño que el vocabulario de la perversión se haya vuelto el más popular para cargar las tintas en la búsqueda de culpables.
La perversión, el narcisismo patológico, la psicopatía son temas muy serios y requieren respuestas elaboradas y correctamente tematizadas por investigadores reales, con formación acreditable y no por perfiles de redes sociales que a veces ni siquiera corresponden a personas que usen su nombre y apellido verdaderos.
Ahora sí, vayamos a Las nuevas soledades.
La soledad contemporánea
Comentaré cada una de las partes de este lúcido ensayo, que comienza con una breve introducción, en la que se destacan tres cuestiones: por un lado, el crecimiento de la opción por la soltería en nuestras sociedades, dado que las personas han prolongado sus expectativas de crecimiento compartido, pero también porque –por otro lado– surgió una nueva ilusión: la búsqueda de un compañero ideal.
De este modo, a las personas les cuesta mucho estar en un vínculo sin pensar que podría haber otro mejor. La contracara de esta actitud, está en un gran temor al rechazo y el desprecio, entonces así puede ser que se conserven vínculos solamente con el fin de sentirse amados. No puede pensarse la soledad en esta época sin tener en cuenta que estamos en un mundo en que el creciente egoísmo es la otra cara de la moneda de un gran déficit de autoestima.
Vamos entonces a la primera parte: “Un encuentro imposible”, que está dedicado a las mujeres y los varones. Respecto de ellas, Hirigoyen destaca el valor de la emancipación y el empoderamiento, pero el crecimiento en las responsabilidades públicas y el ámbito laboral no va de la mano de una elaboración psíquica de la vida afectiva.
Las mujeres independientes del siglo XXI llegan tardíamente a preguntarse qué harán con el deseo de hijo, de la misma forma que viven durante años en una especie de adolescencia prolongada, hasta que llega el tiempo en que no es tan fácil librarse del peso del término “sola”. De la misma manera, la narrativa con la que leen su experiencia no es la de un tiempo de madurez que les permitirse orientarse hacia el futuro, sino a partir de vivencias infantiles insuperables. Sin embargo, ¿se trata de vivencias “insuperables” en sí mismas, o porque no se ha crecido lo suficiente como para resignificarlas?
Por el lado de ellos, los términos que usa Hirigoyen son “inseguridad” y “desconcierto” como un modo de situar la crisis de la masculinidad que aqueja a nuestra época. Cada vez son menos los varones que quieren ser padres y los que aceptan tener un hijo más bien se ubican en un rol de asistente o cuidador. Asimismo, los varones todavía más frecuentemente tienen en la infidelidad la fuga hacia un deseo que no logran hacer congeniar con la idea de pareja, por el modo en que rápidamente se les instala el modelo materno. Pero también aquí tenemos una dependencia juvenil, si consideramos que el uso de pornografía se volvió la nueva vía de tener amantes, múltiples, de distintos países –cuando este regodeo no está en el escarceo por chat con alguien a quien nunca se verá. Así los varones se han vuelto seductores a los que no se les puede pedir mucho sin convertirse en una intensa.
La segunda parte del libro se titula “Solo en un mundo competitivo” y allí desarrolla el modo en que el trabajo se convirtió en una rutina cotidiana, que nos acompaña de regreso a los hogares, para seguir trabajando incluso en esos tiempos que podrían haber sido para el ocio; si no ocurre que tareas de esparcimiento toman el relevo de la rutina (ir al gimnasio o a correr, etc.).
De este modo, nos la pasamos haciendo cosas, trabajamos de forma permanente, a veces con escasa remuneración, pero es que la función del trabajo ya no es identitaria, sino de sostén de autoestima, a lo que se agrega la creación de usuarios virtuales y vidas paralelas en las redes, en busca del refuerzo narcisista que haga creer que la vida tiene sentido, porque otros interactúan con nosotros.
En este contexto de competencia, ya no se trata de la búsqueda de un proyecto personal, a partir del conocimiento personal, sino de responder al mandato de felicidad, mostrándose alegres todo el tiempo posible, que es lo mismo que verse “consumibles”, porque si algo tiene la sociedad de consumo actual es que el consumidor es un objeto más ofrecido en el mercado del deseo y si está solo, alcanzará con que se muestre acompañado.
La ilusión de compañía es el placebo actual para el sentimiento de soledad, que no se trata con una búsqueda interna o existencial –aunque proliferen como nunca las recetas de autoayuda, para llegar al verdadero yo que, paradójicamente, es idéntico al de muchos otros–, sino con una pantalla.
Así llegamos a la tercera parte del libro, que coincide con el título del libro y realiza una descripción de cuatro puntos para una evaluación prospectiva: primero, ¿evitar el fracaso no es también una manera de reprimir el deseo? Si no volvemos a las pasiones existenciales, como la angustia, ¿podremos llegar a una idea de identidad que no sea superficial? Segundo, ¿a dónde fue a parar la sexualidad? En un mundo de deseos débiles, cada vez más personas retroceden ante el sexo y hasta surgió la figura de la “asexualidad”. ¿Es indispensable que el ser humano sea sexuado, en un mundo en que la reproducción ya no necesita el encuentro de los cuerpos? Plantear este tipo de preguntas es de crucial importancia para pensar el horizonte futuro de la humanidad.
En tercer lugar, como dije al principio, la capacidad de estar solo es una potencia y no se relaciona con estar efectivamente con otros, sino con una apertura a la vincularidad. Si en este siglo no recuperamos la importancia de la interioridad y de la posibilidad de ser nosotros a partir del encuentro con una instancia de alteridad, no muy lejos viviremos como robots que solamente reaccionan y responden a estímulos en función de circunstancias; por lo tanto, es hora de volver a preguntarnos qué es un lazo verdaderamente humano.
Por último, existe la soledad elegida, que no se basa en un repliegue ni es una forma de aislamiento, dado que conserva la disponibilidad para los demás. Elegimos la soledad para ciertos procesos psíquicos personales, pero también en un vínculo, como cuando tenemos que aceptar que amar al otro es reconocer que una parte suya es inaccesible. Porque ni siquiera el amor, la más fusional de las pasiones, consigue hacer que dos se vuelvan uno. Hay un fondo de soledad, por el solo hecho de existir, que a cada uno le toca ver cómo manejará.
En un vínculo nunca dejamos de ser dos, unidos por una resistencia a la integración. Ser dos soledades unidas no es lo mismo que dos personas solas que no pueden separarse.
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