Medea se encuentra viviendo como refugiada en Corinto. Es esposa y madre de dos niños. Su esposo, Jasón, el líder de la expedición marina que la arrancó de su tierra natal, Cólquide, acaba de dejarla para desposar a otra mujer, la hija de Creonte, el hombre más poderoso de Corinto. Por añadidura, este ha determinado el destierro de Medea y sus hijos con el fin de proteger las bodas de su hija con Jasón.
Una mujer ordinaria no tendría más remedio que conformarse con los hechos. Ahora bien, Medea no es una mujer cualquiera. Es una mujer “portentosa”: es nieta de Sol, el dios que nace en Oriente, y sobrina de la hechicera Circe, a la que Ulises se enfrenta en su retorno a casa en La Odisea.
La palabra “portentosa” pretende traducir la forma singular femenina del adjetivo griego deinós, que es de suyo ambivalente. Significa “terrible”, “terrorífico”, “espantoso”, pero también “hábil”, “inteligente”, “extraordinario”. En castellano podemos decir de alguien que es un “monstruo” y, según el contexto, sabremos a qué se refiere (si lo es por lo negativo o por lo positivo).
En la tragedia de Eurípides que expone la historia de Medea –en la que nos centraremos aquí–, el contexto de uso del adjetivo es una larga exploración de la ambivalencia del término. Medea es una mujer tan inteligente como aterradora.
Una estrategia de destrucción total
Medea traza un plan de venganza. Y este plan lo cumplirá caiga quien caiga, ella misma incluida. Una vez que ha llorado hasta agotar las lágrimas por el abandono y la afrenta de Jasón, Medea diseña una estrategia de venganza que fulminará a su ofensor como el rayo fulmina al roble durante la tormenta: al final no queda nada, solo polvo y ceniza.
Para hacer de Jasón polvo y ceniza, Medea proyecta la aniquilación de aquello de lo que depende su futuro: los hijos, tanto los que ya son como los que podrían haber sido tras el nuevo casamiento. Medea no se venga de Jasón asesinándolo –los muertos serán Creonte, la novia y sus propios niños–. Lo que hace es reducirlo al más completo sinsentido, a la soledad y esterilidad de quien muere sin descendencia (ya que los hijos son la perpetuación de una estirpe y una casa célebres).
Las artimañas de la inteligencia
Para consumar la venganza, Medea debe asegurarse dos cosas: un aplazamiento del destierro y un lugar de asilo que la acoja una vez perpetrados los asesinatos. Ambas las logra gracias a su sophía, palabra griega que se refiere a la astucia, la perspicacia, la habilidad, la competencia, la destreza. “Sabia” es la mujer que encuentra salida donde parece no haberla, y remedio en una situación aparentemente sin él.
Medea lo ha perdido todo (su tierra natal, su honor de esposa y madre, su tierra adoptiva), todo salvo su sophía. Pero debemos preguntarnos si no será precisamente por esas circunstancias por lo que Medea es la mujer portentosamente “sabia” que la tragedia de Eurípides hace aparecer.
Adula, finge, simula, persuade, suplica, promete, engaña, manipula. Los hombres que figuran en esta obra griega sucumben, todos sin excepción, a la extraordinaria elocuencia de Medea.
Así, Creonte se ablanda y cede a las súplicas (concédeme un día más), permitiendo que Medea asegure su primer objetivo. A continuación, Egeo, el soberano de Atenas, aparece de improviso (¿o es tal vez fatalidad?). Medea le suplica y él se compromete solemnemente a garantizarle asilo en Atenas. Ya nada más necesita para ejecutar el plan.
El primer viaje marítimo
El campo semántico de la estrategia, la deliberación, el diseño intelectual, la maquinación y la trama abundan en Medea. Su protagonista sobresale en la elaboración de discursos eficaces y en la estrategia militar. También destaca en dos campos de acción que por norma son competencia masculina: el homicidio y la navegación.
Motivos y expresiones propias de la guerra proliferan en el monólogo que antecede al asesinato de los niños: ¡Ármate, corazón! ¡Agarra ya la espada!. El vocabulario y las imágenes del arte de la navegación resultan asimismo prominentes: ¡Ojalá del Argo no hubiera volado nunca el casco a través de las Simplégades azules hacia la tierra de los cólquidos!
Así empieza Medea, con el deseo de borrar la historia desde su raíz: que la madera del bosque no hubiera equipado con remos los brazos de los mejores hombres, ni estos hubieran partido nunca en el Argo, la primera de las embarcaciones, en busca del vellón de oro. La captura de esta misteriosa piel de carnero oculta en un país desconocido fue la excusa de Jasón y los argonautas para cruzar el mar por primera vez.
Sin ese viaje, Jasón no habría conocido a Medea, ni los hubiera unido nunca el delirio del amor, ni ella se hubiera convertido en la emigrante sin casa ni tierra que navegó a la Hélade, a la orilla contraria, sobre el agua nocturna, a través del mar, por la puerta impenetrable del océano.
La dueña del aire
Medea no solo ha roto con la tierra; no solo ha conquistado el mar junto a los héroes argonautas, a quienes acompañó y aconsejó durante el camino de regreso, sino que, al final, se adueña incluso del aire. Una vez cumplida la revancha, a Medea solo le queda irse. No se sabe cómo abandonará Corinto huyendo del castigo por tamaños asesinatos, pero el suspense se resuelve de forma inesperada.
Jasón dice con sarcasmo: tendrá que esconderse bajo tierra o levantar a la hondura del éter un cuerpo alado, si no indemniza a las casas de los soberanos. Y así es: suspendida en el aire y encaramada a la carroza de Sol, un regalo del padre de su padre, Medea anuncia la parada siguiente en lo que parece ser una travesía interminable.
Pondrá rumbo a Atenas, la ciudad que se precia de ofrecer cobijo a todos: los exiliados, los proscritos, los asesinos, los que se han quedado fuera de la ley y son, justamente por eso, lúcidos, sabios, sofistas, filósofos.
Este artículo fue originalmente publicado por The Conversation.
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