Hace “más o menos veinte años”, mucho antes del éxito del su primera novela, Una muchacha muy bella, el escritor argentino Julián López había empezado otra obra muy distinta. Tenía unas 80 páginas de una extraña historia gótica sobre una pareja de médicos en la Europa del Este de fines del siglo XIX pero, como dos de sus amigos “no le encontraron ningún valor”, quedaron olvidadas en una casilla de mail que no usó más.
Por dos décadas, sin que él lo advirtiera, en la oscuridad virtual de lo obsoleto todavía respiraba el comienzo de El bosque infinitesimal, su última novela publicada en 2022 por Random House. Un día de diciembre de 2020, mientras buscaba algo para leerle a una amiga ante su pandémica propuesta de intercambiar lecturas por Zoom, se topó de casualidad con esa historia y, lejos del pavor que suele generar la propia escritura ante el paso del tiempo, se rió.
A pesar del desinterés de sus amigos que lo había alejado en un primer momento del texto, esta nueva lectura después de años de reposo lo sumergió con rapidez en ese universo narrativo. Confinado como todos en su casa, el autor de la Ilusión de los mamíferos retomó lo que podría haber sido su primer libro y se dispuso a terminar de escribir su tercera novela, El bosque infinitesimal, en la que un joven médico, su anciano tutor y una sumisa asistenta secuestran a un vagabundo de porte monumental con el fin de ganar la “guerra de la ciencia contra la deformidad y el infortunio”.
“Publicar un libro siempre es un momento de bastante intensidad, la culminación de una parábola que, en mi caso, lleva mucho tiempo. Los libros son cristalizaciones de períodos de mucha complejidad en lo personal. Pero no enloquezco, estoy tranquilo. Soy un tipo grande, no tengo más las ilusiones y las expectativas de la juventud, de ese ‘ay, ahora que saqué un libro…'”, dice Julián López en entrevista con Infobae Leamos.
Luminoso y de techos altos, el departamento del barrio porteño de Barracas en el que vive disimula el calor agobiante que, a diferencia del resto, no se toma vacaciones en la ciudad. Antes de sentarse en su escritorio, en el que hay desparramados libros de Donna Haraway y Anne Dufourmantelle, una copia de la Ilíada y un colorido mazo de tarot, les saca una foto a las cartas recién tiradas y las guarda. Solo llego a reconocer la del Colgado, que representa la entrega total, y la tomo como un buen augurio.
-Sos un escritor que se toma su tiempo para publicar, algo raro hoy en día. ¿A qué se debe esta paciencia?
-Para mí escribir es muy difícil y me interesa que sea así. No querría que fuera de otra manera. Tengo la suerte de que me publiquen. Eso me permite el lujo de no tener que plantearme una carrera. No tengo ilusiones de armar una obra ni una figura de escritor, eso la verdad no me interesa. No estoy especulando con lo que tendría que hacer ahora, cuánto tendría que escribir para participar de esto, de aquello. Hasta ahora, mis libros funcionan por sí mismos, me aseguran la publicación y, con eso, una tranquilidad que de otra manera no tendría.
-Tus otras dos novelas, Una muchacha muy bella (2013) y La ilusión de los mamíferos (2018), fueron muy exitosas. ¿Te corre de alguna manera la editorial? ¿Tenés libertad para publicar lo que quieras?
-Con la editorial sí, incluso hasta me puedo pelear. En todo caso, el problema de la libertad de escritura es qué puedo hacer yo. De hecho, si vos ves mis novelas son las tres bastante distintas entre sí. No hay imposiciones para nada. Si hay sugerencias, ideas, son del terreno de la discusión, del debate, y eso está buenísimo. Muchas veces tenés que defender algo que no sabés bien qué es.
-Esa diferencia que marcás entre tus tres novelas es poco habitual hoy por hoy, en un contexto en el que suele suceder que pegarla con un libro se traduce en la condena de repetirlo una y otra vez.
-Y sí, está bien, ¿no? Uno sueña lo imposible: comprarse una casa. Eso rara vez sucede para un escritor. Entonces, si la pegaste con algo, creo que es una decisión muy inteligente intentar repetirlo. A mí no me sale. Si supiera, ¡ni lo dudaría! Yo no tengo casa.
A Julián López lo rodea una inmensa y rebalsada biblioteca que, ante el primer halago, no duda en aclarar que no es suya. La dueña de la casa en la que vive hace alrededor de cinco años la dejó a su cuidado y él, respetuoso del orden ajeno, siempre prefirió admirarla con los ojos y no tocarla demasiado. Su biblioteca, de menor tamaño pero visiblemente más viva, está apartada. Sobre ella descansan, apiladas en un rincón, las distintas traducciones de Una muchacha muy bella, su novela debut publicada en 2013 y ambientada durante la última dictadura, que alcanzó un gran éxito en Argentina y fue, además, editada en países como Francia, Holanda y Estados Unidos.
-Tus otras dos novelas transcurren en Argentina. ¿Cómo surge la idea de El bosque infinitesimal y su lejanía espacial y temporal?
- La empecé a escribir hace 20 años. A finales de los 90 una de mis hermanas me regaló un libro precioso de Jorge Salessi, Médicos, maleantes y maricas, que aborda, a fines del siglo XIX y principios del XX, el surgimiento de las ciencias médicas y el higienismo en Argentina, que es la forja final de la patria. Esa es una época que me deslumbra, así como su idea de que es posible un enamoramiento absoluto con la luz. Me interesa mucho ese despliegue en Argentina de la ciencia y la tecnología, muy deslumbrante, muy alucinante, pleno de saberes, del que sin embargo salen, también, cosas como la invención de la picana.
-¿A qué se debe entonces la elección de Europa del Este?
-A mí me fascina ese momento de la cultura de fines del siglo XIX con la aparición de Freud y el psicoanálisis, la invención de la novela familiar, el inicio de la gran factoría universal occidental. La idea de Europa del Este fue aprovechar la lejanía de ese lenguaje mitteleuropeo, de esa exaltación de la idea de cultura. Y para que fuera así, bien “falopa”, digamos, todo tenía que ser ciertamente extraño, de otro modo esas extrañezas habrían resultado demasiado disonantes. No podía ser París o Roma. Esta es una novela en la que todo el tiempo está la propuesta de mirar con la cara torcida.
-¿Qué fue lo primero que escribiste de El bosque infinitesimal hace ya dos décadas?
-El encuentro entre estos dos médicos con Gudmundsdöttir (el vagabundo que secuestran). El protagonista, un médico joven, es un tipo al que si le sacás el humor y la verdad de que es un boludo a pedal, es solo un odiador, de estos que tanto pululan hoy en día: gente profundamente idiota que vive y adopta la idiocia como valor moral. Eso también habla de una fractura en el despliegue cultural que genera monstruos cobijados por los medios que son capaces de decir y promover cualquier cosa, capaces de ver el sufrimiento del otro y pensar que está bien que el prójimo sufra, que muera, que desaparezca. Lo pensé con esas características: un tipo profundamente malo y profundamente idiota.
En El bosque infinitesimal, el narrador y protagonista es el epítome del higienismo de fin de siglo XIX: un médico que enarbola la bandera de la ciencia y enmascara su propia mediocridad con su tan iluso como difuso cometido de librar al mundo de la enfermedad y la pobreza, que son para él dos caras de una misma moneda. Obsesionado con la luz y la pureza, este médico enceguecido por el faro resplandeciente de la ciencia y la academia terminará enamorado de aquello mismo que quiere erradicar, representado por este vagabundo sin lenguaje y lleno de pústulas con un “choto descomunal” tan grande que, en su punta, comprende también al genital opuesto.
Al recordar estas escenas, Julián López se ríe. “Todo el tiempo es una novela falopa, ¿no?”, comenta, en las antípodas de la solemnidad con la que suele hablarse de su obra. A sus espaldas, la luz entra por todos lados.
-El libro empieza y termina con una luz, y esta tiene una importancia fundamental en la novela. ¿De dónde viene esa fijación?
-En mis libros siempre hay algo con la luz. No lo pienso, pero pasa. En la primera novela hay una luz demasiado blanca que no permite que el protagonista vea la escena. En la segunda, hay toda una cuestión alrededor de la luz del atardecer. Meteoro, el de poemas, es prácticamente un libro sobre la luz. Y acá está toda la idea de la luz y las posibilidades de que pueda ser intervenida para lograr la salud, y que finalmente la única que adviene es la del fuego, una luz tan blanca que incinera. El libro empieza con la idea de la luz azul que sana y termina con un blanco que lo cubre todo. La perfección absoluta de la luz, y la imposibilidad también absoluta de operar sobre ella.
-¿Cómo se relaciona todo esto con el momento de plena pandemia en el que terminaste de escribir El bosque infinitesimal?
-La pandemia fue un momento muy heavy del discurso hegemónico de la ciencia a la par de otros discursos absolutamente psicóticos para el momento. Porque yo puedo discutirle a la ciencia su hegemonía, pero no en el momento en el que me tengo que dar la vacuna. Ahí ni lo dudo. Se trata de la complejidad de una trama, no importa lo que yo piense. A menos que me estén ingresando ese “chip de Movicom”, como decían los locos y las locas por entonces (¡tengo una amiga que dice eso!), para mí es una locura. No sirve la salvación bolsonarista de mirar al cielo y pedir que me vengan a buscar.
-Hablando de Bolsonaro, ¿qué tanto hay del siglo XXI en esta historia del siglo XIX?
-La semana pasada vi un video de dos señoras que le pedían a Patricia Bullrich que hiciera “limpieza de verdad”. Eso es el horror, el espanto. Y Bullrich utiliza ese terror que circula para un posicionamiento en el poder, desde el poder, de un discurso anti-pibe que está cada vez más vivo. Por otro lado, a mí me alucina la góndola de artículos de limpieza: el despliegue de ciencia que hay ahí. Recuerdo que cuando era chico, el jabón en polvo que había que usar, el más efectivo, se llamaba Drive, y venía con “verdes enzolves”, unos bichitos que morfaban la mugre, hacían desaparecer la suciedad, ¿me explico? Es una locura la idea del blanco, una locura total.
-Pero el personaje principal se topa de lleno con los límites de la luz y la pureza.
-Ante la imposibilidad de conseguir la luz total… la muerte. Cuando este chabón se da cuenta de que no hay manera, de que en realidad está recontraenamorado del vagabundo, este ser lleno de pústulas que es todo, lo tiene todo, llega a una idea de satisfacción.
-De satisfacción y de lo salvaje. Está este médico que, a partir de la ciencia, quiere llegar a lo blanco y a lo puro, y va tendiendo cada vez más a lo animal, que de todos modos deviene en algo blanco, resplandeciente, luminoso…
-Luminoso y a la vez muerto, ¿no? Por eso te digo, el siglo XX, tan alucinante, con ese despliegue de la ciencia y la técnica, también es Auschwitz, también es la dictadura argentina. Es el siglo de las masacres, ¿no? Tenés el discurso lumínico y resplandeciente de la ciencia con sus jabones para lavar cada vez efectivos mientras hay, también, cada vez más pobres en el mundo.
-¿Cómo te llevás con el concepto de “prosa poética” que le suelen adjudicar a tu obra?
-Un poco me rompe las pelotas que me estén llamando “narrador poeta”. Son ordenamientos del mercado. Yo no soy un narrador poeta. Yo escribo lo que puedo y como puedo. Sí, por su puesto, no puedo concebir la escritura sin jugar lo más a fondo que pueda con la idea de la lengua, y no me interesa la escritura que no hace eso, no la leo. Una vez dije, y esto es medio ampuloso, que yo necesito que lo que leo sea como un animal que estoy llevado y que está todo el tiempo al borde de escapárseme.
-Aunque a raíz del complejo trabajo sobre el lenguaje este es un libro en el que cuesta entrar (siguiendo la metáfora vegetal del título podría llamarse El impenetrable chaqueño), a medida que avanza El bosque infinitesimal se planta como tu libro menos solemne, más disparatado y gracioso. ¿Cómo manejaste el humor?
-La novela está atravesada de apellidos de psicoanalistas, antropólogos y ocultistas mezclados con guiños a Cristian Castro, Björk, Ornella Vanoni, Angelo Paolo (una marca de ropa grasa que había en los 80), Esperando la carroza, todas referencias que desentonan entre sí. Es una novela muy pop en ese sentido. Si pienso en mí, un tipo sin preparación académica, finalmente mi academia fue el pop, la canción romántica italiana.
-Para terminar, ¿hay algo que te gustaría escribir que tengas pendiente?
-Sí, pero creo que no lo voy a lograr: me encantaría escribir una novela que no diga nada.
Seguir leyendo: