El siguiente artículo es parte del contenido del libro Muchachos, que cuenta a los Campeones del Mundo a través de crónicas, perfiles y fotos y que puede descargarse gratis en Bajalibros.
Emiliano Martínez perdió el nombre en su camino a la idolatría. Ahora sólo es el Dibu.
Los datos biográficos, el derrotero, ya son conocidos por casi todos, dada la magnitud del personaje; es material googleable y no hay mucho más para decir al respecto. Las inferiores de Independiente, la tutela de ese prócer del arco (y la decencia) que es Pepé Santoro, las selecciones juveniles, la mudanza a Inglaterra a los 16 años, la larga espera de su momento en el Arsenal, los préstamos fugaces a equipos de otras divisionales, el paso poco memorable por el Getafe, el regreso al Arsenal y las escasas participaciones, el Aston Villa, la Selección.
Su personalidad se forjó en el desarraigo temprano (de Mar del Plata a Avellaneda, de Argentina a Inglaterra) y en la soledad. Se fue al fútbol inglés con un objetivo, con una obsesión: triunfar. En algún momento de esos diez años en los que no lograba establecerse, en los que siempre aparecía algún arquero con más nombre que él para ser titular, las dudas erosionaron su confianza. Tal vez, debe haber pensado, no era tan bueno como creía. Ni en los equipos del Championship –la segunda división inglesa- ni en el Getafe español logró asentarse: ahí también lo ponían como suplente. Sin embargo, alguien en el Arsenal seguía creyendo en él.
No le decían Dibu, ni siquiera sabían que lo habían bautizado así por su parecido con el personaje animado de Mi Familia es un Dibujo: las pecas, el pelo rojizo, la personalidad expansiva y revoltosa.
Tuvo dudas, recurrió a ayuda profesional, pero siempre (aun contra las evidencias) siguió confiando en él. Cuando, por fin, tuvo su posibilidad no la desaprovechó. Las lesiones simultáneas de los arqueros que estaban delante suyo– la última fue la del alemán Bernd Leno- le dieron la chance de, en plena pandemia, ser titular durante un tiempo en el Arsenal por primera vez desde que llegó. El Dibu esperó una década ese momento.
El banco de suplentes puede enloquecer a un arquero: entrenar, cambiarse cada partido, precalentar, no saber si tener que sentir adrenalina o no antes de un partido, ver los encuentros deseando en cada choque que tu compañero se lesione o que ataje muy mal para tener una oportunidad. Y repetir esa rutina semana a semana durante años, mientras la hiel de la frustración y de los malos deseos lo erosiona por dentro.
Si no lo enloquece puede hacer algo peor: aburguesarlo, convertirlo en un oficinista del arco, hacerle bajar la intensidad de los entrenamientos, perder interés. Y hay también una tercera posibilidad: el banco de suplentes puede alimentar a una fiera, puede ser el combustible que haga estar al arquero siempre atento porque sabe que cuando se presente la oportunidad deberá aprovecharla, que será una sola, que deberá hacerse notar.
Y eso hizo Dibu cuando Leno se lesionó. Fue clave para la obtención de la FA Cup y mantuvo el arco invicto en los partidos de la Premier que le tocó jugar. El Aston Villa se fijó en él y pagó 20 millones de dólares, la cifra más alta pagada por un arquero argentino en la historia. En el Aston Villa se consolidó como titular. Ya no salió y por primera vez jugó una temporada entera a los 28 años.
Scaloni lo llamó y otra vez, la fortuna que le había sido esquiva tanto tiempo, lo ayudó. Armani tuvo el Covid más largo de la historia y Dibu empezó la Copa América como titular.
De nuevo, una vez que ocupó el arco, ya no volvió a salir. Moraleja: a los que tienen mucho apetito, a los que tiene hambre rezagada, a los voraces esas oportunidades no se le escapan. Mirá que te como. Los penales, la titularidad, la Copa América, el odio de los rivales, el respeto y el cariño de los compañeros.
Dibu Martínez atajó en la Selección, desde el primer día, como si el arco siempre hubiera sido suyo.
En el Mundial fue determinante como pocos arqueros en la historia moderna de la competencia. No tuvo demasiadas intervenciones pero fueron en los momentos oportunos y de alta complejidad. Tal vez sólo Fillol haya sido más influyente en un título mundial argentino. El tiro libre frente a México cuando el partido estaba 0-0, el mano a mano en el último minuto ante el delantero australiano, los dos penales frente a los holandeses, la tapada imposible a Kolo Muani en el minuto 123 de la Final –el día que se escriba el libro de esa intervención el título debería ser “El botín izquierdo que salvó a un país de la desintegración”, el Dibu como el anti Jim Jones-, el penal atajado a Koman.
Una vez que el equipo se repuso de la derrota en el primer partido, el arquero habló públicamente de su psicólogo personal, de las charlas con él que ayudaron a centrarse antes de cada partido. El Mundial ganado magnifica cada declaración. El psicólogo del Dibu fue hashtag (y supongo que debe tener una lista de espera de pacientes de más de un año).
Sin embargo, Martínez hace varios años que trabaja con él. Recurrió al profesional cuando sintió que no jugar le estaba haciendo perder el foco, que estaba a la deriva. Eso y el nacimiento de su primera hija le brindaron el equilibrio que le faltaba.
A aquellos que escuchen sus diálogos con los delanteros antes de un penal -una conducta que ahora mismo la FIFA revisa y hasta podría sancionar-, a los que vean sus bailecitos después de atajar un tiro de los doce pasos o, peor todavía, a los que observan esa propensión a los gestos procaces cada vez (en cada torneo jugado para la Selección hasta ahora) que recibe un premio a la labor individual les puede resultar extraño y hasta inverosímil leer que Dibu Martínez demuestra un gran equilibrio en el arco.
Sale a tiempo, descuelga centros difíciles con serenidad, espera hasta último momento en los penales (algo fundamental hoy), mira al delantero que lo enfrenta sin dejarse llevar por el impulso, se repone con velocidad de un gol en contra. Que el ruido mediático, sus desaires a rivales y su manía de utilizar los premios como juguetes sexuales no tapen sus condiciones técnicas como arquero.
Fuerza de piernas, gran juego aéreo, personalidad, ascendencia sobre compañeros y rivales, y reacción y timing, achicando el ángulo de tiro y poniendo en juego sus reflejos, en los mano a mano. Se trata de algo inusual en estos tiempos en los que los arqueros creen que alcanza con someterse al delantero quedándose quieto ante su definición.
A nadie le quedan dudas de que ya es más que un arquero. En sus sueños en la pensión de Independiente o en los primeros años en Inglaterra podía haber lugar para imaginarse levantando la Copa del Mundo. Eso sueñan todos los jugadores del mundo, aunque carezcan del talento necesario. Lo que nunca pudo haber imaginado es que sería un ídolo popular y un sex symbol. Cada gesto, cada mirada, cada publicación en las redes, cada declaración provoca oleadas de pasión que exceden lo futbolístico.
El antecedente en el fútbol argentino de un caso similar tiene 32 años de antigüedad u ocho mundiales de distancia: se produjo un boom parecido con Sergio Goycochea y los penales de Italia 90. Pero en esos tiempos no había redes sociales que multiplicaran exponencialmente los efectos, y en Italia tampoco hubo copa.
Dibu Martínez ya se metió en la historia. Odiado por los rivales, amado por el público (argentino) y, algo no menor, por sus compañeros. El Palo de Resenbrink prescribió. Las nuevas generaciones tienen a partir de ahora su propio ícono de sufrimiento y salvación: la tapada de Dibu a Kolo Muani en el minuto 123 de la Final más grandiosa de la historia. Ese botín izquierdo (otro más) que nos hizo tan felices.
Seguir leyendo: