La Buenos Aires que el escritor, abogado e investigador argentino Carlos Manfroni describe en su nueva novela, La rebelión de la ópera, es muy distinta a la actual. El Gobierno porteño está en manos de un partido radicalmente progresista que, entre otras limitaciones a las libertades civiles, prohibió la ópera -vista como un género patriarcal-, y clausuró el Teatro Colón, al que utilizan sólo los 28 de diciembre para una triste ceremonia.
El Obelisco fue demolido por ser considerado un monumento machista y los nombres de las calles fueron cambiados por apellidos de destacadas personalidades de izquierda o nombres indígenas. Toda la población es vigilada al extremo, hay micrófonos y cámaras incluso en los baños particulares, y se conoce el itinerario de cada habitante de la ciudad. Además, están prohibidas las manifestaciones de amor en la vía pública y no se permiten los nacimientos.
A esta Buenos Aires vuelve en 2028 el protagonista de esta novela, cargada de suspenso, drama, ironía y romance, después de pasar diez años preso en La Habana, Cuba, acusado injustamente de tráfico de drogas. Junto a su reciente esposa, emprenderán una épica revolución pacifista, una especie de cruzada antiprogresista, llamada la rebelión de la ópera.
Después de publicar libros como Montoneros: soldados de Massera, Propaganda Due y Los otros muertos, Manfroni regresa con una novela atrapante que desafía a la ideología progresista, presentada en La rebelión de la ópera como un mecanismo de opresión y sofocamiento de la libertad individual.
Así empieza “La rebelión de la ópera”
Un camino pálido comenzó a las cinco y media de la mañana a desplegarse sobre el piso, igual que todos los días, cuan do los mosaicos penumbrosos y tembleques de El Pitirre cobraban algo de vida ilusoria. Aquella clara de huevo que se volcaba desde el ventanuco miserable hacia una sartén ennegrecida servía para recordar a cada uno que existía un mundo que estaba prohibido para los de adentro y, en realidad, también para los de afuera.
Andrés se dio el lujo de desperezarse y recoger sus pocas cosas con la calma de quien siente que su vida ya fue desperdiciada y que no sabe qué hacer con el resto de ella. Los gritos de los guardias que ordenaban formaciones no tendrían poder sobre su voluntad desde ese día. Cuando lo detuvieron, en 2018, después de haberle metido trescientos gramos de cocaína en la mochila, todavía vivía Raúl Castro.
Le aplicaron el 190 del Código Penal cubano, por tráfico de drogas. ¡A él, que con veintiocho años en aquel momento, ni siquiera había dado una pitada a un cigarro de marihuana! Diez años le dieron y los había cumplido rigurosamente, en todos los sentidos. Después de los tres que estuvo en la cárcel de Holguín, mordido por perros furiosos únicamente superados por los carceleros, aquellos siete años en la pocilga de El Pitirre le parecieron un alivio, no obstante los golpes y las torturas de los que nadie se salvaba en cada una de las doscientas prisiones de la isla. Y esto sin contar la primera semana, cuando lo encerraron en un nicho mortuorio con el techo a treinta centímetros de su cara y la espalda sobre un piso de piedra por el que el agua se deslizaba sin detenerse. Pretendían que les dijera quién lo había envia dodesde la Argentina a averiguar datos sobre las drogas en Cuba y no podían aceptar que se tratara de un historiador independiente.
Andrés no había llegado a La Habana con prejuicios. Era un socialdemócrata algo escéptico de las cosas que contaban los exiliados y, aunque criticaba la falta de libertad del régimen cubano, algunos testimonios le parecían exageraciones. Viajó, como tantos, para disfrutar de las playas de las que únicamente gozan los turistas y nunca se propuso investigar; pero ciertas conversaciones con las jóvenes que se ofrecen por centavos y su curiosidad de laboratorista lo embarcaron en una obsesión que no duró más que unos días.
Los pagos a las delaciones llevaron a la policía la noticia de sus preguntas en apenas una semana. No bien salió de su hotel, cayeron sobre él como una manada de mandriles, lo golpearon y lo metieron en una caja. El juicio fue poco más que un trámite de formularios, con la sentencia dictada de antemano.
Después de las manifestaciones callejeras que fueron creciendo a partir de 2021 al son de las estrofas de “Patria y vida”, hacía dos años que habían liberado a la mayoría de los presos políticos, pero a él lo habían encarcelado por narco y quedó al margen de esos beneficios.
La voz del carcelero interrumpió aquellos recuerdos.
—Andrés Barros —gritó desde el pasillo Raúl, el único que siempre lo había tratado con humanidad. Le ha bían puesto ese nombre por el hermano de Fidel, porque su familia decía que era más tranquilo y menos bravucón; pero Raúl, el carcelero, era ya como aquellos suboficiales viejos, llenos de mañas, a quienes todo les da más o menos lo mismo mientras los dejen en paz.
Por eso, a lo largo de esos años, conversaba cada tanto con Andrés, aunque cuando escuchaba su alegato sobre la forma en la que cayó preso, lo hacía con más indiferencia que interés. Después de todo, en esa isla, la inocencia y la culpabilidad estaban demasiado mezcladas como para esforzarse en distinguir las. Sin embargo, cada vez que pudo, lo ayudó con algún mendrugo más de los que recibían los otros internos o con un consejo.
—¿Y qué creías? ¿Que porque naciste en el mismo país que el Che te ibas a salvar? —le había dicho a poco de conocerlo.
Andrés se encaminó hacia la puerta mientras Raúl movía la pesada argolla de llaves para abrir la celda.
—¿Qué bolá? ¿Es que no llevas apuro o quieres quedarte otros diez años?
—Ni siquiera sé adonde ir —le contestó el preso, quien estaba a media hora de su libertad, sin quejarse, como al guien que comenta un dato intrascendente.
—Ahora mismo debes pasar por la oficina a que te hagan los papeles y después te diría que vayas al consulado de tu país a que te tiren un cabo.
—Puede ser —le respondió Andrés con una sonrisa, aun que sabía bien que no acudiría allí.
—¿Y cómo vas a ir? —preguntó Raúl, con una mezcla de solidaridad e ironía.
—Voy a coger botella. —Andrés contestaba como quien suelta un dato obvio.
—¿Coger botella? —rió Raúl—. ¡Estamos en 2028! ¡Ya no hay carros del Estado para la gente que anda por la calle!
—Pues ahora a ti te pido que me tires un cabo —apremió Andrés.
Raúl entrecerró los ojos como queriendo decir: “Ya me veía venir esto”.
—Vamos, vamos —bromeó su prisionero—, que los carceleros ganan más que los médicos en Cuba.
Raúl sacó de su chaqueta noventa pesos arrugados y extendió su mano.
—¡Sirvió Rodríguez! —gritó Andrés—. ¡Muchas gracias!
—No te alcanzará más que para cinco kilómetros —le aclaró el donante.
—No te preocupes; el resto lo hago caminando.
—¿Con este sol de junio?
—Después de una década a la sombra, este sol es una caricia; y ya voy bajando.
—Antes debes pasar por la oficina —le recordó el funcionario—. Y cuídate, que estás en la tela; trata de comer algo —le agregó ya con tono paternal.
Andrés hizo el primer ademán de darle un abrazo, pero Raúl le señaló la cámara con los ojos y el argentino se contuvo para no perjudicar a quien consideraba casi un amigo.
Levantó la mano con la rigidez de un saludo militar para decir adiós y enfiló hacia la oficina.
—¿Andrés Barros? —preguntó un burócrata gordo y con cara de desgano sentado tras un escritorio.
—Sí —contestó secamente Andrés.
El gordo, que podía demostrar más antipatía que él, sacó de un estante el pasaporte de Andrés, ya vencido; las tarjetas de crédito, también caducas, y arrojó todo sobre la mesa.
—Faltan el reloj y los dólares —apuntó Andrés con rabia, aunque imaginaba esa escena desde el día anterior.
—Se perdieron —espetó el empleado, cruzó los brazos y lo miró a los ojos provocador, sin la menor intención de parecer sincero, como replicándole: “¡Y qué!” Sin cambiar el modo, tomó una bolsa de otro estante y la dejó caer—. Ah, aquí tienes tu ropa; vístete en ese cuarto y deja aquí el uniforme, que es del Estado cubano.
La ropa estaba arrugada y con el olor a humedad que puede tener cualquier prenda después de diez años de haber quedado en una bolsa como la que ahora le entregaban. Se la calzó como pudo, se ajustó el cinturón de cuero, que por un milagro no le habían robado, y salió hacia la luz.
Apenas cruzó la puerta, había ya un par de autos de alquiler. Los conductores sabían cuándo liberaban detenidos y los esperaban.
—Tengo noventa pesos —anticipó Andrés al chofer.
—¿Dónde vas? —preguntó el conductor.
—Voy hasta el malecón.
—Por ese dinero te puedo dejar sólo en Vía Blanca.
—¿En Vía Blanca y qué otra? —inquirió el pasajero, quien durante su encierro había tenido tiempo de sobra para memorizar el mapa de La Habana.
—Vía Blanca y el tramo Central que continúa a esta autopista.
—¡Pero eso es nada! ¡Lo recorres en tres minutos! —sequejó Andrés, especulando con algunos kilómetros más.
—Te llevaré un poco más allá; hasta Vía Blanca y 10 de Octubre, pero allí pego la vuelta porque tengo que recoger a otro liberado —concedió el taxista.
El automóvil aceleró por la Autopista 1 y en diez minutos dejó a su pasajero donde le había anunciado. Andrés sabía perfectamente hacia dónde iría, pero no quiso revelarlo ni siquiera al conductor. En la embajada de Perú trabajaba su amigo Luis, un funcionario del plantel estable que había cursado con él la carrera de Historia en Buenos Aires, tiempo durante el cual se alojó en el departamento de Andrés.
Habían sido años de alegría, triunfos, fracasos, vino, salidas y diversión. A veces, llegaba cada uno por su lado con una compañera distinta a la de la semana anterior. Cuando se graduaron, Andrés siguió profundizando en su materia y Luis volvió a Perú, con la idea de continuar la carrera diplomática, algo que después no logró por cuestiones económicas, pero consiguió un empleo en la burocracia de la Cancillería de su país.
Ambos se visitaron dos o tres veces más, hasta que Luis fue trasla dado a Cuba. Andrés llegó a verlo en ese mismo viaje a La Habana, tras su arribo al aeropuerto. Después, la cárcel. ¿Querría Luis recibirlo al saber de esto? O seguramente ya lo sabría.
Andrés bajó del auto y empezó por la misma Avenida 10 de Octubre una caminata que estimaba en una hora y media. Eran las ocho de la mañana y el sol ya apretaba sin piedad.
A poco de cruzar la Calzada del Cerro, dobló por Zequera a la izquierda y después bordeó el Estadio Latinoamericano por la Avenida 20 de Mayo.
Lo primero que haría sería llamar por teléfono a sus pa dres. ¿Cómo estarían? Y también a su hermana. ¿Todavía viviría en Salta? A su novia no... o tal vez sí. Había cortado su relación tres meses antes de viajar a Cuba. “¡Mejor no!”, pensó. Después de diez años ya se habría casado. ¿Qué iba a decirle? ¿Que había caído preso a menos de diez días de llegar a La Habana?
Quién es Carlos Manfroni
♦ Es un escritor, abogado e investigador argentino.
♦ Comenzó publicando libros de Derecho y Política Internacional que obtuvieron, por tres años consecutivos, el primer premio que otorga la Inter-American Bar Association entre obras de todo el continente.
♦ Escribió libros como Montoneros, soldados de Massera, Los otros muertos y Propaganda Due.
♦ Es columnista del diario La Nación, de Buenos Aires, y profesor de Escritura en Cursiva, la escuela de Penguin Random House Grupo Editorial, donde enseña estilo y práctica de redacción.
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