Escribe la artista estadounidense Laurie Anderson en su libro El corazón de un perro: “Hay un ejercicio budista llamado la Meditación Madre. Y lo usás cuando no podés sentir nada. Tratás de encontrar un solo momento cuando tu madre realmente te amó sin ningún tipo de reservas. Y te enfocás en ese momento. Y después te imaginás que vos fuiste la madre de todos y todos fueron la tuya. Y busqué y busqué ese momento, pero siempre se me escapaba”.
La joven escritora argentina Ana Montes -finalista en la Bienal de Arte Joven 2019 por su primera novela, Poco frecuente, y una de las ganadoras de la Beca de Creación del Fondo Nacional de las Artes 2021- tomó ese concepto para titular su nuevo libro editado por Concreto, Meditación madre, compuesto por once cuentos signados por dos figuras totalizantes: el agua y la maternidad.
Las madres están en el título, en la dedicatoria, en los epígrafes (cita a Lydia Davis, que escribe: “Todo el mundo tiene una madre en algún sitio”). Están, claro, en los cuentos, como personajes principales y secundarias, como presencias explícitas y palpables, pero también como ríos que, soterrados e invisibles desde la superficie, lo irrigan todo desde sus profundidades. En los cuentos de Ana Montes, las madres son como el agua: pueden saciar la sed pero también ahogan.
En contra de la maternidad como una experiencia simplificadora y homogeneizante, la autora incluye todos los tipos de madres, sobre las cuales no ejerce un juicio de valor sino que las muestra en todo el abanico de sus complejidades. Están “las oprimidas, las deprimidas, las luminosas, las frustradas, las inútiles”, según aseguró Montes. Y están, también, las hijas de todas esas madres y sus relaciones que oscilan entre la ternura y la turbulencia.
¿Puede determinarse el punto exacto en el que un río desemboca en el mar? En estos cuentos, madres e hijas son un mismo curso constante de agua cuya dirección, imposible de determinar, hace que lectores y lectoras se pregunten: ¿cuál de las dos es el afluente?
“Justo después”, cuento de “Meditación madre”
Entusiasmate. Son días importantes. Te están pasando cosas importantes. Venís viendo las señales. Tu cuerpo se está preparando para una aventura grandiosa. Aunque esa posibilidad está latente desde hace años, por primera vez la sentís realmente cerca. Tu cuerpo está listo para expandirse y eso, pensás, te vuelve eterna. El sol te alcanza y mirás a los árboles, más allá, en el horizonte, transformar sus propios cuerpos, acunados por el vaivén del agua.
A pesar de haber crecido en una casa con pileta, nunca aprendiste a tirarte de cabeza. Las instrucciones de tu abuela eran claras: parate en el borde, doblá las rodillas, incliná tu cuerpo hacia delante, conservá las manos juntas y en dirección al agua para agarrar el impulso. Ponete en puntitas y saltá. Cuando llegues al fondo, catapultate para subir a la superficie. Te las sabés de memoria pero nunca pudiste tirarte. Nunca supiste cómo dejar de pensar en lo que viene justo después del salto. Eso no estaba en las instrucciones.
Pero no te pierdas en la nostalgia. Entusiasmate. Ahora mismo estás en lo alto del muelle mirando el agua dorada del río Paraná, una arteria gruesa que alimenta este pedazo de tierra que alguna vez alguien decidió llamar isla. La humedad que levanta la corriente se transforma en bruma densa y te empaña los ojos. La luz se descompone tanto que te parece que podrías volver a creer en los cuentos de hadas.
Hace unos días visitaste a tu abuela en la sala de terapia intensiva de una clínica oscura, con paredes descascaradas y crucifijos colgados. Ella estaba acostada, conectada a dos sondas y a un suero, esperando que algo mejorara. Mientras vos también esperabas, te acercaste, como un bicho, a la única ventana con un poco de sol para sentir esa absurda calma que solo produce el calor en la piel. Levantaste la cabeza y cerraste los ojos para entregarte al trance pero tu abuela despertó y te dijo: tenés el pelo raro. ¿Raro cómo?, preguntaste. Repitió: raro.
Entusiasmate. No estás sola. El arroyo está picado a pesar de que cae la tarde. Pasan lanchas gigantes con grupos de personas que festejan, canoas con señoras que coordinan a la perfección el movimiento de sus brazos, veleros que se tambalean dirigidos por un solitario y un perro. Te decís que tenés que entrar en sintonía con eso. Con el agua que lleva y trae, con ese paisaje que te exige estar en movimiento a vos también.
En la sala de terapia intensiva, tu abuela te pidió que anotaras sus sueños de internación. Dijo que una noche soñó que finalmente se iba de ahí. Que le daban el alta y volvía caminando en camisón hasta su huerta. Cuando llegaba, sus tomates ya estaban listos para cosechar y los zapallitos se habían podrido. Otra noche soñó que estaba en la orilla del mar y que pescaba mariscos con sus manos, dijo que ella misma los atajaba del oleaje, les sacaba la arena y se los llevaba a la boca. Que eran carnosos y deliciosos. Que había algunos que nunca había visto antes. Otra noche soñó que sus tres hijos todavía eran bebés. Lloraban desde habitaciones distintas y lejanas y cuando lograba abrir las puertas, la casa entera se inundaba.
No pienses más en todo eso. Entusiasmate. Más allá del agua correntosa, atardece. El sol se condensa en las copas de tres árboles afortunados, todavía tibios. Contrastan allá, a lo lejos, como las figuritas de un álbum imposible. Al mirarlos tenés la misma sensación que más temprano cuando, inundada por el calor de las dos de la tarde, descubriste esos destellos que el sol salpicaba en el río. Esas falsas lucecitas de esperanza. Pensaste que parecían efectos especiales.
Cerrás los ojos y abrís el pecho para tomar el aire fresco del río y te acordás de que, en la cama de terapia intensiva, tu abuela se encoge. Hace un tiempo que su aparato digestivo dejó de funcionar y quedó reducida a unos pocos huesos. Estabas con ella el día en que el cirujano le informó que la tendría que operar. La viste llorar por primera vez en tu vida. Tu abuela, que cuando estabas triste te hacía mimos en la espalda mientras te cantaba muy bajito, ahora lloraba. Y vos no podías acercarte a calmarla por la cantidad de cables y barandas que las separaban. Parece otra, pero es la misma, te dijiste después cuando, incisiva como siempre, criticó a la enfermera que vino a buscarla para la cirugía por hablarle como si fuera una niña.
Mirás el agua abajo tuyo y va y viene, va y viene, va y viene y vos sabés que esa corriente es capaz de limpiarlo todo, de llevarse lo que se proponga. Entonces entusiasmate. El agua tiene una potencia transformadora, como la de tu cuerpo. Son dos fuerzas salvajes, pero bien distintas. Sabés que, si te dejaras caer sin oponer resistencia, te irías a donde el agua decida. En las siestas de tu infancia, cuando todos los demás dormían menos ustedes dos, disfrutabas de espiar, desde la ventana de tu cuarto, a tu abuela flotando en la pileta de espaldas. Pasaba mucho tiempo en esa pose, peso muerto contra el agua. Te parecía mágico que no se moviera ni un poco pero que tampoco se hundiera. Todavía te preguntás cuál era su secreto para mantenerse así.
Pero entusiasmate. Frente a tus ojos, la naturaleza despliega todos sus encantos. Esto es lo que la gente llama una vista. Al otro lado, en el fondo del parque, te esperan tus amigas. Más temprano las viste nadar en el agua hasta que sus dedos se arrugaron. Ahora juntan leña para la salamandra. Las ves desde el muelle como hormigas en movimiento. No estás sola. Lo repetís tres veces para creerlo.
En terapia intensiva te explicaron que la cama donde tu abuela reposa ahora tiene un sistema especial que reparte el peso de su cuerpo y alivia la presión evitando que aparezcan las heridas que salen en la piel debido a la inmovilidad. No pudiste creer, viéndola en esa cama, que fuera la misma de antes, la de las piernas gruesas como troncos que sostenían sus largas caminatas en el sur, donde trabajaba como lingüista para traducir las lenguas de pueblos originarios que acabarían por desaparecer. Ahora, la sonda le dificulta hablar. Cuando quiere decir algo el sonido sale pero es cada vez más difícil entenderla. No pudiste creer que la que desaparecía esta vez era ella.
Basta. Entusiasmate. Todavía te quedan muchos años de este cuerpo joven para hacer todas las caminatas que quieras, un cuerpo capaz de cosas grandiosas, de ciencia ficción, como contener un pedazo de futuro dentro. Acá, en lo alto, te sentís verdaderamente poderosa. Te parás en el borde del muelle. Tus pies pisan dos maderas que están flojas por el peso de toda la gente que se paró ahí antes que vos. Las copas de los árboles, allá, a lo lejos, ya se enfriaron, el sol se ocultó del todo y las nubes se inyectaron de un rosa artificial. Te decís que no hay nada como el espectáculo del cielo justo antes de apagarse. La bruma se transforma en una especie de garúa que te moja el pelo. El vaivén de la corriente ya se calmó, cada vez pasan menos lanchas por el muelle. Todo se vuelve silencioso y tranquilo. Podés escuchar los latidos de tu corazón. Tirás una piedra chiquita que guardabas en tu bolsillo. Tarda en caer mucho más de lo que hubieras esperado. El agua se agita y los destellos de luz, ya más tenues, parecen querer decirte algo. Intentás pero no podés frenar tus pensamientos. Te ponés en puntitas de pie. ¿Qué es lo que pasa justo después? Un pájaro se frena al lado tuyo, mira el agua, duda y decide que no, que mejor volar aún más alto que donde estás vos.
Quién es Ana Montes
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina en 1992.
♦ Es escritora, artista visual y tallerista.
♦ Escribió los libros Poco frecuente y Meditación madre.
♦ En 2019 fue finalista en la Bienal de Arte Joven y en 2021 ganó la Beca de Creación del Fondo Nacional de las Artes.
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