La historia no puede ser más tremenda. Un hombre se gana la vida jugando a la ruleta rusa. Un público lo sigue: se emociona con la carga de las balas, tal vez cierra los ojos con el click del gatillo. Una vez no muere, la segunda tampoco. ¿Qué sigue? Las apuestas suben.
Al principio se juega en sótanos mugrientos, algo de la oscuridad de lo que se está haciendo se actúa en el escenario. Luego el ¿show? se hará en lugares más lujosos, el hombre del revólver peinado con brillantina y vestido con el “esmoquin y los pantalones anchos de la época”. Esto escribe el rumano Mircea Cartarescu en El ruletista, un cuento largo que apareció en el libro Nostalgia y también se editó como un libro independiente. Se trata del texto que la novelista colombiana Laura Restrepo eligió para leer en el podcast La oreja que lee y que se puede escuchar clickeando acá.
“De lo que leí últimamente es el cuento que más tiene para enseñar de cómo se escribe una historia potente”, dirá la autora en el podcast. “Aborda esa zona intermedia entre la vida y la muerte”, dice. Y explica que el cuento tiene una estructura doble: en un plano aparece el narrador, que cuenta la historia del ruletista y en el otro está el personaje, el que pone su vida en juego.
“El narrador asegura que lo que está contando es real porque él personalmente conoció al ruletista”, dice Restrepo. “Y ala vez está permanentemente diciendo que un personaje así no puede existir, que es inverosímil. ¿Por qué? Restrepo da la clave.
Y lee. El cuento arranca con una extensa reflexión del narrador, un hombre de 80 años que se siente entre la vida y la muerte. Por eso el texto empieza y termina con una cita del poeta T.S. Eliot: “Concede el consuelo de Israel/ a uno que tiene ochenta años y no tiene mañana”.
Efectivamente, aunque mucho de lo que se cuenta -no vamos a spoilear- no puede ser verdad, sí lo son la muerte, el miedo a la muerte, la atracción que ejerce la muerte. Todo eso le da vida y tensión al texto. “Es tremendo”, dice Laura Restrepo, desde su casa en Cataluña, donde se sienta a leer y a grabar el podcast.
Cartarescu y Restrepo
Mircea Cartarescu nació en Bucarest, Rumania, en 1956. Es poeta, narrador y muchas veces candidato al Premio Nobel de Literatura. Tiene muchas distinciones y en 2022 recibió el Premio FIL de la Feria del Libro de Guadalajara, México, por su ”prosa imaginativa y deslumbrante”.
Entre otros libros escribió Solenoide, El ala derecha, El ala izquierda, El cuerpo, El levante, Las bellas extranjeras y Lulú.
Laura Restrepo, nuestra lectora, nació en Bogotá en 1950. En 2004 ganó el Premio Alfaguara de Novela.
Fue periodista y una militante de izquierda. Por eso vivió en la Argentina entre 1978 y 1982. Era plena dictadura, un momento extraño para elegir este país. Ella me lo contó así hace muchos años: “Yo estaba en un partido trotskista y vine porque pidieron militantes para ayudar en la clandestinidad. Sabía perfectamente a qué venía”.
Por el trabajo de su padre, empresario, Restrepo creció viajando: escribió su primer cuento a los 9 años. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de los Andes e hizo un posgrado en Ciencias Políticas.
Publicó, entre otros libros: La isla de la pasión (1989), Dulce compañía (1995), La novia oscura (1999), Delirio (2004), Demasiados héroes (2009), Hot sur (2012) y, en 2022, Canción de antiguos amantes (2022).
Es una de las autoras más leídas de la literatura hispanoamericana.
Más de “La oreja que lee”
Por La oreja que lee ya pasaron Martín Kohan, Cristian Alarcón, Marcos López, Alexandra Kohan, Florencia Canale, Agustina Bazterrica, María Kodama, Claudia Piñeiro, Luciano Lutereau, Lorena Vega, Eduardo Mileo, Rafael Spregelburd, Selva Almada, Enzo Maqueira, Sylvia Iparraguirre, Franco Torchia, Ezequiel Martínez, Guillermo Martínez, Gabriela Cabezón Cámara, Martín Caparrós, Mariela Gal, Gabriela Saidon, Pedro Medina León y Walter Lezcano.
Ellos leyeron cuentos de Jorge Luis Borges, Mariana Enríquez, Horacio Quiroga, Juan José Saer, Fleur Jaeggy, Chica Unigwe, Samanta Schweblin, Ignacio Molina, Flor Monfort, Julio Cortázar, Roque Larraquy, Diego Angelino, Liliana Heker, Sara Gallardo, Néstor Perlongher, Gabriel García Márquez, Daniel Moyano, Sylvia Molloy, Italo Calvino, Gabriel Goldberg, Abelardo Castillo, Santiago Roncagliolo y Fabián Casas.
Cualquier episodio del podcast se puede escuchar clickeando acá. No hace falta ningún dispositivo en especial: sirve una computadora, un teléfono, una tablet.
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“El ruletista” (Fragmento)
Así pues, querido nadie, el Ruletista existió. También la ruleta existió. No has oído hablar de ella pero, dime, ¿qué has oído sobre Agartha? Yo viví la época inverosímil de la ruleta, vi cómo se derrumbaban y cómo se amasaban fortunas a la luz feroz de la pólvora. También yo aullé en aquellos sótanos pequeños y lloré de alegría cuando sacaban a un hombre con los sesos reventados. Conocí a grandes magnates de la ruleta, a industriales, a terratenientes, a banqueros que apostaban sumas muchas veces exorbitantes. Durante más de diez años, la ruleta fue el pan y el circo de nuestro sereno infierno.
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El Ruletista tenía una cara sombría, como de campesino pudiente, con la mitad de los dientes de metal y la otra mitad de carbón. Desde que lo conocí y hasta el día de su muerte (por culpa de un revólver, pero no de un balazo) presentó siempre el mismo aspecto. Y, sin embargo, ha sido el único hombre al que le fue concedido vislumbrar al infinito Diosmatemático y luchar cuerpo a cuerpo con él.
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El borrachín se subió a un cajón de madera en el que yo no había reparado hasta entonces y allí permaneció, encorvado, con el aire caricaturesco de un campeón olímpico. Los accionistas lo miraban agitados, comentando entre ellos algún detalle del aspecto del tipo del cajón. A uno lo sorprendí santiguándose con discreción. Otro se roía con saña los pellejos de las uñas. Otro le gritaba algo al patrón. Pero el alboroto se cortó en seco cuando el patrón abrió la cajita. Todos estiraban el cuello, hipnotizados, hacia el pequeño objeto negro que brillaba como incrustado de diamantes. Era un revólver de seis balas, bien lubricado. El patrón se lo mostró al público con gestos lentos, casi rituales, como muestra un ilusionista las manos vacías con las que va a realizar milagros. Pasó después la palma por el tambor del revólver para hacerlo girar; se oyó un sonido delicado, punzante como la risa de un gnomo. Depositó el revólver en el suelo y del interior de una cajita de cartón sacó un cartucho, con su camisa de cobre reluciente, y se lo tendió al accionista que tenía más cerca. Este lo examinó por todas partes atento y concentrado; asintió levemente con la cabeza, como contrariado por no haber encontrado ninguna irregularidad, y se lo pasó al siguiente. El cartucho dio la vuelta a la habitación y dejó restos de aceite en los dedos de todos. Yo también lo toqué por un instante.
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