Cuando yo tenía algo más de veinte de años, cierto día igual a muchos otros días, fui a trabajar a la zapatería de mis padres. Me recibió mi madre, entre lágrimas y con cara de desastre, y me hizo pasar a la trastienda. “¿Qué pasa?”, le pregunté asustada, porque temía lo peor: la muerte de alguien. Ahogada por los sollozos, mi madre me contó: “Teníamos diez mil dólares de la venta de una propiedad, de hace varios años. Los enterramos tu padre y yo en la maceta donde crecía el jazmín, envueltos en papel de diario; y ahora cuando los fuimos a sacar, vimos que la tierra se comió los dólares. Nos quedaron apenas dos puñaditos del centro; el resto fue devorado”.
Eran los dólares de la venta de una casa. Mi papá solía decir: “En la Argentina, tener propiedades no sirve; sirve tener la plata en la mano.” Cualquiera sabe que este pensamiento es un error económico; pero mi padre insistía en que él tenía razón. Lo cierto es que mi padre, a diferencia de mi madre, provenía de un hogar campesino, que a duras penas había contado alguna vez con una sola propiedad, el techo bajo el cual vivieron, y donde quien no trabajaba no tenía derecho a un plato de comida. Mi padre no era bueno para los negocios, no sabía especular, el comercio no era su fuerte.
Las propiedades que mi padre y mi madre habían vendido, habían sido compradas antaño por mi abuelo S. Y. Cohen, el padre de mi madre. Él fue el fundador del negocio del cual aun vivíamos y él sabía de hacer negocios; según el último inventario de diciembre de 1970, casi un año antes de su fallecimiento, él contaba cerca de un millón de dólares en activos.
Luego de su muerte, a cada embate económico -y en la Argentina hay muchos- , se vendía una propiedad para pagar una deuda. Era una acción de común acuerdo entre los herederos de mi abuelo, a saber, su viuda, mi tía, mi tío, mi madre y mi padre.
El negocio que fundó mi abuelo estaba ubicado en el centro de mi ciudad. Había nacido como una tienda de calzado y creció hasta ser fábrica y almacén de suelas. Mi abuelo y mi abuela eran trabajadores incansables y el negocio era para ellos palabra santa.
Décadas y decádas después, cuando mi abuela ya era una anciana y estaba mentalmente perdida, se escapaba de su cuidadora para ir a abrir el negocio. La cuidadora solía dejarla sola un par de horas los domingos para asistir al templo y ahí era cuando ella se escapaba. Los vecinos le avisaban a mi madre que mi abuela estaba en la puerta del negocio, en camisón, y ella iba a buscarla. “Mamá, ¿qué estás haciendo’” Mi abuela le contestaba con normalidad: “Abriendo el negocio”. “Pero hoy es domingo, mamá: no abrimos los domingos.” Mi abuela se quedaba mirándola sorprendida: “¿No? ¿Estás segura?”
Mi abuelo inauguró el negocio en el año 1960, casi diez años antes de que yo naciera. Le puso de nombre Calzacuer y tenía un eslógan muy simpático que estaba impreso en el papel de cartas y salía en los avisos de televisión. Una vaca con velo de novia preguntaba a un toro con galera: “¿Hasta dónde me querés?”, y el toro contestaba: “Te quiero hasta Calzacuer”.
El día que perdió los diez mil dólares mi madre estaba muy angustiada y no entendía cómo había desprotegido el dinero de su familia de esa manera. ¿Es que acaso no sabía hacerlo? ¿Cómo debe hacer una familia para proteger su dinero?
Sistemas de seguridad
Como mi padre es paranoico o tal vez fuera simple sabiduría, desconfiaba de los bancos. Ya los bancos y demás entidades financieras argentinas se habían aprovechado de ellos en más de una oportunidad. Era por eso que no tenían cuentas bancarias, sino que escondían la plata en la casa. Eso también les daba miedo, estar expuesto a los robos, y para protegerse habían llenado la casa de alarmas, en una época en la que aún no se usaba tener alarmas; y de perros guardianes mezcla de dobermans y ovejeros alemán.
Pasaron por nuestra casa Rambo, Arena, Sultán, Help y Chéri, y un pekinés al que llamamos Sandokán casi por chiste, y era el único que dormía adentro. Algunos de estos perros tuvieron una muerte trágica, pero todos fueron amados por mi padre como si se trataran de iguales.
Por un tiempo a mi padre le había dado vueltas la idea de enviarlos a un entrenador para que supieran cómo atacar a un intruso. Después, cuando el entrenador le informó de sus honorarios, mi padre desistió de enviarlos al entrenamiento. Eran unos perros tan buenos que dudo de que hubieran atacado a alguien. Así que nos valíamos de las alarmas más que de los perros, pero las alarmas eran muy sensibles y sonaban con cada tormenta o viento fuerte. Te despertaban y había que desconectarlas mediante una clave que siempre olvidábamos. Nos llevaba tanto tiempo parar el ruido de las alarmas, que los vecinos se quejaban constantemente.
Por si lo de las alarmas no llegaba a funcionar, mi padre tenía una escopeta de cazar becasinas que era de su abuelo, parada al lado de la cama. Nunca la había usado, no sabía siquiera si servía, si podía disparar, pero él estaba convencido de que efectivamente podía asustar a un ladrón con apuntarle. Durante algún tiempo, mi padre concibió otra idea un poco más exótica para protección. Se trataba de criar gansos en la terraza, para que defendieran nuestra casa con sus graznidos, como habían defendido, en la historia antigua, el foro romano de las invasiones de los hunos. Esta idea fue detenida a tiempo por mi madre.
También mi madre tenía sus propios recursos para cuidar del dinero que no se atrevía a meter en una caja bancaria y lo hacía compulsivamente: dentro del congelador, dentro de un frasco de pastillas, un jarrón, una lata de cacao en polvo. A veces, a sus hijas, nos dejaba saber adónde había dinero escondido. Mi madre también nos decía, a modo de advertencia: “Después de casarte, cada uno debe tener su plata particular. Una plata en común, y otra propia. Porque después de casarte, a los cinco años de haberte casado, siempre, siempre, te das cuenta de que te casaste con un loco”.
En un tiempo, ella estaba convencida de que la señora que nos cocinaba y hacía la limpieza, quien incluso la había cuidado a ella de adolescente como una niñera, era cleptómana. La mujer se llamaba Elena y para mi madre tenía dos defectos: se teñía el cabello de negro azabache, que era un color que, según el mito, pasaba del cuero cabelludo al cerebro; y robaba por pura enfermedad. Por eso, para evitar que Elena nos robara, escondía un rollito de dólares dentro del aire acondicionado. Cada noche, después de cenar, mi hermana y yo veíamos a mi madre revisar, en puntas de pie, si el rollito de dólares seguía adentro del aire acondicionado.
Vinagre para los clientes
Mis padres no eran felices; estoy segura de que a mi padre le hubiera gustado viajar por el mundo y conocer, porque es un espíritu curioso. Hace muy poco encontré entre sus pertenencias unas enciclopedias de geografía recién compradas por él y según me contó las había leído por completo. Pero mi madre no soportaba la idea de subirse a un avión y siempre tenía dos excusas clave para no moverse de su casa: “Hay que atender el negocio” y “Hay que ocuparse de los perros”. Mi hermana insiste en que ella empezó a morir el día que cerró el negocio: tuvo que haber sido uno de los días más tristes de su vida, aunque haya fingido lo contrario, porque la burocracia fiscal la tenía harta.
El negocio se abría a las nueve de la mañana, todos los días, de lunes a sábado. Antes de abrir la puerta, se echaba en la vereda un poco -medio litro o menos – de vinagre blanco, porque eso atraía a los clientes. Cuando en mi casa se acababa una cabeza de ajo porque nos habíamos comido todos sus dientes, mi madre ponía a quemar esa cabeza de ajo sobre la hornalla de la cocina, para que atrajera dinero.
Todos los ritos que conocíamos para atraer dinero, se hacían: se quemaban determinados sahumerios, se le daba de fumar a un muñequito boliviano cargado de bolsas que se llama Ekeko, se llevaban amuletos -ojitos turcos y manos de Fátima-, herraduras y patas de conejo.
Es extraño, porque teníamos todos estos trucos para pedir, y ninguno para agradecer. Creo que, si como otras familias, hubiéramos agradecido el pan de cada día al sentarnos a la mesa, no habríamos tenido siempre miedo a perderlo todo: ese todo que era cada vez menos. Sólo mi abuela paterna tenía un breve rito, parecido: cuando acababa de cenar y como sin querer, ella pronunciaba: “Bueno, gracias a Dios, hemos comido”. Le llames Dios o le llames azar, el hecho de tener un pan para llevarse a la boca es siempre un hecho fortuito: deberíamos agradecerlo cada vez. Nada hay en este mundo que indique que sos digno de los bienes recibidos. Nada hay en este mundo que garantice que el bien de hoy se perpetuará en el futuro.
Tal vez la preocupación ante la pérdida de un bien era demasiado importante en mi familia. El miedo a un asalto violento, a la violencia en sí, y a perder los bienes tan dificultosamente retenidos a través de los años. La preocupación los inundaba a tal punto, que a principios de los años ‘90, mi padre se quitó sus anillos: el de sello, de su graduación de abogado -profesión que no ejerció hasta los setenta años – y la alianza de matrimonio. Tenía temor de que al salir a pasear a sus amados perros, le cortaran un dedo para robárselos.
La psicología habla del “síndrome de la profecía autocumplida”, que viene a significar que cuando uno teme mucho a algo, termina por provocarlo. Es el caso del celoso que todo el tiempo le arma un escándalo a su esposa creyendo que ella se encuentra con otro hombre, y le amarga la vida de tal manera, que la esposa acaba yéndose con otro hombre.
Aplicado a mi familia sería que estaban tan obsesionados en retener los bienes, que acabaron perdiéndolos. Las malas lenguas dicen que mi tía lo perdió todo a manos de las gitanas a las que visitaba para hacerse leer la suerte, y las buenas lenguas que fueron los abogados de Diners los que le embargaron las propiedades para saldar sus deudas con la tarjeta. Mis padres tuvieron una cadena de pérdidas como las que relaté al comienzo; y todas fueron vividas como una pesadilla. La frase “el dinero va y viene” se pronunciaba cada vez más dolorosamente, porque sólo se iba y ya no venía con tanta fluidez.
Sería petulante de mi parte decir que aprendí la gran lección que con la pérdida de los diez mil dólares me enseñaron mis padres. Hace muy poco le monté un escándalo a mi hija porque rompió un reloj despertador chino que me había costado menos de cuatro dólares ¡y hasta la hice llorar por eso! Mi crueldad no tiene nombre, y ¡todo por una aguja descalibrada! Me costó contener la ira, me comporté muy mal y estoy arrepentida.
No soy una entendida en el arte de perder y supongo que las cosas -que tienen ese afán intolerable por irse de la mano de uno, para qué vamos a negarlo – cuando se alejan de mí, siento que me lo hacen de modo personal, que me apuñalan. El arte de perder, como reza Elizabeth Bishop en su poema, es un arte a dominar. Yo soy apenas una iniciada aunque también, como ella escribe, perdí relojes, casas, reinos, libros, y ese amor que cuando lo perdí creí que lo perdía todo. Pero será cuestión de aprender a acostumbrarse a perder algo cada día, pequeño, mínimo, irrecuperable, para que las pérdidas dejen de tener la cara del desastre.
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