Trastornos alimenticios provocados por una madre que no acepta los “kilos de más” de su hija: así empieza “Olivia”

En su nueva novela, la escritora argentina Erica Vera regresa con una historia sobre las cicatrices que la discriminación (tanto en la escuela como en el seno del propio hogar) le generan a una protagonista que deberá desandar los mandatos aprendidos para aprender a amarse a sí misma.

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"Olivia", de la escritora argentina
"Olivia", de la escritora argentina Erica Vera y editada por V&R, sigue a una protagonista a la que "unos kilos de más" le impiden entrar a una academia de ballet y desatan en su madre un control desmedido que terminará por provocarle trastornos alimenticios.

¿Es posible aceptarnos tal cual somos? ¿Cuándo -y por qué- la imagen que nos devuelve el espejo empieza a conflictuarnos? ¿Qué secuelas tiene una crianza en la que los padres y la escuela parecen complotarse en la enseñanza del odio al propio cuerpo? ¿Se puede desandar ese camino, desaprender un mandato que caló tan hondo, curarse una herida así de profunda sin dejar una cicatriz?

En su nueva novela, Olivia, la escritora argentina Erica Vera regresa con una historia sobre las consecuencias que la gordura puede tener en una niña y en la mujer en la que se convertirá. No las consecuencias físicas, que muchas veces se utilizan como excusa para justificar la discriminación, sino aquellas que provoca el rechazo de la sociedad, ese que no solo se deja ver en las risas de los compañeros de la escuela, sino que también, muchas veces, comienza en el seno mismo del hogar.

Olivia, editada por V&R, comienza con la infancia de la protagonista, a la que una profesora de ballet no le permite entrar al cuerpo de danza del pueblo “por tener unos kilos de más”. Esto genera que la madre, en vez de apoyar a su hija ante la negación injustificada de su pasión, se vuelve en su contra y da inicio a una vida de privaciones para la joven protagonista: visitas a nutricionistas, dietas exageradas, control constante y una balanza que la espera todas las mañanas y que terminará por provocarle trastornos alimenticios.

Pero ese es solo el comienzo de esta novela que, a lo largo de sus 50 capítulos, pasará de la dura infancia de la protagonista a una adultez en la que, a pesar de encontrarla como una exitosa diseñadora de modas especializada en prendas para “mujeres reales”, todavía carga con las cicatrices de aquellos años formativos. Cuando regrese a su pueblo tras la muerte de su madre, Olivia deberá enfrentarse a un pasado y un viejo amor que marcaron su vida para finalmente soltar, uno a uno, todos sus miedos.

Así empieza “Olivia”, de Erica Vera

Mi peor enemigo

Sahuarita, Arizona. A mis diez años.

–¡Gorda! ¡Viene la gorda! ¡Abran paso!

El idiota de turno gritaba cuando me veía atravesar la puerta de ingreso al salón de clases. Y el resto le hacía caso o lo acompañaba con una risita socarrona. No había nadie que me defendiera de los estúpidos o, al menos, me mirase con compasión en un silencio que se uniera al mío y me dejara saber que no estaba sola.

Nadie. Ninguno. Todos eran lo mismo. Podía verlos en detalle como si tuviera treinta y siete ojos: uno para cada uno. No se me escapaba nada ni nadie. ¿Así había sido siempre? Supongo que sí. No recordaba otro trato. No recordaba grandes amigos. Solo frases vulgares, agravios y burlas sobre mi cuerpo, sobre mi vestimenta… desde que tengo memoria.

Las mañanas en la escuela se sucedían bastante rápido y, pese al martirio que me tocaba vivir cuando el timbre sonaba y tocaba enfrentarme con el mundo del otro lado de mi asiento –no quedaba otra que salir al recreo–, podría decirse que disfrutaba estar allí. Me gustaban las Ciencias y era muy buena. También amaba disfrazarme, bailar. Me hubiese encantado ser parte del ballet del pueblo, pero… le habían dicho a mi madre que no podía participar por tener unos kilos de más.

Aquella tarde cuando regresamos a casa, me encerré en el baño y me miré al espejo con otros ojos. Y, desafortunadamente, no fui la única. Aquel jueves insulso, mi vida cambió para siempre.

–¡Olivia!

–¡Voy! –Salí del baño con el cabello humedecido y me dirigí a la cocina. Sobre la mesa, en el plato, una rebanada de pan con queso crema y un vaso con leche–. ¿Qué es esto? –le pregunté a mi madre sorprendida al no ver las galletas de avena que solía comer en la merienda.

Debemos cambiar tus hábitos.

–¿Por qué?

–¿Cómo por qué? ¿Es que acaso no oíste lo que nos dijeron hoy? –¿Nos dijeron? Hasta donde yo sabía a quien habían llamado gorda había sido a mí. Y, a decir verdad, ya estaba bastante acostumbrada–. ¡No sé cómo pude dejar que comieras tantas porquerías! Me siento terrible. Vamos, siéntate.

–Quiero mis galletas, mamá. –Busqué en la lata donde solíamos guardarlas. Nada.

–Se las comió Panza –agregó.

Miré a nuestro perro con odio aunque el sentimiento no estuviese dirigido a él, sino a ella.

–¡¿Por qué?!

Ya me lo agradecerás –fue su respuesta.

Simple. Concisa. ¿Lo haría?

Además de escritora, Erica Vera
Además de escritora, Erica Vera es docente y, junto a dos amigos, conduce el programa de radio Trinomio Imperfecto y el ciclo de podcasts Charla con amigos en los que conversa íntimamente con autores y lectores.

A partir de aquella tarde, mi madre dejó de ser “mamá” para convertirse en “Emilia”. Nunca más, delante de ella, pronuncié esa palabra. Quería castigarla. Y aunque mi idea había sido marcar aquella distancia por un tiempo prudencial, siguió haciendo méritos para que quisiera mantenerlo por el resto de mi vida. Ella, quien debía decirme que no me preocupase por mi imagen, que todo estaría bien… que quizás, sí, deberíamos cenar más vegetales, salir a correr… no lo hizo y, en cambio, me apuntó con el dedo como lo habían hecho la profesora del ballet y mis compañeros desde el kínder. Ella, mi propia madre, me empujaba dentro del agujero negro que cargaba en mi pecho como un broche, que me recordaba todo lo que podía ser y no era.

Olivia tiene que hacer dieta, Ed –amonestó a mi padre cuando llegó con una barra de chocolate para mí.

–¿Cómo es eso? –preguntó él, dirigiendo su mirada primero a mis ojos expectantes y luego a los de mi madre, en busca de una explicación–. ¿Dieta?

–Sí. Hoy intenté inscribirla en el grupo de ballet y la profesora me dijo que no podía ser posible porque, bueno…, está un poco gordita.

Gordita… Gordita… Esa palabra me revolvía el estómago. Prefería “gorda” a secas. El diminutivo siempre me sonó peyorativo y muchísimo peor, porque… ¡vamos! ¿Acaso no suena degradante?

–¿Estás segura, Emilia? ¿No deberíamos llevarla primero con un especialista? –cuestionó mientras avanzaba hacia el comedor, escondiendo su mano detrás de la espalda y balanceando la barra para que yo la tomara. ¡Y por supuesto que lo hice! La coloqué debajo de mi suéter. Apenas tuviese la oportunidad, la escondería en mi habitación para degustarla lentamente.

–Sí, la llevaré. De hecho, ya concreté la cita.

–Dudo que Olivia tenga que hacer dieta. Quizás comer mejor…, pero es pequeña y todavía está creciendo. ¡Es preciosa, mi princesa!–exclamó al verme pasar por su lado. Me tomó de la mano y me sentó sobre su falda. Me abrazó y repitió que era hermosa; no una, sino varias veces–. No hagas caso a los demás, Oli. La gente habla por hablar.

–¡Ed! No hagas las cosas más difíciles, por favor. Tenemos que ayudarla.

–¡Pero si nuestra hija es la más hermosa de todas! –Se puso de pie, conmigo en sus brazos, y comenzamos a bailar entre los muebles de la cocina como si estuviéramos en un salón–. ¿Y este vestido? –preguntó al notar los dibujos que le había hecho a una blusa gigante que mi abuela ya no utilizaba y a la que le había cruzado un cinturón a la altura de la cadera. Amaba intervenir las prendas viejas.

–¿Te gusta?

–¡Es precioso! ¿Otra pieza milady? –preguntó y me hizo girar en el aire, arrancándome de la mente y del corazón la tristeza de ese día.

Si mi padre decía que yo era hermosa, le creía. Él siempre me había dicho la verdad.

Vera es autora de libros
Vera es autora de libros como "Historias de acá y de allá", "Un árbol", "Mariposas en tu piel", "Flores amarillas", "Cuando sonríes" y "Miranda. Retrato de amor".

La visita al nutricionista fue una victoria para mí y una derrota para mi madre. Mi padre y yo teníamos razón: no había que preocuparse tanto. Los controles habían salido perfectos y la solución era concisa: comer más vegetales, controlar la cantidad de dulces e intentar mantener una rutina de comidas en la cual no pasaran más de tres horas sin probar bocado. También el especialista sugirió practicar algún deporte. Salí del consultorio feliz. Sin embargo, la única que sonreía era yo.

–Buscaré otra opinión –le comentaba mi madre a una amiga por teléfono–. No, querida. Ella está bárbara, pero es necesario empezar a controlarla desde ahora. Imagínate que… –bajó la voz para que no la oyera. Creía que estaba concentrada en los dibujos animados– no es la primera persona que me lo dice. Mamá está muy preocupada y en verdad temo que, si no hacemos algo, podría terminar en algo mucho peor. Como obesidad, por ejemplo. ¡Sí! ¡No! No exagero, querida. No exagero…

Mucho tiempo después y tras años de terapia entendí que desde que la profesora de ballet nos había dicho aquello, el peso de mi cuerpo había activado algo dentro de Emilia; algo que era reflejo de su interior y que se convirtió en una obsesión que, más temprano que tarde, terminó por heredarme.

–¿Qué es lo que estás haciendo, Olivia? –me sorprendió, destapándome hasta los pies. ¡Maldición!

–Nada –respondí sin imaginar que mi boca estaba bañada en chocolate.

–¡Dame eso!

–Solo fue un pedacito –me excusé.

–¡Que me lo des, te dije!

–Pero Emilia…

–Uno. Dos.

Y, antes de permitirme dársela, me la arrancó de las manos. Adiós al resto de la tableta que me quedaba del último regalo dulce que mi padre me había traído. Allí se iba, en las manos de Emilia, directo al tacho de la basura.

La odié. ¡Muchísimo!

Desde aquel incidente en que me descubrió, comencé a apagarme. Cada día, un poco más. Ya no me entretenía modificar las prendas que no les servían a los parientes ni bailaba con papá. La escuela, las maestras y las horas que estaba lejos de casa eran lo único que me ayudaba a sobrevivir. En mi hogar, todo eran reglas, rutinas, organización y visitas a un supuesto nutricionista que me obligaba a hacer deportes y a comer muy poco. Se contaban las calorías y se escondían los dulces, bueno… escondía, en singular, porque era ella quien hacía y deshacía. Aun así, pese a sus esfuerzos, no lograba bajar de peso y Emilia se ponía cada vez peor. Luego vinieron unas infusiones asquerosas y alguna que otra pastilla natural. Me pesaba todas las mañanas antes de bajar a desayunar. Cambió de balanza tres veces pensando que el problema estaba en el aparato porque… ¡no podía ser que no adelgazara!

–¡No lo puedo creer! Hacemos todo lo que nos indican, Ed. He cambiado todo. ¡Y la nena sigue gorda!

–Emilia, por el amor de Dios. –No me había dado cuenta, pero mi papá también se apagaba junto a mí. Éramos un par de infelices.

–¡Pero es cierto! ¿Es que no lo ves? ¡Mírala!

Y así, como si yo no fuera una persona, me levantó de la silla donde estaba comiendo y me jaló hacia ella. Cuando me tuvo cerca, levantó mi blusa y le mostró mi abdomen. Él me observó con tristeza. En sus ojos vi lo que más temía: no sabía cómo ayudarme. Y si él no sabía, no había esperanzas para mí.

Quién es Erica Vera

♦ Nació en Merlo, Argentina.

♦ Es escritora y docente.

♦ Es autora de libros como Historias de acá y de allá, Un árbol, Mariposas en tu piel, Flores amarillas, Cuando sonríes y Miranda. Retrato de amor.

♦ Coordinó un ciclo literario denominado La Pluma y, junto a dos amigos, conduce el programa de radio Trinomio Imperfecto y el ciclo de podcasts Charla con amigos en los que conversa íntimamente con autores y lectores.

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